No sé si esta película es inofensiva o, más bien, todo lo contrario. Basada en el best seller infantil de Marcus Zusak, la historia se desarrolla en la Alemania nazi y concentra toda su acción en una pequeña y fantástica calle llamada Heaven. Sus habitantes son alemanes angloparlantes que solo usan el «und», «da» y «mama» o «papa» cuando hablan, y también parecieran escribir y leer en inglés. Pavada de detalle en una película que pone el énfasis en la importancia del lenguaje y la palabra de forma constante, para dar paso a un producto lingüísticamente globalizado, como si no fuera posible respetar el idioma original del lugar donde transcurre la historia, cosa que sí hicieron tanto Rossellini en Alemania año cero, como Quentin Tarantino en Bastardos sin gloria. Habrá que ver, entonces, qué hacen con las imágenes.
Esta co-producción germano-estadounidense busca calmar conciencias, pero termina dejándonos con dudas nada tranquilizantes. Cuando terminé de verla y empecé a unir las piezas pensé en qué efecto puede llegar a tener sobre un adolescente local, no tocado en primer plano por la historia, lejano a aquella cultura y aquel tiempo. La inocencia -algo oscura y extraña- que patenta la puesta en escena revela su costado perjudicial en las desprolijas elipsis que nos dejan sin respuesta ante inevitables interrogantes provocados por esos fuera de campo visuales y narrativos, convenientes incluso para sostener que aquella coyuntura no tuvo responsables directos, sino meras víctimas circunstanciales de uno y otro lado. Esos huecos que se prestan a ser rellenados con las peores conclusiones ponen en evidencia un discurso, si no malintencionado, absolutamente ignorante y, a decir verdad, la última es la peor de las opciones. Es ahí donde no la encuentro inocua.
Tratándose de un producto para púberes, tiene un comienzo intenso e inesperado, que termina lavándose en una meseta dramática que dura casi toda la película, hasta sus cuatro finales, cada uno peor que el anterior, como si se pretendiera borrar con el codo lo escrito con la mano. Ladrona de libros no se hace cargo de ninguna posición ideológica (por esto quiero decir que tampoco condena, por omisión, los estragos de un régimen totalitario) eliminando singularidades y desdibujando la lógica binaria de buenos y villanos. Esa equidad deriva en un conglomerado de personajes poco definidos éticamente. Se trata de una fábula abúlica sobre la clase media políticamente neutra.
Lo que sobrevuela esta porción de Europa es una Muerte bastante boluda que, voz en off mediante, expresa una fascinación incomprensible por una nena que no presenta rasgos verdaderamente destacables (o al menos el guión y la puesta no logran resaltarlos). Si quieren ver a Sophie Nélisse, vean Profesor Lazhar, donde se luce y en la que, además, chicos inmersos en un contexto político complejo no implican un discurso insustancialmente conciliatorio. En este caso, Sophie vuelve a transitar una relación cómplice con otra figura paternal, interpretada por el británico Geoffrey Rush. Liesel aprende a leer de su mano, roba algún que otro libro de la biblioteca personal de un burgomaestre (algo así como un intendente que no queda demasiado claro para qué lado juega, pero sí sabemos que, como mínimo, compartió una cena con el Führer) para leérselos a un convaleciente judío que se encuentra refugiado en su hogar sustituto, más por una deuda moral contraída que por convicciones ideológicas.
He aquí lo interesante: esa Muerte que dice no diferenciar entre unos y otros a la hora de trabajar -si nos guiamos por su relato y por lo que vemos- pareciera haberse cargado solo a unos pocos alemanes civiles, pero nada dice de la panzada que se pegó en los campos de concentración y demás. Breves planos muestran la noche de los cristales rotos pero sin vigor tanático, justamente luego de que otro bellísimo plano nos mostrara a un coro de niños alemanes rodeados de iconografía nazi, como una forma de contrarrestar la culpa de tanta hermosura visual.
En la película ningún judío muere (hablo siempre de lo que se ve y se dice de forma directa) y Max, el refugiado, corre unos pocos riesgos, luego huye del hogar para no poner en riesgo a la familia que salvó su vida, y reaparece en el último de los finales sano y salvo, entero, vivito y coleando. Segundos antes vemos sobre Heaven’s Street una hilera de cuerpos tras un bombardeo. Todos alemanes. Tres de ellos niños. De hecho, el mayor porcentaje de fallecidos a lo largo de la película son chicos, exponiendo la peor de las explotaciones, y no precisamente porque se aborde la muerte de chicos en contextos bélicos, sino porque esas muertes no inscriben un discurso sustentable. Imposible no pensar en el suicidio adolescente de la citada Alemania año cero, precedido por el retrato de una familia empobrecida y desesperada en la reciente posguerra. Ese chico suicida al que sus familiares consideran demasiado joven para ciertas responsabilidades, pero que es lo suficientemente adulto como para comprender cabalmente lo que sucede a su alrededor, funciona como espejo sintomático de un país en ruinas que soñaba otro destino. Curiosidad aparte, es llamativa la réplica que se encuentra en Ladrona de libros del triángulo de chicos que protagoniza la italiana, no sólo por su configuración (una nena y dos nenes), sino también desde lo estético. La gran diferencia es que, en unos, el accionar denota una clara conciencia, si no política, social, mientras que en los de Ladrona de libros no se observa una infancia corrompida por las circunstancias más allá de que se insista en lo contrario.
La primera de las infantes muertes se sucede apenas iniciada la película, y la víctima se trata del pequeño hermano de nuestra heroína, que muere tras un largo viaje en brazos de su madre biológica, una comunista cuyo plan es entregarlos a una familia alemana porque no puede mantenerlos. Esta madre no vuelve a aparecer, ni siquiera escribe a la única hija que le queda. En una charla con Max, Liesel le pregunta: “¿Creés que mi mamá me quiera?”. “Todas las madres aman a sus hijos”, responde el refugiado, “incluso la de Hitler”. Madre descripta como sucia comunista en boca de la aparente bruja malvada del cuento, Rosa (Emily Watson, con un acento ineludiblemente británico), quien, a la larga, como el noventa por ciento de los personajes que habitan esta fábula, termina siendo una buenaza que se hace ver dura dadas las circunstancias. Lo mismo sucede con el burgomaestre (Rainer Bock, a quien ya vimos interpretar a un agente de la Stasien Bárbara, de Christian Petzold) que rescata a Liesel de los escombros causados por el bombardeo. ¿Quién termina criando a la piba? No se sabe ni lo sabremos nunca debido a una elipsis de dos años que no explica nada.
Al final, un plano secuencia recorre un comodísimo departamento con muebles y artefactos modernos, retratos familiares y otros detalles confortables, mientras la voz en off de la Parca nos cuenta que Liesel vivió unos noventa años, formó una hermosa familia (no con Max) y se dedicó a escribir, hasta convertirse en una exitosa autora de best sellers, escritos desde una Apple cuyo logo aparece en primer plano.
Ladrona de libros (The Book Thief (EUA/Alemania, 2013), de Brian Percival, c/ Sophie Nélisse, Roger Allam, Geoffrey Rush, Emily Watson, Rainer Bock, 131’.
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Domingo de despertarse tarde, y en ausencia de Simpsons, dejo la peli que tira Fox. Ladrona de libros pasa ante nuestros ojos de domingo y nos quedamos con más preguntas que respuestas. Por eso busco un crítica y me encuentro con una -justo de Nuria S.- que debería ser de lectura obligatoria al terminar el film, para todo humano que la vea. Es el ladrillo que me faltaba para redondear mis leves reflexiones domingueras -casi pochocleras, sin pochoclo- para completar una paret de cine que de inocente, nada tiene.
Nando maestro! Muchas gracias por leer y comentar. Lamento que hayas padecido un domingo de esta manera. Ya no son lo mismo sin Los Simpson ni Soldán.
Abrazo!