Si me preguntasen qué me lleva a Portugal, respondería enseguida y sin dudar: me llevan las películas, me lleva el cine. Me lleva la Lisboa misteriosa de Raúl Ruiz y los cielos del Tabú de Miguel Gomes, con sus mujeres solitarias, llenas de pasado. Me llevan las cenizas y las brasas de Manuel Mozos, su bosque incendiado, su cine en ruinas. Me llevan los mundos frágiles de Rita Azevedo Gomes y la luz de John From. Pero me lleva, fundamentalmente, un plano; mejor dicho, dos planos, o, mejor dicho aun, lo que sucede entre ambos, que no es otra cosa que un corte. Un corte que lo cambia todo.
En Singularidades de una chica rubia, Manoel de Oliveira tomaba a la ciudad desde un plano fijo y general. Detenida la cámara allí durante unos segundos, la imagen pasaba de la noche al día y viceversa. Dos planos, entonces, que capturaban lo mismo; dos planos donde la intervención de la luz lo cambiaba todo. De día, la luz natural, propia del mundo; de noche, la luz de la ciudad, propia del artificio.
En ese límite casi indiscernible entre realismo y ficción, en ese parpadeo donde el mundo se aclara o se oscurece de repente, hay algo que invita al abandono y al goce de las imágenes, algo que nos captura por completo. En La cámara lúcida, Roland Barthes llamaba a esto “Punctum”, y se refería a esa especie de azar que en una foto nos despunta al tiempo que nos lastima y nos punza. La película de Manoel de Oliveira no lastima ni punza, pero sí despunta. Y es ese detalle, donde las palabras se vuelven imprecisas porque la imagen lo arrebata todo, lo que justifica el cambio.
El movimiento está allí, entre esos dos planos fijos. El parpadeo es del cine pero también de nosotros. Entre esos dos planos fijos algo se movió. Se movió la luz y se movió el tiempo. Me moví yo.
Lisboa es como ese parpadeo. Los colores pasteles de las casas y los edificios durante el día, de noche se vuelven blancos, resplandecientes. Los techos rojos de las casas en los barrios altos, de noche se vuelven espesos, profundos, casi negros. Las calles angostas, laterales, repletas de escalinatas, desembocan en otras calles completamente distintas: si uno camina por el boulevard de Avenida da Liberdade y mira a los costados puede encontrarse con la fachada frontal de una casa amarilla y, en la calle siguiente, dar con la circunferencia de una plaza que se eleva. Así en cada calle. De esa irregularidad, de esa “vasta y colorida masa de casas que constituye Lisboa” hablaba Fernando Pessoa en su guía de la ciudad, pensada para el turista, encontrada entre los papeles de un baúl que el poeta guardaba casi como única pertenencia, luego de su muerte.
Supongo que la sugestión visual, provocada por el aspecto cambiante del paisaje, incide sobre la percepción del ojo, y es tal vez por esta razón que creí ver en varias de las películas del DocLisboa, que se realiza por decimocuarta vez en la ciudad, en varios de sus protagonistas, la ubicación dentro de ese tiempo fugaz del parpadeo. En ese límite difuso parecía moverse Oleg y sus raras artes, la película de apertura del festival, entre la consonancia y la disonancia del piano del zar Nicolás II al que sus manos, convertidas en monstruos ancestrales gracias al recorte del primer plano, parecían atacar con furia como si se tratara de un palacio sitiado por una invasión extraterrestre.
Oleg, un hombre delgado, vestido de negro, con una boina bordó y zapatillas deportivas, también negras, y con unos ojos abismales que ya no miran sino que recuerdan, sólo tiene una certeza: sabe que la música clásica va a morir y que los árboles de su jardín seguirán creciendo después de que él ya no esté. Oleg tiene noventa años, detesta la formación de los conservatorios y la estructura musical a la que estos apuntan, pero aun cuando parece perdido, cuando se deja ir sentado al piano, es completamente consciente de su espacio. Es dueño de sí mismo y del entorno. Camina por el palacio con la serenidad de un rey. Se detiene y piensa; lo vemos alejarse y cuando parece que lo vamos a perder, vuelve a detenerse como si recordara algo, se acerca a la cámara y habla, pero nunca mira. En esa serenidad de su cuerpo envejecido, que sólo se desencaja cuando sus manos se desprenden y atacan con vehemencia las teclas del instrumento, existe un dominio feroz de la escena. La película termina cuando él dice basta.
Algo similar ocurre con Angélica Liddell y su tragedia filmada por Manuel Fernández-Valdés. También de negro, también extremadamente delgada, su campo de acción es apenas la superficie de la sala donde ensaya sus obras. En busca de la belleza, transita la sordidez del mundo con dignidad y la traduce en una furia interpretativa de sí misma. Angélica siempre es Angélica. No interpreta a nadie más que no sea ella. Su exposición ante la cámara es replicada por el espejo que cubre el ancho de la sala. Así, se convierte en una mujer atrapada entre espejos, entre reflejos que la llevan al abismo; siempre la vemos moverse a través de ellos, nunca más allá. No hay afuera, no hay otro exterior más que el de los carteles de fondo blanco, que ocupan todo el plano y sobre los que se imprimen las notas de su diario personal. En ellos la artista plasma su desdén por la realidad, a la que encuentra tan vasta y a la vez tan vacía como el fondo de esos carteles. En la luz Angélica se desvanece y se pierde; en la oscuridad se deforma y crea.
Esa visión trágica de la existencia es vomitada por Angélica y esparcida como la tierra sobre el escenario. Es ella la que, al igual que Oleg, anuncia que el rodaje ha terminado. Otra vez un personaje consciente de su reino, en este caso un territorio espejado, una línea frágil que es borrada y desechada para siempre sin razón aparente. Lo que sigue ya es otra película, o ni siquiera eso. Acaso la reflexión del cine sobre su condición de registro de lo singular y la eventual derrota ante aquello que, más temprano que tarde, siempre termina escapándose.
Por eso los mundos de Oleg y de Angélica son tierras habitadas por una sola persona, que no son otras que ellas mismas. Sus mundos nunca van a juntarse, porque de hacerlo acabarían por eliminarse mutuamente. Son seres inabordables, que transitan sus fronteras de representación de manera anárquica, con un lenguaje propio, donde el cine logra penetrar hasta cierto punto, pero hay una ajenidad que es inhallable, una forma del otro imposible de aprehender.
A diferencia de la película de de Oliveira, donde en más de una ocasión el parpadeo de la cámara convierte a la noche en día y al día en noche, el parpadeo de estas criaturas tiene la característica y el poder de borrar el presente y de amenazar con destruir el futuro. Son parpadeos fatales, movimientos que agrietan el mundo en lugar de reconstruirlo.
En la increíble Ama-San, Cláudia Varejão entiende que el límite es irrepresentable, que lo que liga a sus mujeres protagonistas con lo metafísico y lo sagrado no puede capturarse sino apenas intuirse. Entonces opta por mostrar lo que sucede a un lado y otro de esa creencia. Lo que queda afuera es la transición, el proceso de aprendizaje, la adquisición de un conocimiento que trasciende a las palabras y mucho más al cine, que remite a un tiempo pasado de tradiciones orales, de prácticas rituales, lejos de todo registro técnico y parcial.
Unas mujeres japonesas, adultas todas, se sumergen en el mar en busca de abalones, almejas y todo tipo de fauna marina que sea comestible para luego venderla en el puerto. Una vez concluida la tarea, las mujeres se reúnen y celebran, cantan y beben. Ríen. Agradecen que la pesca haya sido buena. Rezan. Rezan antes de embarcarse y rezan luego; le piden a su dios y a la ciudad, que también comprende el mar, encontrar abundancia en el camino. Luego agradecen por lo recibido. Ese es uno de los dos tipos de planos, de los dos tipos de escenarios que Ama-San muestra. El otro encuentra a estas mismas mujeres en sus tareas domésticas, criando a sus hijos y nietos, festejando sus cumpleaños, llevándolos a practicar deportes, etc. Los hombres casi no participan de la película: o son niños o están abocados a una tarea única y específica, como manejar el barco que lleva a las mujeres mar adentro. No hay transición entre un espacio y otro, no hay viaje. El corte en este caso nos niega el acceso a la sabiduría. El cine llega tarde a su encuentro, acaso deliberadamente, acaso consciente de sus limitaciones, que no hacen otra cosa que exponer la incertidumbre sobre lo filmado.
La misma incertidumbre que reflejan las caras de las mujeres que protagonizan A cidade onde envelheço, de Marília Rocha. Incertidumbre que es un viaje interno, puro movimiento interior donde el cine apenas tiene espacio para observar, a lo lejos, en un plano general, su concreción material en un avión que despega y se pierde en el cielo rumbo a Lisboa, de donde Teresa vino para visitar a su amiga Francisca en Belo Horizonte; hacia donde esta última ahora huye. Una amiga llega y la otra se va. En el breve tiempo que pasan juntas, Rocha configura los cuerpos y las caras de esas mujeres en direcciones opuestas: lo que en una es pura predisposición a lo que pueda suceder, en la otra es pura contención; lo que la noche despinta en la cara de Teresa, el día lo maquilla en la cara de Francisca; sin embargo, no hay reproches ni descontento. Ambas se aceptan y se quieren. Ambas, a su manera, se mueven. Se trata de dos mujeres trazando el mapa de sus vidas a partir del desconcierto, de lo que no tienen, de lo que no saben. El avión en el que Francisca parte, añorando el mar, las calles, los olores de Lisboa, representa la misma posibilidad de encuentro, de hallarse a sí mismas, que el auto que Teresa logra hacer arrancar sobre el final. Desde su título, la película de Rocha remite a un espacio que nunca es conjugado como una certeza, que nunca es dado por seguro. Hay una ciudad, sí, pero lo que falta es el arraigo a ella, darle una entidad, nombrarla para sentirla propia.
En las películas contadas en base a una relación epistolar, el movimiento de la luz y el tiempo se hicieron más evidentes pero, a la vez, la reconstrucción de esas correspondencias dejó entrever la imposibilidad de representar, desde el presente, los acontecimientos del pasado. En este aspecto, fueron dos las películas más interesantes: Cruzeiro Seixas, as cartas do Rei Arthur, y Correspondencias, de Rita Azevedo Gomes.
La primera, dirigida por Cláudia Rita Oliveira, mostraba la relación entre el hombre que le da título a la película y Mário Cezariny, ambos artistas plásticos, ambos figuras centrales del surrealismo portugués, ambos poetas. Sin embargo, no hay un solo pasaje de la película en el que se resalte esta característica. Los trabajos de los artistas son mostrados pero jamás se explica nada, jamás se da cuenta de su importancia o de lo que representaron para la época. Oliveira elige concentrarse en las cartas enviadas por Cezariny a Cruzeiro Seixas a lo largo de unas cuantas décadas. Lo sorprendente es que no hay correspondencia. Cezariny sólo habla a través de sus cartas, su voz es esa; Cruzeiro Seixas, en cambio, se adueña de la cámara al tiempo que se anula a sí mismo. Su obra, nos dice, son documentos sobre el no vivir, sobre el no ser. Razón que explica que no haya devolución en las cartas. Oliveira hace una película sobre la obsesión de un hombre por otro a lo largo del tiempo, sobre una relación obsesiva que incluye el amor y el odio, y que crece y cae a través de las palabras. De la elocuencia al balbuceo, de la pasión volcada en el papel a la distancia del encuentro personal. Cuando la película encuentra a Cezariny en el presente, se lo ve en sillas de ruedas, un tanto perdido, reconociendo el rostro de Cruzeiro Seixas con las manos pero sin emitir palabra alguna. Las imágenes nunca llegan a transmitir lo que las cartas expuestas en pantalla pretenden decir. El torrente de palabras del pasado tiene su deriva en un presente enmudecido. El nombre de la película le corresponde a Cruzeiro Seixas, pero lo que importa es lo que sucede del otro lado, con el hombre que erige como rey a la persona que más ama y más odia.
En la película de Azevedo Gomes, como su título indica, sí hay correspondencias. Se trata de las cartas intercambiadas entre los poetas Jorge de Sena y Sophia Andresen a mediados del siglo XX, pero, al igual que Oliveira, la directora muestra la complejidad de representar lo dicho en ellas. Los procedimientos de Azevedo Gomes son notables, porque aun cuando las cartas son claras y los acontecimientos pueden seguirse cronológicamente, la estructura de la película expresa todo el tiempo un sentido indescifrable, un orden que no hace más que resaltar el caos, que atenta contra la interpretación. Las voces de los poetas son moduladas a lo largo de toda la película, pero la mayor parte del tiempo son las voces de los actores las que recitan las cartas y los poemas. Son ellos los que se reúnen e intentan entender esa relación de amor y amistad para luego interpretarla desde los parlamentos. Azevedo Gomes documenta el proceso de trabajo, lo pone en pantalla, interviene sobre las imágenes para recrear otro tiempo, para intentar atraparlo, pero todas esas intervenciones, sumadas a la heterogeneidad de las voces de los intérpretes, no hacen más que poner de manifiesto un nuevo fracaso del cine en su condición de aparato omnipotente capaz de representarlo todo, capaz de generarlo todo.
Los documentales de este DocLisboa, al menos los que yo ví, casi todos protagonizados por mujeres, revelaron, bajo sus formas de actualización del presente, el pulso trágico del melodrama. Las películas de Oliveira y de Azevedo Gomes son melodramas de la pasión, melodramas sobre la distancia y el exilio, sobre las palabras y el silencio. Las tragedias de Oleg y Angélica obedecen al repliegue de los personajes sobre sí mismos, son ellos los que se cierran al mundo, los que se alejan. Las mujeres buceadoras de Ama-San sostienen en soledad, día tras día, un equilibrio provisorio con la naturaleza. Teresa y Francisca se mueven en busca de una ciudad que aún no tiene nombre, buscando conjugar la fragilidad de sus cuerpos con una tierra que se vuelva patria, que se vuelva hogar.
Es esa fragilidad de los mundos representados entre los límites de la ficción y el documental la que, en algún punto, termina moviendo y cambiándolo todo. Es esa fragilidad, casi imperceptible, la que nos mueve a nosotros, la que me mueve a mí.
Lisboa es como su cine, como el cine que me llevó hasta ella. Por supuesto que hay otra Lisboa y otro Portugal, más oscuro, más denso, directores como Pedro Costa o Sandro Aguilar se han encargado de mostrar ese costado, pero lo que a mí me movió es el parpadeo diminuto pero determinante de la luz sobre la ciudad, el destello que nos parte la mirada para revelarnos otros modos de percepción, otras formas del viaje.
Pessoa le informa al viajero que, viniendo por el río Tajo, en la orilla izquierda, “el conjunto de casas se agrupa animadamente sobre las colinas. Ahí está Lisboa”. Esas colinas son las que filmó Manoel de Oliveira, esas casas. Ahí es donde su protagonista se enamoró a primera vista de esa chica rubia y singular. Lisboa es como esa chica, y yo también me enamoré de ella.
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