Hugo Santiago Muchnik no utilizaba su apellido para su actividad artística. Apenas si conozco los datos de su biografía, menos aún las circunstancias de su vida y sus elecciones personales. Hablo de él desde la visión (a veces reverencial) de algunas  de las películas que integraron su notable filmografía. Sin embargo arriesgo que la elección de su nombre artístico pudo ser, junto con su viaje definitivo a Francia en 1959 (un avanzado de la colonia argentina que se instaló allí durante los sesenta y setenta), una forma de cortar lazos e iniciar una nueva vida sin nombre, o con uno amputado de su apellido en aquel lugar del mundo, Europa, de donde provenían sus antepasados. Su padre, Pedro Muchnik, fue un exitoso productor de televisión y ocasionalmente de cine, en aquellos mismos años en que Santiago inició su diáspora (su hermana Ana María condujo durante muchos años Buenos días/tardes mucho gusto, un programa destinado a las amas de casa que tuvo gran éxito y se emitía por Canal Trece. Proartel, la firma de Goar Mestre propietaria de ese canal, produjo en 1969 Invasión).

Es sabido que a poco de su llegada a París Santiago comenzó a trabajar como asistente de Bresson. Un judío de formación ecuménica formándose junto a un artista católico escolástico, solitario y ajeno a su época. Un sudamericano, un argentino en París, tan diferente a nuestros vergonzantes millonarios que humillaban a los franceses tirando la manteca al techo durante la primera posguerra mundial. Un argentino que siguió la tradición del exilio artístico en la “Ciudad Luz” como Gardel, como Cortázar o Héctor Biancciotti. París todavía era la meca de nuestro futuro y nuestras fantasías y Santiago un hombre culto que en el fin de la posguerra y el auge del antiperonismo llegaba a la ciudad de los sueños. No sé si Santiago, como Gardel, Cortázar o Bianciotti, como Juan José Saer, Eduardo Arolas, Copi y tantos otros, pudo alcanzar los suyos.

Sé en cambio que, como todos los nombrados, murió en París; cruel destino sudamericano, cruel pero tal vez deseado y entrevisto al comienzo del viaje. En todo caso Hugo Santiago fue el pionero de la última oleada de artistas argentinos que buscaron su identidad artística y personal en París; luego de él, mezclando las necesidades personales con el exilio político y cultural, llegaron Edgardo Cozarinsky (las obras de ambos están emparentadas por lazos tan profundos como las diferencias que les dan identidad a cada uno), Eduardo De Gregorio y, el más mesurado, recoleto y subvalorado Alberto Yaccelini. Si bien es cierto que, en términos artísticos, todos fueron solitarios, convidados de piedra a una fiesta, París, que ya había terminado sin que nadie lo advirtiera. Sartre y Camus brillaban en La Coupule a fines de los cincuenta, pero la brújula había girado y marcaba hacia el sur; la revolución cubana y toda la agitación política del sur del continente atraía la atención del mundo, encabezado por la misma Francia que al efecto aún marcaba las tendencias (Sartre y su Huracán sobre el azúcar, bendiciendo la revolución cubana); el mejor correlato artístico de esa revolución de los tristes trópicos fue el boom literario sudamericano, gestado entre el Caribe, Barcelona y París.

¿Qué podría aportar  entonces a esa marejada calenturienta y felizmente informe un joven sudamericano crecido junto a Bresson, un asceta fuera de todo tiempo y moda, “un revolucionario en lo artístico y un conservador en la vida” según dijo, no textualmente, Paul Schrader? Podía aportar lo que hizo, una película antigua que adelantaba a su tiempo: Invasión, filmada discretamente en Buenos Aires en 1969, el año del Cordobazo. En Invasión, Buenos Aires es Aquilea, una ciudad borgeana y fantástica cuyo mapa, como en El rigor de la ciencia, el cuento del propio Jorge Luis Borges, podría ocupar todo el tamaño de la ciudad que menta. Está casi demás decir, por sabido, que Santiago compartió el guion de su primera película con Borges y Bioy Casares y que los dos están presentes con sus marcas autorales y sus preferencias. Invasión es Borges con sus conspiraciones secretas, sus hombres de cuchillo, sus éticas y traiciones. Bioy se apunta con la muerte de Lebendiger, entregado por una mujer, destino que él conocía pero que prefirió afrontar en pos de su último deslumbramiento femenino. ¿Fue entonces Invasión el regalo que dos escritores célebres y amantes del cine hicieron a un artista novato? Nada de eso, Santiago elige y absorbe con calma y premeditación a sus guionistas y sus respectivos mundos; es suya la puesta en escena ascética y ceremonial que tributa tanto a su maestro Bresson como a Jean Pierre Melville en escenas ritualistas y estáticas que evocan el soplo oriental de El samurái y anticipan la posterior El círculo rojo. Es suya la elección del blanco y negro (notable fotografía a cargo de otro argentino expatriado: Ricardo Aronovich) y la banda de sonido que intercala los diálogos con misteriosos rugidos, alaridos o cantos de  pájaro fuera de sincronización, capaces de alejar toda pretensión de realismo. Es elección de Santiago la música de Edgardo Cantón que sintoniza hasta el final todo el clima de misterio y paranoia por el que transitan los personajes. Y es suya la elección de la Milonga de Manuel Flores, que reúne a Borges con Troilo, perfecta simbiosis cultural, dialéctica engañosa hecha síntesis en una película. Invasión es la Argentina, como las simultáneas películas de la trilogía fundante de Favio, Crónica de un niño solo, El Romance del Aniceto y la Francisca… y El dependiente (que también se estrenó en 1969), o como el cine de Lucrecia Martel. Invasión preanuncia la tragedia argentina de los setenta y se transforma en cine político por otros medios.

La obra posterior de Hugo Santiago, apenas conocida en su país, mantuvo su cosmopolitismo y su cinefilia tanto como su muchas veces inadvertida marca argentina en el orillo, Los otros (1974) nunca estrenada en Argentina y vista en la retrospectiva que le dedicó el Bafici en el año 2000, también tenía guion de Borges y Bioy y era esta vez una perfecta película francesa sobre la subjetividad de un hombre que quiere explicarse el suicidio de su hijo. El juego del poder (Ecoute voir, 1979) travestiza a Catherine Deneuve como una detective escapada del cine negro clásico; María Bethania del Brasil (2001) es una tumultuosa y bellísima cohabitación de Santiago con la impar cantante brasileña, en donde su voz se mezcla con la voz en off del propio Santiago, invasiva, emocionada hasta el llanto y el insulto, alejando por una vez la banda de sonido de alaridos y rugidos desfasados, armando un mosaico caótico de la caótica Latinoamérica.

Pero fue Las veredas de Saturno (1986) la otra película esencial de su filmografía. Escrita esta vez en colaboración con Juan José Saer y Jorge Semprún, está filmada en París pero es una película fantástica como todas las de Santiago y como la mejor tradición artística argentina. El bandoneonista Rodolfo Mederos es un músico exiliado que se cruza con el ¿fantasma? de Eduardo Arolas por las calles y cementerios de París. El clima y la puesta en blanco y negro (como siempre Aronovich) evocan a la Aquilea de Invasión, París es una Buenos Aires barrial acunada por los bandoneones de Mederos y Arolas. El exilio es una imposibilidad no solo política, no se puede volver a un lugar que ya no existe o que solo existió en la fantasía del artista. El improbable eje París-Buenos Aires es una construcción fantástica más, una nostalgia inventada. Buenos Aires, o Aquilea, o Argentina no existen más. Pero quizá tampoco exista Francia y el único sentimiento posible y fundador sea la nostalgia que lleva a la muerte y la fantasmagoría.

Hubo más películas, El cielo del Centauro (2015) coescrita con Mariano Llinás, de casi inadvertido estreno en Argentina. A su muerte Santiago preparaba el último opus de su trilogía, sugestivamente se iba a llamar Adiós, una despedida que no pudo concretar. Tal vez la incompletitud sea el sello adecuado para su obra pendulante entre dos mundos, Europa y Sudamérica, pero también entre la fantasía y la hipotética realidad. Hugo Santiago, nacido en Buenos Aires en 1939 y muerto en París en 2018, fue el último eslabón de una de las más válidas tradiciones culturales argentinas: anhelar el afuera pero sin poder abandonar nunca el adentro, el yo del hombre que «ha nacido en Buenos Aires, argentino hasta la muerte» y que encuentra en esa excentricidad la diferencia de su mirada y la audacia bastarda de su arte.

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