Que las secuencias de desnudos, felaciones, sexo grupal o sadomasoquismo de Nymphomaniac no los conduzcan a pensar mal. La gente en pelotas no es más que un señuelo: golosina tramposa donada al aparato promocional de festivales, programas de televisión, revistas y sitios especializados –no tan buenos como este, por supuesto– que en poco y nada se condice con la verdadera sustancia de esta obra, en la que Von Trier explora la frontera oscura de los placeres del cuerpo, el vasto territorio extramuros ubicado más allá de las puertas de la sexualidad “natural”, “normal”, “sana”, “feliz”. Eufemismos todos para escamotear este otro término, mucho más preciso: “oficial”. Así como hay disidentes políticos, ¿por qué no habrían de existir también en materia sexual? Eso es Nymphomaniac, la historia de la ninfómana Joe, una disidente, un paria, una “excluida del gran mercado de la buena chica”, en palabras de Virginie Despentes, dispuesta a reivindicarse como sujeto, a salir –de verdad– de la posición subsidiaria a la que Occidente relega a la mujer, a su versión de la mujer. Supongo que más de uno que andaba a la pesca de algún chichoneo onanista, pajas tersas, softporn, detrás de los afiches promocionales con las caras de las estrellas en pleno éxtasis –Charlotte Gainsbourg, Christian Slater, Uma Thurman, Willem Dafoe y la lista sigue–, se habrá llevado un lindo chasco. Dos episodios de hora y media cada uno para terminar descubriendo que, a su manera retorcida, Nymphomaniac no es otra cosa que un cuento moral, cuya genealogía se emparenta mejor con las disquisiciones lúbrico-filosóficas de las novelas de Sade o los episodios eróticos del Decamerón, que con los productos seriados de la industria pornográfica, hard y soft. En lo malo y en lo bueno, von Trier no se corrige más.
Resulta obvio que la película me gustó, aunque dudo que la opinión sea unánime: el sexo es un terreno cenagoso para las artes, demasiado proclive a los malentendidos, a la vulgaridad y al usufructo comercial. Intento imaginar, ahora, las hipotéticas declaraciones de Vieytes, de Silva, de Gros, de otras plumas aliadas de HLC y tiemblo (de miedo, de indignación, de anticipación). De Vieytes, en particular, recuerdo un texto en el que le dio con un caño a la, para mí, extraordinaria La vida de Adèle –dijo que era más aburrida que chupar un clavo– y del juicio sumarísimo e irrefutable que le hiciera, sobre una mesa café, a Steve McQueen –dijo algo así como que a todas sus películas les pasaba la misma pátina grasosa por encima–, cooptado por Hollywood con la pobrísima 12 años de esclavitud, pero salvado para toda la eternidad con Shame. En más de un sentido, Shame, en la que McQueen saca de la jaulita de circo en la que Hollywood guarda a ese tigre de dientes de sable que es Michael Fassbender y le asigna como partenaire al minino aterciopelado de Carey Mulligan, él un yuppie adicto al sexo, ella, su hermana, igualmente enferma y engañosamente vulnerable, ambos pura tensión incestuosa, podría leerse como la contracara perfecta de Nymphomaniac. Frente a la hondura metafísica y flagelante de los nórdicos, el asunto es abordado desde el costado masculino, anglosajón, pragmático, explícito. Si el problema número uno de Fassbender en Shame radica en cómo evitar acostarse con su hermana, quien siempre lo ronda, lo hostiga, lo solicita, es decir, en cómo controlar en la práctica y efectivamente su deseo (patológico) de empalarse a todo lo que camina, el conflicto que moviliza a Joe es de índole netamente filosófica. Se resiste a encorsetar su subjetividad dentro de los parámetros restringidos que se le asignan por el mero hecho de ser mujer –“quizá mi único pecado es pedirle más al atardecer. Más colores espectaculares”, explica– y ataca uno de los blancos predilectos de condena social, el de la sexualidad. Su cuerpo, y especialmente sus genitales, son el arma con que responde a la munición gruesa de la opinión de los vecinos, los colegas de trabajo, los terapeutas, otras mujeres, otros hombres. No necesita que nadie le diga cómo debe gozar. Se caga en ellos. En pleno despertar sexual durante su adolescencia, junto a una amiga escribe en una pared: “MEA VULVA, MEA MAXIMA VULVA”. El gigantesco nudo gordiano de la cuestión femenina, como se cansó de repetir De Beauvoir, se resume en un solo concepto: soberanía. En romper las cadenas con que los hombres, como casta dominante, han sometido, desviado, limitado, cooptado (por ejemplo, a través del contrato matrimonial) el devenir sujeto de la mujer.
Desde un punto de vista argumental, Nymph(o)maniac –a veces, lo verán escrito así, con una grafía que vagamente evoca la genitalidad femenina– presenta la estructura clásica de un relato principal, enmarcando muchos relatos subsidiarios, como pasa por ejemplo en Las mil y una noches. Con la nada insignificante diferencia de que Joe (Stacy Martin/Charlotte Gainsbourg) no es la típica Sherezade y su interlocutor, Seligman (Stellan Skarsgård) no tiene nada que ver con un sultán. Decía, entonces, que el relato marco transita más o menos por estos andariveles: en una fría noche de invierno, Seligman se encuentra a una mujer en un callejón; nieva y en una primera ojeada, parece golpeada, aunque todavía no sabemos cómo ni porqué ni por quién; tirada en el suelo, Joe exhibe las marcas de la agresión física, pero también el abandono con que yace allí, hace pensar más en el semblante del durmiente o del amante exhausto que en el sino trágico de las víctimas; y en rigor, nuestra heroína casi parece satisfecha con su situación, con su ¿castigo? Desde el pavimento mojado, mira de reojo a Seligman que le ofrece llamar a una ambulancia, acompañarla a alguna parte, hacer algo por ella, pero ella sólo quiere una taza de té y Seligman, entonces, decide llevarla hasta su casa, para que se asee y descanse. Seligman, describámoslo de una vez, es un viejo asexuado, que todo lo acepta y todo lo comprende, en cierto modo, el oyente ideal. Seligman es culto, paciente, extremadamente curioso; lee mucho, siempre fue virgen y sus únicas pasiones son las (aparentemente) frías pasiones intelectuales. Seligman vive en un departamento austero –en realidad y en más de un sentido, una celda monacal– y acomoda a Joe en una pequeña cama, donde con todo el tiempo del mundo ella procederá a contarle los pormenores de su biografía. El monje y la puta, el confesor y la mujer de mala vida: el cuadro suena demasiado prolijo para ser real y con Lars von Trier jamás podría serlo. Pero por suerte para nosotros, Joe procede a contarle su vida, entera, sin ahorrarse nada, desde el descubrimiento del placer genital como un juego en la infancia a la relación con su padre (Christian Slater), desde su primer encuentro sexual y su primer amor (Shia LaBeouf), al reconocimiento de su condición de ninfómana y la búsqueda de nuevas experiencias y parejas, etc., etc. Cada nueva experiencia suscita un capítulo –“el pescador completo”, “Jerôme”, “delirium”, “la señora H”–, cuyo sentido algunas veces se circunscribe al relato mismo pero muchas otras guarda una pequeña enseñanza: acerca de la naturaleza del deseo, sobre las trampas del amor, sobre el autocontrol y la conquista de la propia subjetividad. Sin embargo, a menudo Joe se encuentra demasiado metida en la historia y ocupada en afirmar su autonomía frente a las circunstancias como para interpretar la esencia última de cada episodio y allí entonces está Seligman para extraer las conclusiones y aportar algún datito interesante sobre la sucesión Fibonacci o las técnicas de la pesca con mosca.
Así, en una primera mirada superficial, Seligman actuaría como el reflejo invertido de Joe, teoriza aquello que Joe practica. De hecho, es él quien, hacia el final de la película, produce el simple giro de perspectiva –tan evidente, tan en la cara, que me avergüenza admitir que no se me cruzó por la cabeza mientras la miraba– que pone las cosas en su lugar. Seligman le dice a Joe: nada de esto resultaría chocante, si vos hubieras sido un tipo. La suya habría sido una historia más, apenas atípica, apenas fuera de lo común, disculpable en todos sus excesos. Pero como sabemos desde Nietzsche para acá, no hay pasiones que nos dejen indemnes y la hipertrofia de lo mental casi siempre es el bozal que utilizamos para acallar los impulsos de la carne. Por caminos turbios, la mente termina abrevando en el cuerpo, que es fuente y cauce y todo, y se las dejo picando para que no dejen de ver la película.
Nymphomaniac (Dinamarca / Alemania / Francia / Bélgica, 2013), de Lars von Trier, con Charlotte Gainsbourg, Stellan Skarsgård, Shia LaBeouf, Jamie Bell, Christian Slater, Uma Thurman, Willem Dafoe, Connie Nielsen y Stacy Martin, 117’ (Vol.1), 123’ (Vol.2).
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