Una película de este tipo supone un problema elemental a priori: el de convertirse en un documental institucional, una especie de houseorgan que avala el funcionamiento de una instancia estatal, en este caso, de actuación frente a la violencia de género. Lo más complejo es justamente salirse de ese lugar: no mostrar a sus protagonistas como superhéroes o superheroínas que defienden a las víctimas de las garras de sus abusadores, golpeadores o maltratadores. Y también, no hacer foco exclusivo en la vivencia de la víctima, como forma de concientizar, lo cual lo haría caer en un didactismo que podría invalidar toda su potencialidad.

Lo que hace Línea 137 es, de alguna manera, despegarse de lo estricto que establece el título. En todo caso, lo que le otorga ese título es un marco de referencialidad de lo que vamos a observar. Pero, por otro lado, al desdoblarlo en dos espacios geográficos diametralmente opuestos –la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Chaco, no solo por distancias sino por medios disponibles -, permite establecer, más allá de ciertos elementos en común, una serie de variantes que van atravesando los relatos y los personajes involucrados. Si la violencia es la misma, parece estar diciendo el documental, las formas de acercamiento a cada situación se revelan con sus diferencias. Basta ver por ejemplo, el momento en el que en el Chaco, una de las trabajadoras menciona el caso de la mujer que hizo una denuncia y que ahora no aparece, que deja un silencio enorme y sin resolver, porque en un cierto punto, no tienen a quién recurrir para tratar de responder a esa situación. A cambio, en Buenos Aires, las reuniones del Consejo relacionado con la violencia sobre las mujeres –del que participa Eva Giberti- aparecen como instancias de búsquedas de soluciones a partir de la mirada conjunta, de la complejización de la situación y al abordaje desde diferentes opiniones más experimentadas.

Es esa intención de buscar los pequeños detalles dentro de un trabajo diario pero complejo lo que deshace cualquier riesgo de institucionalización. Los trabajadores salen de la comodidad del escritorio y el teléfono y la cámara va con ellos y ellas para enfrentar el problema en el lugar en el que se produce. De allí la tensión que se manifiesta, tanto en lo que genera una declaración en una comisaría, como en el recorrido de la camioneta para sacar de un juzgado a los hijos de un abusador, como en el ingreso con la policía a la casa donde el hombre violento sigue reteniendo a los hijos como si fueran un trofeo. Lo interesante es que más que la resolución del conflicto, lo que deja ver el documental son las dudas, los temores a los que se enfrentan los trabajadores –la exposición que pueden sufrir los hijos o la denunciante ante su intervención, por ejemplo- y por sobre todo, la idea de que la resolución del conflicto puntual no es definitiva, sino apenas la salida de la mujer del círculo de violencia que se recicla en la convivencia bajo el mismo techo. Esas dudas aparecen formuladas de manera potente en el final, cuando el equipo va a ayudar a una mujer que está en la guardia de un hospital después de haber sido golpeada por un hombre. Allí la desconfianza no aparece tanto en la figura de los trabajadores, sino en el sistema en general. La mujer quiere denunciar al hombre que la golpeó, pero subyace en su relato que lo único que quiere es que su denuncia sirva para meterlo preso (“Lo tienen que llevar preso” dice entre la angustia y la desesperación). La desconfianza en el sistema se plantea de lleno en las frases que la mujer sigue pronunciando en el silencio que se hace en el interior del vehículo que sigue surcando las calles de una Buenos Aires nocturna. “A mi mamá, mi papá la mató igual”, dice. “Tenía una medida de restricción, pero la tiró igual del balcón”, cierra como un corolario a su planteo de que si el hombre que la golpeó no va preso, ella lo va a matar. Es esa línea que se quiebra entre el sistema y la realidad lo que corta la uniformidad de un relato sobre una instancia institucional y la que vuelve a replantear toda la mirada previa estableciendo la imposibilidad de resolver todos los problemas que se plantean.

Pero hay otra elección interesante que parte de una limitación. La decisión de no tomar los rostros de las víctimas de la violencia para preservar sus identidades, por razones de seguridad, puede parecer un elemento que juega en contra de las aspiraciones de un documental –además del riesgo de parecerse a esos informes televisivos en los que se ve a las víctimas de espalda y al entrevistador de frente-, y sin embargo no. La cámara elude el quietismo de la entrevista y solo por momentos muy breves recurre a esa secuenciación televisiva. Mientras las voces discurren los detalles de la historia o de un diálogo que se sostiene entre víctimas y policías o trabajadores, la cámara reconduce la imagen hacia un territorio dominado por el fragmento. A veces es el hombro de la mujer, a veces las piernas, a veces los pies. En algún caso, colándose entre los apoyacabezas del asiento de la camioneta, se atisban fragmentos del cuello, una parte mínima de la cara. El cuerpo de la víctima no desaparece del todo sino que se fragmenta, y su identidad se diluye en la condición de víctima, pero sin reducción a lo numérico, sino a una pertenencia a un universo específico. De la misma manera, la película avanza durante poco más de ochenta minutos. Si los cuerpos son apenas fragmentos, los recorridos de las diferentes historias –algunas desarrolladas en paralelo-, se vuelven igualmente fragmentarios, despegándose de la linealidad de la secuencia explicativa. De esa manera, Línea 137 exige del espectador que cierre esas aberturas, que complete el cuadro con aquello que no se ve, pero debe intuirse.

De manera similar, los abusadores y golpeadores quedan fuera del campo visual. Son apenas la referencia de los relatos orales, una ubicación imprecisa en un determinado espacio de la ciudad: ellos no tienen lugar en una película que elige contarse –y mostrarse- desde el territorio de las víctimas. Hay, sin embargo, un momento en el que esa violencia aparece como una situación latente, la que demuestra su poder incluso en su invisibilización. Cuando las dos trabajadoras visitan a la pareja de personas mayores cuyo hijo los ha atacado, mientras hablan con ellas, por detrás se mantiene la figura de un hombre que no habla pero está allí, y de otro hombre que junta una serie de elementos en un bolso. Son las mismas trabajadoras las que describen la situación como amenazante, como una presión ejercida por alguien ajeno a la situación pero que parece estar interviniendo de manera directa sobre su presencia. Es quizás esa precisión para elegir el recorte de su objeto lo que hace del documental una pieza valiosa, más que lo que surge de lo discursivo o del relato de las víctimas. Es el hallazgo de los elementos específicos, los detalles que diferencian a unos de otros, lo que lo valida como necesario. Manteniendo el equilibrio para no caer ni en el tremendismo victimizador ni en el optimismo de la acción, pero a la vez permitiendo que fluya, una y otra vez, la ruptura de ese ambiente laboral complejo –el llamado para desear un feliz cumpleaños, el trabajo casero de una de las asistentes pintando, otra que dice, después de atender a una mujer mayor, “con lo que yo necesito una abuela así”- que no recarga las tintas sobre esa violencia que no se elude, pero que está siempre en presente.

Calificación: 6.5/10

Línea 137 (Argentina, 2019). Dirección: Lucía Vasallo. Guion: Marta Dillon. Fotografía: Fernando Marticorena. Montaje: Martín Blousson. Duración: 82 minutos. Disponible en Cine Ar.

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