20140719111532_armandoLa nueva película de Nanni Moretti me hizo acordar de algunas madres que vi en el cine. Las repaso a continuación:

1.

El Hilario Castro que interpreta Francisco Petrone en Pampa bárbara es un cruzado. Su enemigo es el impiadoso indio Huincul, a quien lo ata una sed no tan distinta de la que mantiene al capitán Ahab siempre detrás de Moby Dick. La Historia se juega en la frontera: el peligro y la consecuente imposibilidad de afianzar el progreso no terminarán, dice Castro, hasta que Huincul sea traído “de las cerdas y chorreando sangre del cogote”. Pero lo que se agita en el espíritu atormentado del militar es otra cosa, una ley más esencial que la de la patria. Está escrita en una tumba. Dice: “Madre virtuosa cobardemente arrebatada de este mundo por las lanzas asesinas de Huincul. Ante estos sagrados despojos, un hijo inconsolable juró renunciar a todo hasta vengar tu memoria inmaculada”. En los fusiles de Castro encarnan la Historia y la venganza: terminar con el indio es fundar la nación y cumplir un mandato íntimo, casi incomunicable. Su gesto adusto esconde el dolor que siente.

Alguien le dice una vez: “Usted está libre de las blanduras del corazón y es un soldado de pies a cabeza”. Elogio brutal. Lo segundo es cierto y valioso, pero lo primero es una falla que de una u otra forma pone en riesgo su aptitud y la vida de quienes están a su cargo. Ahab era el mejor de los capitanes y llevó a toda su tripulación al desastre. Castro, que es el mejor de los soldados, bien puede hacer lo mismo, porque su corazón no escucha más que un solo mensaje: el grito de su madre llamándolo justo antes de morir lanceada. La película sugiere que la monomanía del militar es tan bárbara como la conducta de Huincul, y que también a él -hombre de la civilización– hace referencia el título.

Este espectro de paridad (solo eso, un espectro: no hay equivalencia, no se pueden invertir los roles) permite que la oposición entre civilizados y bárbaros vibre por fuera de la tesis sarmientina, que deje de comunicarla con claridad e incluso que se la reconozca y olvide, que para eso ocupa lugares de compromiso, como la voz en off del comienzo y el cartel de cierre. (Los planos de celebración de la caballería que Ford pone al final de Fuerte Apache funcionan de la misma manera: la película es la historia de un tipo que pierde la mesura y termina muriendo con coraje insensato, no un institucional de West Point). La madre en Pampa bárbara es el soporte moral de las acciones severas. Su muerte habilita la intervención, justifica la violencia, lava toda culpa. Antes de morir, ya con la paz y la venganza consumadas (inolvidable el plano de Petrone volviendo con la cabeza de Huincul), Castro es absuelto por el capellán. Cumplió con la madre y con la Historia. Pero su oscuridad le impide seguir adelante, participar de la vida civil, trabajar la tierra, casarse, convertir en madre de una Pampa nueva a la mujer que ama y a la que no atendió porque debía fidelidad a un juramento primitivo.

2.

En la escuela, como parte de un examen oral, la hermana-hija de la protagonista de Salón México (notable melodrama del Indio Fernández) debe exponer sobre el heroísmo. Comienza con una definición del diccionario y luego se detiene en sus distintas formas. Está –dice- el heroísmo del santo, el del sabio y el del patriota. Y un cuarto, no menos importante: “Hay también, escondido y oscuro, el anónimo heroísmo de la madre, que se revuelve abajo, entre la miseria y la desesperación, para dar un lugar en el mundo a sus hijos”.

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Hay decenas de películas que cuentan el sacrificio de una madre: Stella Dallas, Mildred Peirce, Víctimas del pecado. Mamma Roma es la más radical. No es (como las otras) un melodrama sino una tragedia sin coro. Ya no hay comunidad: esa es la intuición atroz de Pasolini. La puta interpretada por Anna Magnani se libera de su fiolo y cambia el pueblo y la prostitución por una casa humilde en las afueras de Roma y un puesto de frutas en el mercado. Todo lo hace por su Ettore, a quien prepara para una vida menos pobre y más respetable; por eso trata de que cambie el vagabundeo subproletario por un trabajo, segura de que ayudará al progreso y la seguridad de su pibe. Con la gran escena del bar, en la que Ettore atiende las mesas y cancherea para que su madre disfrute, la historia parece tocar su cima y comenzar su caída. Pero en realidad todo es hundimiento. Heroína trágica, Mamma Roma lo entiende demasiado tarde. Es cierto que hay momentos de comunión, instantes de felicidad. Pero que el bañista acalambrado consiga aire tres o cuatro veces no quiere decir que no esté ahogándose. En una línea, lo que pasa es esto: en lugar de abrirle paso a su hijo, los esfuerzos de Mamma Roma por elevar sus condiciones de vida terminan empujándolo a la muerte.

Entre otras cosas, la película de Pasolini es una manera original y polémica de tratar la crisis cultural que el milagro económico produjo en Italia, un tema que a comienzos de los 60 era habitual, y sobre el cual también giran Rocco y sus hermanos e I fidanzati (una gran película de Olmi, tristemente olvidada, que invierte el sentido de la migración y muestra a un obrero del norte en el sur). Pasolini aprovecha de manera magistral el barrio en vías de desarrollo, que le permite a la vez el descampado y la ciudad de fondo, como intermedio entre la cultura rural que abandona Mamma Roma y la cultura plenamente urbana que desea. Puesto ahí, Ettore es de nadie. No está libre sino solo. Bruna – la madrecita soltera – lo acompaña y lo deja. Los pibes del barrio lo incluyen y lo expulsan. Su madre le abre un camino y lo condena. Carece de raíces en la tradición oral pueblerina que Mamma Roma pone en escena al comienzo, en el casamiento de su fiolo, y no tiene nada que ver con la Roma letrada. Ettore está siempre en transición, asumiendo posiciones eventuales. Ahora es lumpen, ahora trabajador, ahora chorro, ahora parte de una banda, ahora un solitario cuyas caminatas diurnas riman con las que su madre hace de noche. Solo su condición de hijo retorna siempre.

La historia de Ettore es un calvario, y con su crucifixión termina. En el final, atado a la cama de la cárcel, recibe tres travellings parecidos, desde su cara al plano general, que lo muestran en un escorzo violento. Su imagen evoca la de un Cristo histórico – pobre, italiano, analfabeto – pero su sacrificio no tiene dimensión religiosa. Es una muerte que nada redime. Una catástrofe social intrascendente excepto para su madre. En la pintura de Mantegna que sirve de modelo a estos planos, al lado del Cristo muerto sufren María y San Juan Evangelista. Pasolini deja a Ettore solo, pidiendo por su madre, y termina la película con dos planos sublimes: primero, la mirada que la Magnani lanza contra la ciudad, y después la ciudad misma, ajena a todo, con sus edificios y su arte y sus letras y su historia. Mamá y Roma, una contra otra y plano contra plano, con raccord pero sin continuidad.

4.

Hay muchas madres proletarias. Las de Qué verde era mi valle y The Stars Look Down, por ejemplo. Las dos son parte de familias de mineros pero cumplen funciones opuestas. La madre de Ford es la ternura que su severo esposo esconde. La otra, de una olvidada película de Carol Reed, es su contracara exacta (a su marido, líder huelguístico, le corresponde entonces el rol del progenitor comprensivo). The Stars Look Down es la historia de un obrero que viaja a Londres con el plan de estudiar y retornar a su pueblo como intelectual orgánico de su clase, que se desvía del camino tentado por una mujer y que recupera su conciencia a tiempo. Pero es sobre todo una escena de moralismo proletario prefeminista, en verdad notable. La madre dura sabe de la casa lo que sus varones saben de la mina, y no hay por ello reproche más asfixiante que el que le dirige a su nuera cuando ve que la torta que come no fue hecha por sus manos, que toma el té en la sala, que tiene la cocina hecha un chiquero.

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Pero la gran madre del cine proletario es la del admirable clásico de Pudovkin. El cine soviético más famoso -el que va, digamos, hasta los años treinta: el de las historias de la Revolución- se mueve fundamentalmente dentro del territorio de la épica, o mejor dicho de la novela como épica moderna. El drama íntimo no le es ajeno pero sí algunos de sus supuestos: el predominio de la psicología sobre la sociología, el del individuo sobre el grupo, el de naturaleza sobre la historia. Sus argumentos básicos son dos, igual de apremiantes: la toma del poder y la toma de conciencia. Son siempre triunfos. Indisociables, aunque a veces no coincidan. Los obreros de La huelga y de La madre, por ejemplo, son vencidos en la calle pero preparan el camino para quienes seguirán su marcha. Como todo en el cine soviético se narra desde la victoria y forma parte de su defensa y propaganda, las derrotas resultan dolorosas pero también necesarias. Cada vez que el zar dispara cava su tumba. En la bellota está el árbol y en las huelgas reprimidas la revolución de octubre. Por eso, toda historia es ejemplar. Por eso, siempre es 1917. El poder redime los esfuerzos invertidos en pos de su conquista, les asegura un sentido positivo y un papel en la totalidad. Si hay algo que cada obrero sabía, aun sin saberlo, es que su vida y sacrificio tenían una dirección, y que esa dirección era exactamente la que ahora, desde el poder, narra su vida y sacrificio. Dentro de este marco general, las diferencias entre películas y directores pueden ser enormes. Dovzhenko es bien distinto de Eisenstein y de Pudovkin, los dos grandes narradores épicos, que a su vez son bien distintos entre sí. Basta ver cómo cuentan sus historias. Eisenstein prefiere el movimiento del grupo y la consecuente transformación de la conciencia individual, que puede manifestarse luego como liderazgo (si este aparece antes es que la historia empieza in media res). Pudovkin prefiere el movimiento de la conciencia individual que al agruparse encuentra su lugar de realización plena, como sucede con el campesino proletarizado de El fin de San Petersburgo y con la protagonista de La madre.

Pudovkin filma la toma de conciencia mientras inventa nuevas formas para el cine. Todos los elementos de La madre se agrupan para contar la historia de esta mujer que se convierte en la hija de su hijo y se libera de unas ideas que la oprimen. Pero también la cuentan serialmente. La transformación de su cara, por ejemplo, y la gestualidad de sus manos son cifras de la totalidad. Van del miedo al coraje, del temblor a la firmeza. Lo que inicia su transformación es el dolor de madre: su muchacho está preso, sufre, no importan las razones. En el final, su conciencia es ya de clase, y todo obrero su hijo.

Los primeros planos de Pudovkin son tan gloriosos como los de Dreyer, y tratan también de capturar un espíritu. En la cara de Vera Baranovskaya se ve el trabajo de la casa, la amenaza de su marido borracho, la angustia por la participación de su hijo en las huelgas obreras, la injusticia de la ley, la gloria de tomar el estandarte que hasta hace poco desconocía y avanzar con él en la calle y en la Historia. Algo muy parecido sucede en Mamma Roma, que no tiene nada que ver con Pudovkin. Toda la historia –sus picos emocionales, quiero decir- está inscripta en la cara de Anna Magnani. Va de sus inolvidables risotadas –ese carnaval en que convierte la fiesta de casamiento de su fiolo- al llanto del final, contra Roma y los valores de Roma que ella asumió como deseables. En el justo medio del viaje, la Magnani llora y ríe al mismo tiempo, cuando ve trabajar a Ettore. Lo único que tienen en común las dos películas es que son obras maestras del primer plano materno. El resto es contraste. En Pasolini el hijo muerto pone a la madre frente a su error trágico. En Pudovkin, frente a la lucha obrera que terminará con el zarismo. Mamma Roma es pura desolación. La madre es una sinfonía llena de movimientos: el de la conciencia, el del proletariado, el del río que la primavera deshiela.

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En 1965 se estrenaron dos películas excelentes basadas en novelas de Evelyn Piper: Bunny Lake is Missing, de Otto Preminger, y The Nanny, de Seth Holt. Son dos historias con madres pusilánimes. La de Bunny Lake perdió a un hijo que no sabemos si de verdad existe. La de The Nanny es peor: llora y chupa todo el día, acosada por un pasado que la película nos revela lentamente, y que tiene origen en la muerte de su hija. Mientras la mujer chapotea en la angustia, su otro hijo -Joey, de diez años- se defiende de la niñera interpretada por Bette Davies, que quiere terminar con él como la bruja del cuento con el pobre Hansel (Gretel ya no está). La apatía brutal que muestra la madre –que llega a ser alimentada en la boca por la niñera– obliga al chico a sobrevivir por sus propios medios, y a salvarla también a ella. En el maravilloso y terrible final –con todo en apariencia resuelto- Joey la abraza y le dice que no se preocupe, que él la va a cuidar ahora. The Nanny invierte entonces el argumento de Pudovkin: cuenta la historia de un niño que se convierte en madre de su madre.

7.

Un diálogo de De la vida de las marionetas (un mal Bergman, por cierto): – Tu mamá es una reliquia decrépita del maldito reinado de terror de tu padre.

8.

Tremenda situación la de Chris MacNeil, la mamá de Regan en El exorcista: quien es capaz de todo no puede hacer nada. William Peter Blatty escribió esta historia contra la razón y su tocayo Friedkin la filmó en favor del cine. Se trata de una película rigurosamente católica. Su tesis se desarrolla en tres macrosecuencias: una dedicada al cuerpo, una dedicada a la psiquis, una dedicada al alma. Las más extensas son la primera y la última; la del medio funciona como pasaje y fortalece la oposición entre las otras dos. Hay algo muy claro: los científicos no saben qué está pasando con Regan porque su propia condición se los impide, no porque sean poco idóneos. El único capaz de entender es un cura especialmente dedicado, el maravilloso padre Karras, cuya crisis de fe no debilita sino que fortalece la dimensión religiosa de la película. También tres son los escenarios del horror: la sala de estudios médicos, el consultorio del analista y la habitación de Regan, donde el duelo encuentra por fin sus antagonistas adecuados.

El exorcista puede ser medida con el dogma pero su grandeza no depende de cuán lejos o cuán cerca resulta estar de él. Es antes que nada un notable retrato de caracteres, una lección sobre la morosidad narrativa y un prodigio de elaboración sonora. Todos recordamos los improperios que lanza Linda Blair posesa. Pero la escena más memorable de la película no es la más asquerosa ni la más terrorífica sino aquella en la que el padre Karras espera, cabizbajo como siempre, mientras Chris le plancha su pulóver, vomitado minutos antes por el color verde del demonio. Quienes le achacan a El exorcista un subtexto pro familia y anti autonomía de la mujer tal vez reclamen la escena para engordar sus argumentos: si Chris hubiera estado más tiempo en casa, haciendo sus tareas, el demonio no habría tenido el campo libre. Pero lo que sucede en esos segundos es otra cosa, no una declaración antifeminista. En Jeanne Dielman Akerman filmó las acciones cotidianas como formas de la muerte. En El exorcista, Friedkin hizo que la vida se afirmara para siempre en una madre que plancha.

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9.

La escena de Chris, Karras y la camisa pertenece a una de las tradiciones más hermosas del cine de Hollywood: el drama descomunal conversado en situación corriente. Recuerdo otro ejemplo del mismísimo demonio. En El conjuro –que cuenta la posesión de una madre, no de una hija- el exorcista y el hombre de la familia asediada por espíritus siniestros se ponen de acuerdo mientras arreglan un auto. El horror en la película de James Wan no depende tanto de la presencia del demonio como de quiénes son las que ceden a su influencia. El personaje de Lily Taylor se sobrepone y vence, pero en el pasado hay historias de mujeres poseídas que no consiguieron la victoria. La bruja mata a su hijo porque es el máximo desafío a Dios. Las otras madres lo hacen porque el diablo es poderoso. Nada demuestra con más contundencia que puede gobernarnos que el hecho de que sea capaz de intervenir el amor que consideramos modélico, y llevarlo a su propio territorio.

El conjuro está muy lejos de la grandeza de El exorcista pero hay algo hermoso que une a  las dos películas. Filmar una posesión es difícil, y en esto a Wan no le va tan bien como a Friedkin. Permitirnos ver en una plancha o un balancín cómo la vida clava sus uñas en las cosas cotidianas es un desafío tal vez mayor, porque demuestra no tanto el talento de un cineasta como su sentido comunitario, el orgullo de pertenecer a una tradición que ganó su gloria también en esos detalles. Lo emocionante de reconocer un vínculo de este tipo entre una obra maestra y una película meritoria no tiene que ver con el olvido de lo que las distingue sino con el gusto a casa que otorga el hecho mismo de reconocerlo. Pasa lo mismo con las buenas canciones de rock que hablan de abandonar el hogar paterno o con los buenos cuentos y las buenas novelas que incluyen un paréntesis con información gratuita, de pura afirmación literaria: acrecientan su calor y cercanía porque nos recuerdan algunas de las razones por las cuales amamos no solo este o aquel disco sino el rock, no solo este o aquel libro sino la literatura. El cine entero asoma en la plancha de El exorcista y en el motor de El conjuro. Carta de Pasolini a Luciano Serra, 10 de julio de 1942: “La vida echa sus raíces por todos lados, y vuelve a nacerle la cola como a las lagartijas”.

10.

Una imagen de la locura: una mujer a la que se le murió su hijo y de cuyos pechos sale leche para nadie. Está en La Ciociara, de De Sica.

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Hay una gran escena materna al comienzo de Mother, la película de Bong Jong-ho. La mujer trabaja en su taller con una guillotina y en la vereda de enfrente su hijo retrasado conversa con un amigo. Un auto pasa y lo golpea. La madre cruza la calle, llega hasta él, lo toca con desesperación, como para asegurarse de que está efectivamente ahí. Entonces descubre que tiene sangre en la mano. Todavía más desesperada busca las heridas. Pero el hijo no está lastimado: la sangre es de ella. En esta escena brevísima resplandece la madre que los melodramas favorecieron siempre. Una vez expuesto el absoluto Bong se pregunta: ¿cuál es el límite del amor ilimitado? Lo mismo hace Lee Chang-dong en Poetry. Las respuestas son distintas pero igual de radicales. En Mother la madre mata a un hombre para que su hijo, acusado de un crimen que cometió, no quede preso. En Poetry la madre-abuela entrega a la policía a su pibe, que violó con varios amigos a una chica que terminó suicidándose.

12.

Arturo Ripstein y Paz Alicia Garciadiego no creen en los límites así que no se hacen ninguna pregunta que los tenga en cuenta. Principio y fin y La reina de la noche giran en torno de una figura de madre absolutamente hostil a la preferida por el melodrama, lo que no significa que desconozca  la abnegación o el amor infinito. No es que sus madres sean malas: sencillamente dan miedo. Más todavía que la Mater Suspiriorum de Suspiria y la Mater Tenebrarum de Infierno, que quieren el mal y listo, por lo menos no aman. La mujer que prepara el suicidio de su hija Lucha en La reina de la noche es todo corazón; lo que hace se desprende de algo que dice al comienzo: “¿Usted tiene hijos? Ya verá cuando los tenga. Una daría lo que fuera para que la vida no les doliera”. Pero la madre más impresionante de Ripstein es la de Principio y fin. Muerto su esposo, con la miseria cerca, Ignacia determina los roles y el futuro de sus cuatro hijos. La vemos elegir a uno de ellos como salvador, hacer todo por empujarlo hacia arriba, subordinar a los otros al plan mayor, no importa qué sacrificios exija (una lista incompleta: dejar de estudiar, meterse en la droga, hacerse cargo de un hijo ajeno, suicidarse). Ignacia administra y asigna recursos, como un pequeño estado. También divide el trabajo: la hija menor hace tareas manuales, uno de los hijos del medio es funcionario público, el hijo elegido va tras una beca para estudiar derecho y codearse con la buena gente.

Todo es un teatro en el que cada uno cumple un papel inamovible y la madre dirige las acciones. Los hijos son sus tentáculos, extensiones de su voluntad, peones o reyes de un ajedrez amoroso y horrible. El melodrama brilla cuando presenta las pasiones como demonios que  terminan ardiendo en su propio fuego y consigue que ese fuego sea sublime. Ripstein y Garciadiego tratan de mantener el género en pie incluyendo en sus historias, sin juzgar, todo lo que puede ser calificado de inaceptable: el asesinato, el incesto, el amor de madre en su versión terrorífica. La Lucha Reyes de La reina de la noche ama con desesperación. “Voy a ser tu todo”, dice una vez. En la iglesia donde hace con su hombre un simulacro de casamiento le compra una hija a una mendiga. (Lucha está vacía: la operaron hace tiempo y no puede ser madre). La película establece un eco entre dos mujeres que aman dejando ir a su hijas: la mendiga la entrega porque Lucha puede sacarle el hambre. La madre de Lucha hace exactamente lo mismo pero en un sentido que no es del todo literal: permite que su hija se mate para que su propia hambre –el amor absoluto- la deje por fin en paz.

13.

Los años 80 son un tiempo de revisión para los directores italianos que marcaron a fuego la década de los 60. En I Love You Ferreri reescribe el final de Dillinger ha muerto, que se ve en un momento en la televisión: el personaje de Christopher Lambert queda en el agua, sin barco en el que emplearse como cocinero ni Tahití que imaginar. En La tragedia de un hombre ridículo Bertolucci decide que muera el hijo en lugar del padre, como pasaba en La estrategia de la araña y El conformista. En Gli occhi, la bocca Bellocchio vuelve sobre I pugni in tasca, una de cuyas escenas se ve en un cine: nada menos que esa en la que el personaje de Lou Castel empuja a su madre ciega al vacío.

11923070_1509081529383921_922650543_nEl matricidio es el punto más caliente de una película que todavía hoy quema, y que Bellocchio lo vuelva a mostrar casi veinte años después permite observar, entre otras cosas, un cambio en su cine. Gli occhi, la bocca presenta una marcada reducción de la furia de I pugni in tasca, o al menos su devenir analítico, propio de un tiempo de crisis terminal de la cultura italiana de izquierda, obligada a enfrentar la experiencia delirante del terrorismo. Bellocchio se medirá con las Brigadas Rojas poco después, en El diablo en el cuerpo (con mucha menos fortuna que en la posterior y notable Bongiorno notte) pero antes prefirió hablar de su propio cine. La diferencia entre 1965 y 1982 encarna en el cuerpo de Lou Castel y en la relación con su madre: En I pugni in tasca la mata y pone los pies sobre el cajón como si fuera una mesita ratona. En Gli occhi, la bocca compadece su angustia, se presenta ante ella como el espectro de su hermano muerto y le dice palabras de amor filial.

14.

La madre aparece seguido en el cine de Moretti pero nunca con la importancia que tiene en su última película. En Ecce bombo es una de las tantas cosas que le produce incordio a su personaje, por los comentarios que hace o porque usa el artículo delante de los nombres, como si viviera en Milán y no en Roma. En Sogni d’oro –que incluye la filmación de una película llamada «La madre de Freud», en la que el psicólogo vienés se comporta como un nene caprichoso cuando está con su mami– sucede lo mismo, pero la reacción del hijo es mucho más brutal: la cachetea, la sacude, la tira al piso, la acusa de hablar solo para decir estupideces. En La messa è finita la madre se suicida y el cura de Moretti, después de prometer no perdonarla, la recuerda en su sermón con buenas palabras: nadie nos quiere nunca como nuestra madre, dice, y el waterpolista de Palombella rossa lo confirma invocándola como figura protectora. Aprile es más variada. La esposa de Moretti da a luz a Pietro, Moretti mira por TV el triunfo de Berlusconi con su madre (la real: Agata Apicella), habla de unas medias con rombos que ella le regaló, le pregunta cómo hizo para trabajar y amamantarlo teniendo e cuenta que en su época no había licencia por maternidad, y hay al menos dos noticias periodísticas que tienen que ver con el tema: en la sábana hecha de recortes de diario en la que Moretti se envuelve se identifica con claridad uno que habla sobre la madre más vieja del mundo, y en una reunión en la que no puede concentrarse comenta que Madonna quiere tener a su hijo en casa.

En Mia madre Moretti dota de mayor espesor a la figura materna, pero la agonía de Ada -un  personaje muy querible- está en función de los hijos, que pasan por momentos decisivos de sus vidas y contagian a la película de su poco interés. El Giovanni de Moretti resulta especialmente enojoso, un tipo con aires de sabiduría, perfecto contraste para la Margherita de Margherita Buy, inmadura y caprichosa, que trata de llevar adelante una película de tema político (tal vez esto tenga que ver con la aparición de Elio Petri en una lista de directores italianos que incluye a Fellini, Rossellini y Antonioni, o tal vez sea solo una preferencia de Moretti). La diferencia entre los hermanos se nota en lo importante y en lo pequeño. Por ejemplo, en la elección de la comida para llevarle a la madre internada. Ella elige pollo porque las berenjenas son pesadas. Él le lleva pasta, pescado, queso y tuco porque sabe que no queda mucho tiempo. Giovanni sabe elegir, sabe pensar, sabe decir: su gesto y su lenguaje son los del tipo que la tiene clara. Margherita, en cambio, no es capaz de asumir lo que pasa, y está metida en sus pequeñas miserias sentimentales, que por supuestos Giovanni ya le señaló.

Pero hay otra madre en la película además de la que agoniza. Me refiero al latín, la lengua de la que el italiano nace y que enseña Ada hasta poco antes de morir, dejándole a su nieta unos consejos para traducir y leer, y algo de cariño por ese idioma que la piba detestaba porque ni su profesor ni su madre supieron acercárselo. Además de dotar de profundidad histórica a las tres generaciones que coinciden en la película, el latín –o mejor dicho: el mito del latín como lengua de la claridad- funciona como opción de estilo. Moretti da vueltas por distintos niveles de narración pero apunta a un cine sereno, apolíneo, capaz de declinarse suavemente. De ahí la mesura, el equilibrio, las transiciones calmas, la aspiración a un clasicismo europeo. La primera escena de la película de Margherita (que es también la primera escena de Mia madre) abre con un elaborado movimiento de grúa que pasa de la espalda de la policía al punto de vista de los obreros que la enfrentan (el rivettismo pavloviano sabrá cómo reaccionar a esto, y a un comentario que subraya groseramente su sentido). La última escena que dirige Margherita es un diálogo en plano fijo cuya filmación Moretti muestra también en plano fijo. De alguna manera ese camino a la limpidez es lo que Mia madre cuenta. Una lengua sin ripios, una aceptación filosófica de la muerte. Giovanni el sabio ya llegó a la meta antes de que Ada enferme, y solo necesita un último emupujoncito para renunciar a su trabajo como ingeniero y al estatus que lo acompaña. Su hermana la neurótica debe esforzarse más. Queda ver qué pasa con el propio Moretti, que hace bastante se encuentra cómodo en un cine de baja intensidad que nos quiere presentar como maduro.

Ojalá la próxima la filme en italiano.

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