Sin preámbulos que atemperen el salto, se insta al espectador a zambullirse en el corazón del relato que enmarca la vida de un hombre detrás de las bambalinas que funcionan como límites de todo su universo. Futuro, modernidad, velocidad. Los ritmos vertiginosos instaurados por la era de las comunicaciones, sobre todo a través de la evolución de las computadoras personales, se reproducen en las miradas esquizofrénicas que la cámara esgrime, ya sea para defenderse, ya sea para escapar.
El blanco y negro de las imágenes de archivo abre la película presentando declaraciones de Arthur C. Clarke acerca del futuro de las computadoras. La ciencia ficción se ha constituido como tal soldando máquinas imaginarias a futuros desconocidos, que, vale aclarar, muchas veces han pasado del plano ficcional a la realidad (pensemos, simplemente por dar un ejemplo, cuánto le debe la ciencia a la inventiva de Verne) y es esa misma creación demiurga la que encarna Steve Jobs. Los lanzamientos de los tres grandes dispositivos ideados por Jobs (Macintosh, NexT e iMac) son las guías de referencia que delimitan el accionar del personaje principal, desde donde se desenvuelve entre conflictos, aciertos y aprendizajes moralizadores que oscilan de manera centrípeta entre sus diferentes facetas: como creador, como empresario y como hombre social (se destaca su relación con la paternidad). Esta aglomeración entra inevitablemente en conflicto pues artista, administrador y padre se manifiestan como fuerzas en choque, de entre las cuales domina el hambre del genio creador. Jobs se piensa constantemente en relación a Bob Dylan, a Stravinsky, entendiendo su función no como un intérprete de la música, sino como el director de la orquesta. Y de esa manera se presenta ante el público (interior a la película y exterior, es decir, nosotros, espectadores): la relación más importante es la que guarda de forma silente con las butacas que preceden incluso su imagen a la del protagonista de la biopic.
Las dificultades laborales dan el puntapié para un esbozo más allá del hombre al frente de una compañía, y lo retrotraen durante breves instantes al plano de la infancia donde se forma el carácter de un sujeto aislado por efecto del abandono. Los mismos conflictos son los que lo salvan de las aguas del drama personal: en las escenas donde el flashback hace asomar el dolor del pasado social, el personaje se concentra en los planeamientos de la presentación en marcha. Es a través de sus creaciones que se puede relacionar con la hija, resultando así la exoneración del megalómano creador a partir de hacerlo acreedor de ciertos sentimientos afectivos, de humanidad. Porque esas tres fuerzas que convergen dentro de Jobs lo hacen de la misma forma en la que buscaba que se presentara la computadora de Apple: compacta, como un sistema cerrado y perfecto, donde nada se establece de forma aislada sino que se moviliza dentro de un circuito continuo. Para poder adaptarse al mercado, iMac finalmente se resigna a abrirse a dispositivos periféricos, de la misma manera que, para mantener la lozanía del envión inicial, los empellones dramáticos descansan en las inyecciones de humor. De esta forma, el alivio salvador va siempre de la mano de la creación, sin fundar un ídolo inmaculado en su genialidad ni un opresor al borde de la locura, sino simplemente un hombre.
Steve Jobs (EE.UU., 2015), de Danny Boyle, c/Michael Fassbender, Kate Winslet y Seth Rogen, 162’.
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