Metok es una joven tibetana que desde hace años estudia budismo y medicina tibetana en la India. Su madre le reclama que regrese porque la necesitan para ayudar a dar a luz a una mujer en su pueblo. En esas líneas puede resumirse el planteo narrativo de Metok (Solá, 2021), la película. Es, a su manera, una película de viaje, en tanto el regreso al Tibet constituye la mayor parte de su hora de duración. Pero el desafío que encierra Metok es más complejo: cómo se hace una película de viaje en la que el paisaje pierda importancia. Cómo se construye un recorrido en el que solo importa la presencia del personaje.

No hay soluciones sencillas a esos planteos. En Metok se elude la diferenciación espacial (ver, por ejemplo, la similitud en el plano en que vemos a Metok por primera vez y el de la tía que canta una canción cerca del final) y el impulso de tarjeta postal (los planos de sutura entre escenas es no más que la pantalla en negro, incluso en el relato inicial del sueño). La India de la que parte Metok es un enorme fuera de campo del que solo parece rescatarla la escena en la que atraviesa las campanas buscando la casa de Samten. Pero incluso allí, su recorrido es laberíntico, difícil de establecer cuando la cámara la sigue en su movimiento. El espacio en ese movimiento se enrarece, pierde sustancia, tiende a una abstracción. Algo similar ocurre con las imágenes del monasterio: antes que el entorno, la cámara se concentra en primeros planos que trabajan sobre el movimiento coordinado de las manos, de la manipulación de los instrumentos. El clima está allí, en ese detenimiento de la mirada que se desplaza de la contemplación amplia, al detalle que recupera lo distintivo, lo que no estará en ningún otro lugar.

Una escena resume ese espíritu de la película. Metok encuentra finalmente la casa de Samten quien podría guiarla en su retorno a Tibet. Pero allí, la escena se resuelve con un plano fijo de Metok habitando con su contraparte en fuera de campo: ni la casa de Samten ni Samten mismo constituyen más que una presencia fantasmal, algo que está allí pero que la cámara no puede (¿no debe?) ver. Esa sensación se prolonga especialmente en el primer tramo del viaje: no vemos el barco que la lleva por el río, de la misma forma que el viaje en tren solo permite ver un juego de luces y sombras que se proyecta desde el interior hasta el entorno cercano.

Esa escena en la casa, sin embargo, establece una dimensión temporal interesante. Cuando Samten le dice que no puede ir con ella, comienza a relatarle el recorrido que deberá realizar: el tiempo entonces, se acelera y comprime dentro del relato oral que anticipa el viaje. Una concepción del tiempo que la puesta en pantalla del viaje, tiende a diluir desde la imposibilidad de restablecerlo con algún nivel de precisión. ¿Cuánto dura el trayecto en el barco? ¿Cuánto en el tren?. El recorte y las elipsis –la película se desinteresa particularmente por señalar los puntos de partida y de llegada que pudieran recuperar esa noción temporo-espacial- ponen en cuestión el tiempo transcurrido. Y es quizás la secuencia del cruce a través de la caverna la que contiene esa indiferenciación de manera más concreta. Desprovista de toda relación con el exterior, en la oscuridad casi total, Metok pierde toda referencia del espacio y del tiempo. La cueva es, entonces, más que un pasaje, un descenso, un retroceso hacia un mundo en el que solo puede existir el presente y los cuerpos que lo transitan.

Si la secuencia de la caverna aparece como el único momento en el que las peripecias del viaje adquieren cierta dimensión, lo hace a costa de romper con la perspectiva del riesgo que se plantea en el relato original. No hay intención de convertir al personaje en una especie de heroína que logra superar las dificultades que se le presentan. A cambio, lo que se impone es la visión del guía: “Pensar y esperar antes de aventurarnos”. Como un reflejo de la posible mirada de ambos, una breve secuencia de imágenes muestra un pueblo de montaña, la presencia de camiones militares, pero la distancia que establece el registro, tiende a alejar la sensación de peligro que ello implica. Un esquema similar al que se reproduce en el momento en que finalmente Metok interviene en el parto de la mujer. Con la cámara focalizando en el rostro de la parturienta, pero sin exagerar sus sensaciones y dolores y con Metok fuera del campo visual. De nuevo, todo heroísmo posible queda disuelto. Metok no es más que la misma joven que partió de la India para ayudar a una mujer a traer a su hijo al mundo y cuya importancia queda relegada ante el hecho en el que participa. Por eso, lo que vemos de ella después de todo lo ocurrido, es un plano en el que, frente al espejo, se lava las manos y la cara. La señal de haber cumplido con su trabajo, con el objetivo de sus estudios y con la comunidad de la que surgió.

Metok (Argentina, 2021). Dirección: Martín Solá. Guión: Martín Solá, Francisco Márquez. Fotografía: Gustavo Schiaffino. Edición: Lorena Moriconi, Martín Solá. Duración: 61 minutos.

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