pugni_in_tasca_paola_pitagora_marco_bellocchio_008_jpg_uxsp1. En 1965, después de Locarno, no hubo nadie que no hablara de rabia. A Bellocchio no le gustaba la palabra que desde el comienzo acompañó a I pugni in tasca, su todavía (su cada día más) incendiaria ópera prima. Pero no hay duda de que le quedaba bien. En su momento el balance dio así: Elogios: entusiastas y abundantes. Reparos: más bien pocos, aunque teniendo en cuenta el contexto cultural italiano de los 60 su importancia era indudable. El problema fundamental pasaba por identificar el objeto contra el cual la rabia se ejercía y la posición que asumía el director ante el mundo cuyo colapso mostraba con una virulencia odiosa e inocente, casi que virginal. La película era lo suficientemente poderosa como para poner en suspenso los lugares comunes del juicio ideológico. Pero el juicio ideológico era decisivo y estaba todavía atado a las ideas desarrolladas en la posguerra alrededor del neorrealismo, cuya importancia cultural crecía mientras su influencia cinematográfica perdía peso o mutaba hasta volverse irreconocible. La pregunta por el neorrealismo que alguien hace en 8 ½ no es un guiño y basta: es el testimonio de un director de cine peleando contra su tiempo.

Por eso –en un marco de celebración general- son notables y previsibles los esfuerzos interpretativos por reconducir el shock bellocchiano hacia la Historia y darle un sentido dialéctico, constructivo, como si una negación tan furiosa no pudiera permanecer en ese estado de pura incandescencia en la que Bellocchio dejó que trabajara. Había que redimir ese desastre. Eso dice Mino Argentieri (una de las voces oficiales del PCI) al felicitar al joven cineasta y propinarle enseguida un chirlo progresista, como si le reclamara a la rabia un sentido histórico y una expresión adulta. Y eso discute Grazia Cerchi (de los Quaderni piacentini, una de las publicaciones fundamentales del revisionismo marxista) al decir que Bellocchio está más allá de la crítica de los valores porque lo que su película descubre es que no hay nada que profanar, y que nada puede rescatarse de una materia muerta. Es un modo de resumir el enfrentamiento entre PCI y Nueva Izquierda que estallaría en los años 70.

La misma tensión aparece en otras intervenciones críticas. Si la rabia de I pugni in tasca era una rabia contra la burguesía y podía evitar ser adscripta al anarquismo de derecha, Bellocchio formaba parte del lado correcto de las cosas, incluso cuando su nihilismo resultara objetable o debiera ser tratado como un síntoma de bronca juvenil verdadera pero caprichosa, como sugiere Pasolini (tan cerca en este punto de Argentieri) al asociar a su compatriota con Ginsberg y los beatniks, figuras perfectamente ajenas al universo italiano. La película podía ser un aullido. Justo, poderoso. Pero no más que eso.

Unos años después, con los fuegos del 68, I pugni in tasca encuentra por fin un marco de interpretación (en apariencia) más adecuado. En el momento de su estreno la película se mostraba esquiva porque el contexto que ayudaba a comprenderla todavía no había terminado de formarse. Faltaba el punto que instaurara el sentido. Con la irrupción de los jóvenes radicalizados las cosas por fin quedaban claras: la rabia era el balbuceo brutal de la revuelta. Entonces sí, todo estaba en su sitio.

mostro_1Esta lectura se volvió obligatoria y todavía hoy se repiten algunos de sus lugares comunes. Pero en realidad nunca fue del todo convincente. Es más: suena increíblemente culposa, porque si hay algo que Bellocchio no hizo nunca fue ofrecer imágenes amables o comprensivas de los jóvenes del 68. Por el contrario, fue crítico incluso contra su propio (y muy breve) entusiasmo. Basta pensar en las películas que realizó en años especialmente agitados. Los estudiantes de Nel nome del padre no son hermosos y rimbaudianos sino sujetos disponibles para el fascismo. En Sbatti il mostro in prima pagina no es posible adivinar diferencias profundas entre los faloperos que venden información en la calle y los militantes de Lotta Continua que sufren la persecución mediática y policial. El caso más curioso es el de su película más cercana al sesentaiochismo. En efecto, los jóvenes de extrema izquierda de Discutiamo, discutiamo (su contribución a Amore e rabbia, codirigida con Elda Tattoli) tienen energía y color pero no son menos ridículos que los intelectuales del PCI y los profesores que hablan sobre Benedetto Croce. Vienen del mismo lugar que el joven maoísta de La cina è vicina, aunque el espíritu carnavalesco del cortometraje los beneficia y los libera del rictus siempre serio de su antecesor. Son un avatar histriónico de este último, no la consecuencia política de la rabia de I pugni in tasca.

Hay una cosa curiosa en Discutiamo, discutiamo. Una ironía, un accidente. La frase de Croce que aparece en ese territorio en disputa que es el pizarrón (y en la voz del profesor, que dicta lo de siempre para alumnos aburridos) habla de la poesía y en contra del arte por el arte. No es algo que los estudiantes vienen a contestar. Es algo que comparten. El padre del idealismo italiano dice lo mismo que los hijos burgueses de Mao. Hay por lo menos dos razones para esta coincidencia. Una es que el recorte es brutal y la cita queda suelta, a disposición de juegos y traiciones. La otra, claro, es que en Italia los hijos burgueses de Mao son en realidad hijos de Croce, por más Libro Rojo que lleven encima.

Así que cuando trató con los jóvenes radicalizados Bellocchio fue siempre burlón o brutal. Por eso el Lou Castel de I pugni in tasca no es el prólogo ni la preparación de nada. No acepta un lugar en un orden mayor (el del Autor, el de la Historia). Es una fuerza salida de quicio. Un cuerpo ingobernable que cae a la película desde un árbol, por encima de la pantalla, como un aerolito resistente a las determinaciones, hermoso, aterrador, dueño de una esquizofrenia que no quiere boludeces con Deleuze. Permanece aparte, en estado de combustión perpetua. Esa es su victoria. El resultado de semejante tembladeral es un cine de la demolición absoluta, cuyos restos no son reutilizables, y al que el propio Bellocchio volverá solo para mantenerlo lejos. La de Ale / Sandro (ni el nombre está entero) es una rabia pura, sin objetivo, imposible de reducir a los motivos que pueden proponerse para explicarla y contenerla. Es anárquica. Una posesión y un baile macabro. En una escena alguien habla de Hobbes. Bellocchio filma desde más allá del contrato. Desde ahí donde termina todo.

“Y si hay alguna moral, esta es la moral del desastre.” (Leopoldo María Panero. “Infierno y paraíso”).

gli-occhi-la-bocca-279453lAdemás de rabia, la otra palabra a la que todo el mundo recurría en 1965 para entender a Bellocchio era Bertolucci. Tres razones: la edad, el talento y el ánimo generalizador que nunca falta. Y una cuarta, más importante: cuando una película detona (y nunca en Italia una película detonó así) es comprensible ir en busca de algo que nos ayude a entender de dónde viene. Prima della rivoluzione parecía tener una clave. Pero una clave negativa, que solo iluminaba diferencias. Es lógico: Prima della rivoluzione e I pugni in tasca son películas antitéticas. Para decirlo con las palabras justas: son películas enemigas. Todo se repele. Cuatro diferencias entra tantas otras: 1) La neurosis de Bertolucci es europea. La locura de Bellocchio es pueblerina. 2) Ahí donde Bertolucci trata de hacer trabajar conjuntamente marxismo y psicoanálisis, Bellocchio los convoca y los incendia, patea sus restos y hace muecas, como Buñuel en El ángel exterminador pero a los gritos, al modo trance epiléptico. 3) El protagonista de Bertolucci se pregunta cómo ser de izquierda siendo parte de la burguesía. El protagonista de Bellocchio no se pregunta nada porque no hay proyecto que pueda encarnar ni reconocer. 4) Bertolucci hace que Fabrizio se afilie al PCI porque reconoce en el partido una figura paterna. Bellocchio escribió y finalmente descartó una escena en la que Ale iba a una reunión del partido en busca de respuestas que por supuesto no encontraba. La no realización de la escena es comprensible. No hay referencia contra la cual medir la rabia. No hay nada que la canalice, nada que la haga productiva.

Todavía más.

La rabia de Ale ni siquiera es estable o progresiva. Es fundamentalmente tanática, como las noticias que le inventa a la madre en la escena (genial) de la lectura del diario. Pero su expresión alcanza momentos excitantes. La fiesta destructiva que sigue al matricidio y al velorio más infame de la historia del cine es de una felicidad enferma y encantadora. Ese júbilo negro es maravilloso. Pone la película en un lugar que le pertenece de manera absoluta. Un crimen, un velorio y un carnaval. No es porque nos permite entender metafóricamente algo de la Italia del momento, o porque anuncia lo que sucederá unos años después, cuando el parricidio se haga lugar común, que el asesinato de la madre resulta todavía hoy decisivo e imborrable. Es porque nos ofrece la posibilidad de celebrar el crimen de lo sagrado, y armar una pira con las cosas que quedan, e imaginar que podemos, aunque más no sea por un rato, desprendernos de la cultura.

Lo que viene después del matricidio entusiasma y asusta. No incluye culpa, ni dolor, ni respeto por la muerte. Es un gasto de energía enferma. Una liberación que dura lo que su ceremonia, y nada más. El reverso exacto de la escena del baile, tan tímidamente antonioniana, donde Ale es un extraterrestre.

2. Con el 68 queda a la vista una crisis generacional profunda que en Italia será más larga y más intensa que en cualquiera de los otros países de Europa. Por entonces Bellocchio se convierte en una referencia cultural, no tanto por las películas con las que efectivamente reflexiona sobre la insurgencia juvenil como por el fantasma de I pugni in tasca y la figura esplendorosa de Lou Castel, que parecía haberse quedado con Ale y lo llevaba de acá para allá: de la comedia ultranegra (Grazie zia) al western spaguetti (Requiescant), de las películas de la Cavani (Galileo, Franceso d’Assisi) a alguna de Chabrol (Nada). Resultado: en el cine italiano, después del 68, todo veinteañero en problemas con la autoridad parece recordar a Ale. No importa la forma que su inadecuación asuma. Rebelde, zarpado, militante, delincuente: las figuras se solapan todo el tiempo y atraviesan el cine de manera horizontal, armando nudos fascinantes e imposibles entre Tessari y Bellocchio, entre Lenzi y Antonioni, entre Petri y Bolognini. En Nel nome del padre las cachetadas que intercambian al comienzo padre e hijo son el marco general de la rebeldía. En Una farfalla con le ali nsanguinate un personaje dice: “Cómo cambia el mundo. Hasta hace unos años estas buhardillas eran el lugar de la servidumbre, ahora son el lugar de los jóvenes rebeldes con cuenta en el banco”. Son dos películas de los primeros 70. La de Bellocchio entra fácil en la categoría cine de autor. La de Tessari es más esquiva: tal vez un giallo de arte y ensayo. Importan por igual. Juntas lo muestran: como tema en foco o comentario suelto, en el cine italiano de los 70 los jóvenes revoltosos aparecen por todos lados.

3033aUn arco entre muchos posibles, dibujado en los nombres: en 1969 Bellocchio, Godard, Pasolini, Lizzani y Bertolucci filman los episodios que componen Amore e rabbia. En 1974 Mario Bava filma Cani arrabbiati. Definitivamente, los chicos no estaban bien. Lo decían el cine de vocación artística y el exploit. Basta repasar unas cuantas películas de aquellos años (tarea hermosa, dicho sea de paso): los jóvenes son siempre criaturas de riesgo, para sí mismos o para los otros. Hay que tratar de entenderlos, educarlos, reconducirlos o eliminarlos, sin dejar jamás de aprovechar su fotogenia. En Liberi armati pericolosi (Guerrieri, 1976) los tres protagonistas son pura indolencia y tánatos; lo único que se puede hacer con ellos es bajarlos a tiros. En Imputazione di omicidio per uno studente (Bolognini, 1972) un juez renuncia y dice: “Quiero entender por qué hay tantos jóvenes contra nosotros”.

Ya en el 74 Goffredo Fofi -que participó en los guiones de La cina è vicina y Sbati il mostro in prima pagina– hablaba de una moda de la contestación. Bellocchio no la siguió nunca pero intentó capturar su ocaso.

3. Resumo.

Buena parte del cine italiano de aquellos tiempos (buena parte del cine europeo moderno, para ser justos) gira alrededor de una enfermedad espiritual de la burguesía: la anomia por sobreintegración. En los 70 sus escenarios fundamentales fueron el cine de autor y el poliziottesco (Bellocchio se movió cerca de ambos en Sbati il mostro in prima pagina). Allá, la anomia juvenil aparece como neurosis y a veces (las menos) como fuerza política transformadora. Acá, como riesgo a conjurar, de ahí las abundantes fantasías de derecha que terminan por conformar un cine del orden, no exento de ambigüedades y grandes películas. Pasa un poco con los arrabbiati lo que con los angry young men ingleses: parecen condensar una iconografía y un espíritu de época. Pero su modo de existir en el cine es completamente distinto. Lou Castel es Richard Burton en estado de punk (y sin tics teatrales).

Sigo.

Bellocchio terminó con todo esto en los años 80, y para hacerlo tuvo que volver una vez más a I pugni in tasca.

En el hermoso final de Gli occhi, la bocca (una película subvalorada incluso por su propio director) vemos a Lou Castel tirado en el baño, demolido, necesitado de ayuda. Poco antes consoló a su madre. La rabia fue. Castel interpreta a Giovanni, el actor que hizo de Ale en I pugni in tasca y que vuelve a su casa familiar para el entierro de su hermano gemelo, que se pegó un tiro. En un momento ve un cartel pegado en la calle que anuncia la proyección de la película en un cineclub. En la misma pared se ven pintadas políticas. El juego de plano y contraplano (el Lou de antes, el Lou de ahora) cifra el paso de la rabia a lo que ni siquiera es posible llamar derrota. Dos planos de muerte: como si Bellocchio filmara el final de algo que no empezó nunca. Más adelante Giovanni le dice al personaje de Ángela Molina: “Los directores no me llaman más. Porque engordé. En serio. Por muchos años me llamaron porque hice el 68. Si necesitaban un rebelde, un tipo lleno de rabia, un sujeto antisocial me llamaban a mí. Me había convertido en un carácter, casi en una caricatura. Yo pensaba: ‘Antes o después algo cambiará’. Pero pasaron los años y nada cambió. Ni siquiera yo. Pasé de moda. Tu generación no sabe que existo. Y está bien. Es justo”. Es un parlamento fundamental para entender no solo lo que piensa Bellocchio en 1982 sobre I pugni in tasca sino también algunas de las películas que filmará enseguida, y en las que pondrá en escena jóvenes nada arrabbiati.

locandinaLa clave está en las mujeres. La Wanda de Ángela Molina es la primera aparición (casi un boceto) de la bruja salvadora en el cine de Bellocchio: una mujer joven, hermosa, conectada con fuerzas vitales profundas y sensuales, capaz de rescatar al hombre que sabe recibir su hechizo de un destino de normalidad que alguien en su familia le permite e impone, y que no difiere sustancialmente del que intenta Augusto (el hermano mayor, el único en apariencia cuerdo) en I pugni in tasca. La Maddalena de Beatrice Dalle en La visione del sabba (una bruja literal), la Annetta de Maya Sansa en La balia (una bruja sin poder suficiente) y la misteriosa rubia de L’ora di religione son versiones de la misma figura. Pero su encarnación más perfecta es la Giulia de Maruschka Detmers en Diavolo in corpo, entre otras cosas porque la película cuenta también cómo reconoce su propia fuerza.

El diablo en el cuerpo es para Bellocchio tan importante como I pugni in tasca. La última palabra que se escucha es Creonte, algo perfectamente lógico porque en cierto modo la película confirma su triunfo. No es que no haya Antígona. Pero el orden se impone en todos los ámbitos. La llegada de Lenin a Rusia es un cuento de buenas noches. El poeta que aparece mencionado no es Rimbaud ni Leopardi sino Pascoli, que mucho después, en Vincere, será parte del disfraz que el psiquiatra le recomienda llevar a Ida Dalser hasta que caiga el fascismo (“Vaya a la iglesia, confiésese, comulgue, lea a Pascoli, memorícelo, la Superiora lo ama”). El psicoanalista asume que su trabajo no es el cambio sino la adaptación. Un profesor reta amablemente a un alumno distraído diciéndole que la corte con “esa actitud sesentaiochista”. El terrorista arrepentido escribe versos en honor de la normalidad. En el final, otro profesor dice: “Se puede sobrevivir sin ser marxista”.

Es el puto fin de la historia.

Nadie le cavó en Italia una tumba más honda que Bellocchio (aunque sí una más bizarra: Fulci supo incluir en el cementerio de Paura nella città dei morti viventi la lápida de un tal Marx). Lo notable es que de tamaña demolición el director extraiga un erotismo que hasta el momento no había brillado en su cine tan intensamente. Andrea y Giulia son dos jóvenes burgueses puestos a vivir una aventura de su clase, es decir, la liberación de las figuras adultas que pretenden gobernarlos y de cualquier mandato, incluso el de la contestación. Un 68 de dos: lo que hay es eso. El triunfo de Bellocchio es filmarlo como si no pudiese haber nada más. Basta ver los primeros minutos, la manera en que registra el pelo de los jóvenes y el viento, la ropa, la luz espléndida. Todo esto pasa en El diablo en el cuerpo: el fin de un mundo de mierda, el nacimiento de un mundo de mierda y la irrupción gloriosa de un amor que resiste sensualmente, no intelectualmente, la presión de una normalidad horrible y peligrosamente deseable. Pesimismo radical y luminoso. Bellocchio se pone romántico.

El melodrama llegó (y tal vez no lo esperaba).

Nadie puede aislarse porque la esencia humana se realiza en la comunidad, dice un profesor que dice Feuerbach justo cuando desde afuera del aula Andrea grita el nombre de la mujer de la que está enamorado. La totalidad es Giulia. Lo mismo pasa en la celda del juzgado en la que dos reos cogen mientras se escucha el lenguaje de la ley más burocrático, y todo debe suspenderse. Coitus / Lex interrupta. Al estado burgués no se opone la revolución sino el deseo. O más precisamente: “el coraje del propio deseo”, como dirá poco después un personaje de La condanna (una película lamentable, dicho sea de paso). La sonrisa con la que, justo en el final, Andrea rechaza en la mesa de examen cualquier identificación ideológica (ni pacifista, ni ecologista, ni marxista, ni de Comunión y Liberación, ni de los que le tienen miedo a la bomba) no es para Bellocchio el signo de una frivolidad posmoderna sino el gesto de una potencia pura. Todo está ahí. Lo escandaloso de El diablo en el cuerpo es esto, no el afamado pete, que por otra parte es de una dulzura increíble, y que se opone perfectamente a la paja burocrática que Giulia le hace a su prometido en la cárcel.

Buongiorno,notte4. La historia de I pugni in tasca es en parte la historia de la disputa entre la película y la palabra que intentó atraparla siempre. A comienzos del siglo XXI, la rabia no decía la revuelta sino el crimen político.

En efecto.

Alguna vez Bellocchio dijo que Ale no anunciaba el 68 (cosa que también dijo) sino lo peor de lo que vino luego. Buongiorno, notte es la película para esta afirmación. Los personajes principales son Aldo Moro y sus secuestradores y asesinos, miembros de las Brigadas Rojas. Bellocchio oscila entre la fina interpretación política, la caricatura y el psicologismo más pueril. Acá es brillante, allá un boludo bárbaro. En un momento, uno de los jóvenes, atrapado en los lugares comunes de su discurso, dice: “Por la victoria del proletariado es lícito matar a la propia madre”. Casi cuarenta años después de su debut, Bellocchio quiere que Ale aparezca en la voz de un terrorista. Como si le dijera: “Esto sos. Por fin lo sé”.

La gran escena de Buongiorno, notte es esa en la que los viejos cantan una canción partisana que genera en todos alegría y comunión, no solo porque la lucha que evoca es toda del pasado sino porque es justa, y las armas pueden pedirle a la Historia que las redima. Las Brigadas Rojas no son ni siquiera una farsa. Bellocchio desprecia a esos veinteañeros enamorados de la muerte, atrapados por un bovarismo ciego y criminal. De ahí que aparezcan repitiendo consignas como si fueran conjuros, que se comporten como idiotas políticos y que la televisión misma los boludee, en ese plano finísimo y brutal que muestra los créditos de la miniserie basada en Madame Bovary que la RAI proyectaba en esos días. Los brigadistas leen el Libro Rojo como Emma las novelas románticas o el Quijote los libros de caballería. Pero su alienación no tiene nada de sublime. Bellocchio no les concede nada, salvo la estupidez. Las decisiones que toman en función de su mambo contribuyen al fortalecimiento del sistema contra el que dicen luchar. La película lo señala todo el tiempo. Y por las dudas Moro se los dice.

Todos los discursos que aparecen en la televisión suenan razonables por la sencilla razón de que suenan políticos. No importa de quién vengan. Así de nulas son las Brigadas. Para que las miserias de los grandes queden en evidencia, Bellocchio incluye escenas en los despachos y una notable sesión de espiritismo, con chiste del más allá incluido, que adelanta el tono de L’ora di religione y recuerda ese momento genial de Nel nome del padre en el que los empleados del colegio repiten en sueños frases en latín, como si el catolicismo no los dejara descansar nunca, y uno se sale de la serie (o no) diciendo las palabras del extraterrestre de El día que paralizaron la Tierra (“Klaatu barada nikto”).

Estas emisiones televisivas son parte de un conjunto documental mayor. El uso de los archivos es mucho menos afortunado que en la posterior (y notable) Vincere pero tiene un sentido similar. En los dos casos se trata de enfrentar la Historia con un modo de vida que la niega, aun creyendo encarnarla. La diferencia es que el modo terrorista es infame y el modo madre es sublime. Tanto Ida (la esposa secreta de Mussolini, encerrada durante años en instituciones mentales por el régimen) como Chiara (la única mujer del comando que mantiene cautivo a Moro, y el centro de la película) dicen No. Pero a cosas de distinto orden. Ida no le dice No al fascismo sino a la obligación de subordinar su pasión a la causa y a la imagen del Duce que la causa exige. Chiara y las Brigadas le dicen No a la Democracia Cristiana y al Compromiso Histórico impulsado por el PCI de Berlinguer (que a su vez es un No a la causa revolucionaria que ellas dicen expresar). Son personajes completamente distintos. La posición de Ida es titánica. Resiste todo sostenida por una pasión absoluta, que puede perder a Mussolini pero no a su hijo. La posición de Chiara es dramática. Está en el medio de dos seguridades: la de sus compañeros (que debería ser también la suya) y la del Estado italiano, que sabrá aprovechar el asesinato de Moro para volverse más policial. Vincere es un melodrama. Buongiorno, notte es un viaje al confuso estado mental de una brigadista de 20 años que no lee El capital sino La sagrada familia, y que no puede dejar de encontrar en Moro la imagen de su padre.

oraLo que más le importa a Bellocchio es lo que sucede en la cabeza de su protagonista. Por eso trata de dejar en evidencia los códigos a través de los cuales procesa la información y la crisis que sufren esos códigos a medida que pasa el tiempo. Chiara escucha, piensa, sueña, asocia, lee. Y sobre todo mira. El plano más reiterado de la película es el de sus ojos. Hay un momento, cerca del inicio, en el que viaja en colectivo y una pareja se besa mientras ella espera para bajar. Es un detalle de contexto. Solo eso. Pero más adelante, cuando sus certezas ya no son firmes, ve cómo otra pareja se besa en un auto. Bellocchio filma en ralenti el plano subjetivo de Chiara. Es una revelación. Después de El diablo en el cuerpo es imposible exagerar la importancia de estos segundos. Hay más verdad en ese beso gratuito, mientras Italia se sacude, que en el teatro de la muerte que se lleva a cabo en el departamento donde está encerrado Moro y en los pasillos del poder palaciego, donde los jefes civiles y religiosos deciden que la vida del líder de la DC vale menos que los beneficios que puede brindarles su desaparición. La historia de Buongiorno, notte es eso que pasa en la cabeza de Chiara entre un beso y otro.

5. Sangre de mi sangre es una de las películas más hermosas de Bellocchio. La belleza se debe en parte a la plasticidad de sus imágenes (que citan pinturas que ignoro y me apresuro a admirar). La primera parte, en tiempos de inquisición, es brillante; tiene la tersura y la contundencia de un cuento clásico. La segunda, en la actualidad, protagonizada por un Conde que puede ser un vampiro y que maneja el poder desde las sombras, es divertida y previsible. Como la gratuidad nos parece inaceptable, y aquello digno de admiración debe por lo tanto repudiarla, resulta obligatorio jugar el juego de las antítesis, las correspondencias, las continuidades, las sustituciones y todo aquello que asegure el sentido de unos signos que no deben flotar. Allá es posible hablar de gótico sublime, acá es posible hablar de farsa, acá y allá es posible hablar de Norma y de Deseo. La unidad de la película pasa por ahí.

Por ahí y por Bobbio, ese pueblo de Piacenza, en la Emilia-Romaña, que fue también el pueblo-cárcel de Ale en I pugni in tasca, y al que Bellocchio volvió muy raramente. Es contra Bobbio que Ale piensa en los versos de Leopardi: “Y la edad tierna / estarás condenado a consumirla / en este pueblo salvaje”. Medio siglo después, en Sangre de mi sangre un personaje anciano dice: “Bobbio es el mundo”.

Bellocchio entrega imágenes inolvidables, en parte para que nuestra inteligencia se complazca en reconocerlas, así de seguras son. El mejor ejemplo es el final de la primera parte, con esa bruja que sale de su encierro de años igual de joven y apabullante que cuando entró. Pero toda la película tiene la fuerza de lo reconocible. Nada es nuevo en Sangre de mi sangre (el título lo dice ya). Por el contrario, lo que no pertenece largamente a Bellocchio pertenece a tradiciones bien establecidas, como el relato fantástico. Al mismo tiempo, sin embargo, nada es repetido; ni siquiera aquello que vimos ya mil veces. Pasa cuando lo que podría ser convencional merece ser llamado clásico: el lugar común se vuelve necesidad. Ocurre así en la primera historia. Bellocchio filma una conversación con dos planos de referencia y un montón de planos y contraplanos. Es perfecto. (Es fascista, deberían decir los predicadores, pero ya sabemos que no lo dirán). También la presentación del convento de Santa Chiara es ejemplar. Lo descubrimos por medio de los ojos del que ingresa por primera vez. Es Federico Mai, soldado, gemelo del sacerdote Fabrizio Mai, que acaba de suicidarse (el punto de partida es idéntico al de Gii occhi, la bocca). El juego de contrastes es simple y certero. En el jardín las monjas recogen frutos, en una de las salas interiores una mujer cuelga de los pies. Afuera, un coro de chicas vestidas de blanco cantan angelicalmente, adentro comienza el juicio para saber si Benedetta es una bruja (maledetta, claro), y si fue su influencia diabólica la que llevó al sacerdote al suicidio.

sangredemisangre-810x456Bellocchio ve en la religión un desvarío y el modelo de todo sometimiento; en Buongiorno, notte el católico Moro les dice a sus captores: “La suya es una religión como la mía, más rigurosa, porque desprecia el cuerpo”. Sangre de mi sangre es muy clara en este punto. Las ordalías y la pena que conforman el juicio de Benedetta son atroces. Pero el castigo físico es solo la expresión más reluciente de la barbarie. Para Bellocchio la clave está en la mentalidad que permite y legitima esos castigos. Por eso son también atroces las ideas de las hermanas que alojan a Federico en su casa, atrapadas por una educación que las obliga a luchar contra el deseo, y atroz es el camino que el mismo Federico toma, atemorizado por eso que Benedetta remueve en él y que solo la institución católica parece capaz de controlar (Fabrizio fue más allá, y optó por la muerte). Las llaves que los dos hermanos tiran al río son las llaves de su propia libertad, que la bruja les ofrece y ellos rechazan.

(Es como si solo los varones poshistóricos -los de Diavolo in corpo y La visione del sabba- fueran capaces de elegir el deseo).

También en la segunda parte un tal Federico llega a Bobbio. Esta vez no es un soldado sino alguien que dice ser inspector del Departamento de Propiedades e Impuestos. Lo acompaña un ruso que quiere comprar el antiguo convento (convertido luego en cárcel, lo que para Bellocchio significa: convertido luego en eso que ya era) con la intención de hacer un centro para la recuperación de drogadictos o un hotel de lujo. Es decir: con la intención de lavar guita. Bellocchio distribuye inteligentemente datos de la actualidad política europea sin ordenarlos en un argumento que la tenga como primera razón. Un personaje dice que cuida el edificio para que no lo tomen vagabundos y extracomunitarios. Otro habla de la “sanguinaria policía de las finanzas”. En un momento alguien afirma: “El Estado debe vender para reducir su deuda, lo dicen por televisión”. Todo es transa y corrupción.

Cerca del final, y en eco con las novicias de la primera parte, un coro canta unos versos de “Sul ponte di Perati”, una canción partisana. Es otra reliquia en el cine de Bellocchio, como el 68 y el marxismo. Y es también un guiño a Pasolini, que utilizó la misma canción en Saló. Pasolini privilegia la estrofa en la que se hace referencia a la bandera negra porque en su teatro del horror el fascismo aparece dotado de una autoconciencia decadente que le permite apropiarse también de los símbolos que lo combaten. Bellocchio no usa esa parte. Aprovecha la imagen de la tierra cubierta de sangre y corta justo en el verso “un coro de fantasmas”, que se vuelve fácilmente autorreferencial. El Conde escucha como despidiéndose: poco antes, en uno de esos cónclaves bizarros que tanto le gustan a Bellocchio, otros hombres le dieron las gracias por los servicios prestados (treinta años de paz social, por ejemplo) y lo mandaron a descansar. Lo que pasa en estos segundos es totalmente distinto de lo que pasa en Buongiorne, notte con “Fischia il vento” (su propio y hermoso momento partisano), porque no hay ningún vínculo existencial entre la canción y los que la cantan. Tampoco hay ofensa, como en Saló. Para el coro de Sangre de mi sangre “Sul ponte di Perati” no es distinta de un canto gregoriano.

Parece claro.

Sangue_del_mio_sangue_di_MarcoBellocchio_Lidiya-Liberman_UV_41_1-600x338Desde El diablo en el cuerpo todo lo que es Historia aparece en el cine de Bellocchio como ruina. En este sentido, tiene algo en común con los Straub, con Pedro Costa, con el Marker de La tumba de Alejandro. La diferencia es que Bellocchio no es un cineasta melancólico. En L’ora di religione un psiquiatra habla de sus compañeros de trabajo y dice: “Son todos rebeldes vencidos como yo”. Lo que queda del 68 es esa derrota. Pero en lugar de rumiar la pérdida una y otra vez, hasta encontrar una poesía conmovedora y quieta, como la de Costa, Bellocchio narra liberaciones locales. A veces exitosas, como en Diavolo in corpo, La visione del sabba y L’ora di religione. Otras veces truncas, como en La balia o Sangre de mi sangre. Lo que su cine tiene para dar en materia política es esto: un mundo horrible (el de la normalidad antes que el del capitalismo) y la persistencia del deseo.

El final de la segunda historia, con los patrulleros que tal vez lleguen para detener a los corruptos de Bobbio (y Bobbio es el mundo), es una declaración en favor de la ley. El final de la primera historia, con el cuerpo desnudo y joven de Benedetta, es una declaración en favor del deseo. No se contradicen: se complementan. “La vida es nuestra / vivámosla a nuestro modo”, dice la canción de Metallica que se escucha en el final (y una vez antes) en la curiosa versión de Scala & Kolacny Brothers. La bruja dice lo mismo. Lo sabe bien: sus llaves no terminarán siempre en el agua. En el siglo XXI, justo antes de morir, el conde ve cómo una chica se franelea con su novio sin culpa ni causa. El deseo vence.

Y nada más importa.

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