Hasta hoy pensaba que Tabú es de esas películas donde cada uno de sus planos nos recuerdan porqué nos gusta tanto el cine. Pero ahora, luego de ver la primera parte de Las mil y una noches, pienso que cada uno de los planos del cine de Miguel Gomes nos recuerdan esa placentera sensación. Y esto tal vez se deba, por un lado, a esa nostalgia del presente que remite, incluso desde los títulos de las películas, a mundos pasados y mejores o, al menos, a mundos donde el riesgo, la aventura y la pasión se imponen sobre la cercanía rondante de la muerte.
Todas las películas de Gomes son paraísos perdidos y actuales donde los personajes buscan, acaso con desesperación, restituir mediante el artificio algo de ese estado ideal y romántico anterior a la tragedia. Por eso el Tabú del título, y el subtítulo indicando la primera parte de la película, se imprimían sobre la oscuridad de las butacas de un cine donde sólo parecía estar la señora Pilar. Esa escena, y el prólogo inicial con la historia del cazador que recorría largas distancias tratando de encontrar a su amor perdido, para terminar finalmente entregándose a los cocodrilos, buscando así eternizar su pasión melancólica y volviéndola mítica, será la que luego le dará sentido al relato de Ventura. Porque allí también estará la señora Pilar escuchándolo, y las imágenes traídas por el recuerdo del hombre serán tanto parte su memoria viva como fruto de la imaginación de quien oye ese relato.
Frente al mar, el mundo parece no tener límites. Esas voces en off que se escuchan apenas comenzada la película hablan de viejos astilleros, de tiempos de felicidad vinculados a la vida y el trabajo en el puerto. Esos tiempos hoy se han vuelto críticos, el astillero está a punto de desaparecer y sus trabajadores se organizan para defender no sólo sus puestos de trabajo, sino su lugar en el mundo. Desde allí, desde una cámara en permanente movimiento que nunca se calma, otra voz en off alerta sobre la invasión de avispas que amenaza la existencia de las abejas y, por lo tanto, la producción de miel de toda la región. Estos datos son reales, y el propio Gomes anticipa el problema aclarando que no podía hacer una película de ficción eludiendo estas situaciones.
El proceso de realización se ve dificultado, la realidad se cuela e impide la creación. Ante la crisis, el director desaparece, huye espantado. Su equipo lo busca. De aquí en adelante la película se arma a partir de la ausencia y la distracción, porque sin darnos cuenta, y porque acaso estamos esperando que comiencen a narrarse las historias clásicas que el título de la película sugiere, ya hay dos relatos puestos en marcha, el del astillero y el de las avispas, relatos que no llegan a su fin pero que crecen en dramatismo, a punto tal que se llega a imaginar un mundo dominado por las avispas. Gomes narra sin que se note, narra antes de empezar a narrar, y ese es uno de los varios méritos de esta primera parte de Las mil y una noches.
Cuando el director reaparece, lo vemos con su cuerpo enterrado en la arena, a punto de ser juzgado por su equipo, puesto que si no se filma no hay trabajo, y si no hay trabajo no hay dinero. Ante la inminente sentencia a muerte, Gomes les propone, cual Scherezade, contarles una serie de historias horrendas. Allí comienza un juego de cajas chinas que parece infinito. Realidad y mito se funden para actualizar una situación política y social del Portugal actual. Las historias que se cuentan, nos informan los carteles, están basadas en hechos ocurridos durante fines de 2013 y comienzos de 2014 en las ciudades de Vianna del castillo y Resende. Es el propio Gomes quien, con el fin de evitar el destino fatal, cuenta las historias que Scherezade le contaba al visir con el mismo propósito. La comedia domina el tono general de las imágenes, pero es la voz en off la que contrarresta esa textura agregándole dramatismo. La cruza desconcierta por momentos pero al mismo tiempo se vuelve encantadora: tragedia del relato, entonces, pero comedia de la imagen. Poética del pasado, absurdo del presente.
La maquinaria puesta a rodar por Gomes nos hace olvidar que es él quien narra para no morir historias de una mujer que también narraba para no morir. Así, por la película desfilan hombres hechizados que, orgullosos de su nueva virilidad, olvidan sus cometidos políticos; gallos que cantan en la noche y anuncian un destino amoroso y fatal que ya se adivinaba en las calles de la ciudad, iluminadas por luces de neón que simulan pequeñas fogatas; sindicalistas con el corazón acelerado y muchachas punks que celebran el año que se va con un baño de desempleados en el mar y con la certeza de que el año que viene no puede ser peor que este. Al igual que en Tabú, donde un cocodrilo melancólico se volvía testigo del romance prohibido entre Aurora y Ventura, aquí es un gallo el que habla y justifica, frente a un juez que sabe interpretarlo, su canto a destiempo en la madrugada. Ese aspecto lúdico e inverosímil de la película, que nunca deja de estar atravesado por la alegoría y lo social, es el que hace de la representación amorosa un juego de niños. Por eso la pirómana enamorada, consciente de que quien le disputa el amor de su amado Rui es una niña bombera, prende fuego los campos noche tras noche, en señal de amor eterno. Por eso el gallo no es comprendido a tiempo y sobreviene la tragedia.
Lo lúdico e inverosímil también está presente en esa ballena varada en la playa que pareciera decidir explotar por voluntad propia y arrojar peces y sirenas agonizantes antes que ser rescatada demasiado tarde por las autoridades.
Esta primera parte de Las mil y una noches comprende a las películas anteriores de Gomes. La musicalidad de La cara que mereces se combina aquí con el aspecto documental y nostálgico de Aquel querido mes de agosto para acentuar la fatalidad de un presente insoportable y a la vez inevitable, el mismo que llevaba a los personajes de Tabú a buscar en el pasado las luces de un paraíso perdido para siempre. Y la inquietud que sugiere el subtítulo de la película bien puede aplicarse a la personalidad huidiza del director, ausente con aviso aunque presente desde el fuera de campo, como a lo imprevisible e inestable de un dispositivo formal que, si bien se anuncia desolador y encantador para la segunda y tercera parte respectivamente, nunca apuesta por el camino seguro, nunca da por cerrado nada ni concluye nada, nunca se atreve a terminar, porque acaso lo único que resta es seguir contando para salvarse, aunque sólo sea por una noche más.
Las mil y una noches, volumen 1, o inquieto (As Mil e Uma Noites: Volume 1, O Inquieto, Portugal/Francia/Alemania/Suiza, 2015), de Miguel Gomes, c/Miguel Gomes, Adriano Luz, Carlotto Cotta, 125′.
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