Una cabeza que habla es una fuente de pensamientos. De ideas. Circulan como palabras internas, sin el sonido de la exterioridad. Algo que se piensa y no se dice. Hipótesis inicial: no entender todo lo que se ve y escucha lleva a elegir el silencio, a callar. La boca, entonces, muda. Estamos en los finales de la década del 80 cuando esa circunstancia abraza a la narradora. Es la Argentina de la hiperinflación, del descalabro final del gobierno de Raúl Alfonsín. Para el discurso es, sobre todo, el tiempo de la Caravana de la Esperanza, ese cinismo (visto a la distancia) con el que el futuro presidente de la Argentina, Carlos Saúl Menem, bautizó su campaña. Ese es el momento en que la narradora decide (¿decide?) partir.

Hipótesis siguiente: se llega a un país que se desconoce, cuya lengua no se comprende. Entonces, la boca, muda otra vez. No es solo el pasaje de lo latino a lo sajón: es pasar de realidades que parecen –solo eso, parecen- opuestas. “Irse de un país que amenaza con desintegrarse y llegar a otro que celebra la unión más deseada”, piensa, la voz callada. De la Argentina de Menem a la Alemania unificándose tras la caída del Muro de Berlín. Más que eso, la sensación más poderosa es ese planteo de que no hay lugar donde llegar ni donde ir. Los espacios se vuelven iguales, sin diferencias. Esa distancia que vuelve a plantearse entre el pensamiento y su exposición también en Berlín. “Intentar hablar sería como saltar sobre el fuego”. La boca muda permanece a un lado y al otro lado del océano. Solo las razones son diferentes.

La cabeza es la que persiste. Las palabras siguen brotando en el idioma de origen. Atraviesan las imágenes del otro país, las del pasado y las del presente. Es un discurso reflexivo que pone en relación a los dos países. Los aúna en el fracaso de las expectativas; los dispersa en la planificación (“Acá se exige ser capaces de medir el diámetro del futuro (…) cómo se desarrollará lo que vendrá”, dice, y es imposible pensar esa frase para la Argentina). Las observaciones se vuelven, luego, personales. Planean sobre el significado de la migración y dentro de ella, la búsqueda de una identidad propia. La definición es precisa: migrar implica una metamorfosis. Pasar de una pertenencia (no cuestionada, dada desde el nacimiento) a una actualización que propone el desarraigo. En ese camino no hay más que preguntas, dudas, como, por ejemplo, la idea del hogar que se lleva dentro. De allí que el planteo sea el de una lucha: por igualarse, dice, “lo que se dejó, lo que ya no está y lo que es”.

El discurso, en verdad, se bifurca. La cabeza habla y su idioma es personal, aunque esté puesto en palabras escritas en la pantalla (la forma de poner en escena la mudez de la boca). Hay una boca que habla, pero está despersonalizada y funciona como constructora del relato histórico. La voz no expresa ideas, sino que acompaña el recorrido del documental por los archivos históricos que atraviesan la política argentina y alemana desde 1989 hasta 2003. Una sola interrupción en esa decisión: cuando se plantea que se está seleccionando lo que sucede en el lugar del que se fue y al que llegó. Y que puede pensarse como la crónica de una decepción compartida, de fracasos diferentes y en diversos niveles que señalan a la esperanza como un bien que se desvaloriza rápidamente. Mientras ese discurso de la voz impersonal hace su recorrido que inevitablemente se vuelve angustiante –de la debacle de un país entero a la disolución de los proyectos de los socialismos europeos- la otra voz, la que enmudeció, se desplaza entre lo melancólico y la tristeza. Las dos líneas de ese discurso están teñidas por la muerte y la intolerancia, como si señalaran que, al fin de cuentas, no son tan distintas. La decisión de regresar supone el cierre de la hendidura que abre el desarraigo. Pero es ese el momento en el que se descubre que ni siquiera los recuerdos que despierta el olor de una naranja podrá recuperar a aquella que alguna vez fue.

Cabeza parlante, boca muda (Argentina, 2024). Guion y dirección; Matilde Michanié. Fotografía: Matías Iaccarino, Mariano Maximovicz. Edición: Hernán Fernández. Duración: 62 minutos.

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