Desde las mudas aventuras del atlético Douglas Fairbanks hasta hoy el cine de acción estadounidense recorrió un largo y nutrido camino. Príncipes, piratas, pistoleros, policías, investigadores privados, agentes secretos, soldados y aventureros de muy diversa procedencia supieron salir victoriosos frente a amenazas de todo tipo. Pero fue recién en los años setenta, y sobre todo los ochenta, cuando el género terminó de configurarse tal cual hoy lo conocemos. Los musculosos héroes de superacción de la era Reagan nos hicieron creer a los pibes -y no tanto- de entonces que todo se podía resolver a piñas y patadas; que una trompada bien puesta podía terminar con cualquier problema, sin importar cuán complejo fuera, siempre que estuvieran lanzadas desde el lado correcto. Y Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger, dupla inigualable de músculos y coraje, siempre tenían claro quién merecía los golpes.
A la sombra de estos brazos fuertes del cine de superacción made in Hollywood florecieron o encontraron un segundo aire todo tipo de semidioses -de Chuck Norris, Steven Seagal y Jean-Claude Van Damme a Bo Svenson, Frank Zagarino y Rick Hill- valientes como aquellos aunque menos taquilleros. Duros como una piedra, poco adeptos a mostrarse afectuosos, nadie podía con ellos y sólo se ligaban una paliza si los pescaban desprevenidos (la infaltable escena de tortura). Defendieron al mundo frente a las malvadas intenciones de rusos, vietnamitas, chinos, colombianos, cubanos, coreanos del norte (quien no hablara inglés o lo pronunciara con rusticidad siempre podía ser sospechoso) o cualquier potencial amenaza en un planeta dividido por un muro, en el que la sigla PC todavía le pertenecía a un partido político y la tecnología aún no había puesto en jaque al suspenso.
Entre construcciones de madera que volaban en mil pedazos, luchas cuerpo a cuerpo que cuestionaban los límites humanos, disparos de todos los calibres imaginables y persecuciones más estimulantes que una carrera de Fórmula 1, Hollywood y sus arrabales nos ofrecieron en tiempos reaganianos simplificaciones políticas, licencias argumentales, mucha diversión, algunas buenas películas y al menos una obra maestra, que redefinió y humanizó el género: Duro de matar. El teniente John McClane de Bruce Willis, sarcástico y malhumorado, es el tipo que se transforma en héroe cuando ya está de vuelta, que sabe que siempre tendrá que transpirar la camiseta para imponerse. Al margen de las diferencias, se podría decir que Bruce Willis fue al cine de acción estadounidense lo que Jackie Chan al de artes marciales oriental: el personaje que llegó para “ablandar” al género sin quitarle potencia, que se despegó de tanta solemnidad sin traicionar sus códigos.
El mundo ya no es el mismo de entonces. Se hizo más complejo, con malvados menos nítidos e intenciones difíciles de desenmascarar, fronteras difusas e intereses que, como nunca, enmarañan lo público y lo privado. Hasta el inoxidable James Bond debió adaptarse a los nuevos tiempos. Pero Stallone, acaso el más insistente de los viejos action heroes, volvió a reunir en el nuevo milenio -con más nostalgia que ánimo revisionista- a varios de estos “prescindibles”. La saga de Los indestructibles, que luego de la tercera entrega parece lejos de estar agotada, transcurre como si nada hubiera cambiado en veintipico de años y la muy influyente trilogía de Bourne jamás hubiera existido. Dictadores tercermundistas siguen siendo la encarnación absoluta del mal, al margen de la colaboración de alguna oveja descarriada de la CIA.
Stallone, un tipo que supo mostrar sensibilidad para contar alguna buena historia sobre el paso del tiempo, vuelve a la carga con su acción old school. Ahora tomó la novela Homefront (2005), de Chuck Logan, y la transformó en Línea de fuego, una película que remite invariablemente a tantas excitantes tardes de piñas y patadas frente a la videocasetera. La estructura básica del argumento se emparenta con muchas películas de espíritu ochentoso: Invasión U.S.A. (1985), Comando (1985), El duro (Road House, 1989), Difícil de matar (Hard to Kill, 1990), Sin escape (Nowhere to Run, 1993) [1]. Un hombre (generalmente policía o militar, posiblemente retirado) busca dejar atrás un pasado complicado o misterioso y comenzar de nuevo en algún pueblito perdido en la profundidad de Estados Unidos, pero la violencia está en todos lados y se verá empujado a resolver el asunto con los puños pese a sus nobles intenciones (“No quiero más problemas”, repetirá una y otra vez). Se ubicará, si hace falta, por encima de la ley, otro leitmotiv de aquellos años.
Aquí el hombre es Jason Statham, héroe clase B por excelencia del nuevo milenio. Interpreta a un agente de la DEA que, luego de exponerse demasiado en un sangriento operativo antidrogas, intenta una nueva vida en un suburbio de Louisiana. Convenientemente -en términos narrativos- viudo, Phil Broker vive solo con su pequeña hija (su talón de Aquiles) y a poco de llegar se encuentra con la fauna típica de este tipo de lugares. Hay un sheriff corrupto, una pareja de rednecks pendencieros, una linda chica que rehabilita la posibilidad del amor, el buenazo autóctono siempre dispuesto a ofrecer una mano desinteresada (personaje clave, bien de guión: su pormenorizada información sobre los asuntos del pueblo será vital para el protagonista). Y no puede faltar, por supuesto, el malvado gángster/dealer local, en este caso el «Gator» Bodine de James Franco. Todo muy predecible.
Es difícil no imaginar a Línea de fuego como un título del catálogo de la Cannon o la Carolco. Acaso lo único que lo diferencie de sus parientes de los ochenta sea la truculencia de las escenas de pelea. Aunque Statham siempre ofrece un despliegue corporal cada vez menos común en un cine cada vez más pixelado, aquí la brutal veracidad de sus enfrentamientos cuerpo a cuerpo se contrapone a cierta danzarina plasticidad de hace dos décadas. Las pulcras patadas voladoras en cámara lenta de Van Damme, tan espectaculares en pantalla como ineficaces en el mundo real, son reemplazadas por un estilo de lucha más parecido a las aberrantes artes marciales mixtas que en los últimos años inundaron la televisión por cable nocturna. Broker vence a su oponente más poderoso con una especie de llave de brazos que, sin árbitro ni octógono, no culmina en sumisión sino en muerte.
Línea de fuego está lejos de ser Una historia violenta o Shotgun Stories, películas que -sobre todo la de Cronenberg- coquetean con los códigos del cine de acción pero apuntan sus balas hacia otro lado. Seguramente tampoco lo pretende. De todos modos, lo más interesante, acaso lo único que intenta trascender la linealidad de los golpes, es cierta alusión -manida aunque no por eso menos atractiva- a un posible origen de la violencia. Con el relato bastante avanzado, Broker y “Gator” Bodine tienen su primer cara a cara en un bar. Mientras pretenden dejar las cosas claras con un cruce de palabras más o menos filosas (preludio del enfrentamiento que inevitablemente vendrá) se muestra de fondo, en una de las paredes, un típico paisaje a lo Monument Valley, imagen que vimos en infinidad de westerns. Como si la violencia, a partir de la sangrienta conquista del Oeste, fuera parte indisoluble de la nación. Una idea que la película sugiere pero no termina de profundizar y menos aún de poner en cuestión, como demuestra la escena -mal resuelta- de la estación de servicio: nada deja las cosas más en claro que una buena trompada. Como en un viejo videojuego de plataformas, Broker irá ascendiendo golpe a golpe, enfrentará a rivales cada vez más poderosos o deberá lidiar con situaciones cada vez más desventajosas hasta el estallido final.
Está claro que hoy el jiu-jitsu garpa más que el karate o el taekwondo. Habilidades de lucha al margen, Broker sigue siendo un personaje ochentoso. Statham no es tan duro como Stallone pero tampoco tan sacrificado como Bruce Willis, y menos aún puede reírse de sí mismo como supo hacer Schwarzenegger. Implacable, sólo un sorpresivo fierrazo logra hacerlo besar la lona. Incluso cuando los malos de turno parecen tenerlo a su merced sabemos que saldrá adelante de pie y a las piñas. Como los héroes de antes, que no retrocedían nunca ni se rendían jamás.
Línea de fuego (Homefront, 2013, EE.UU.), de Gary Fleder, c/ Jason Statham, James Franco, Winona Ryder, 100’.
[1] Al hablar de muchas películas de la época la mención de los títulos originales, en inglés, se torna imperativa. Los grandes éxitos del cine de acción de los ochenta generaron, acaso como nunca, una catarata de imitaciones y subproductos que pretendían aprovechar el filón con temáticas similares, afiches casi calcados o títulos que generaran confusión. Muchas veces el parecido nacía del ingenio de las editoras de video locales, que echaban mano a cualquier recurso con tal de llamar la atención del espectador indeciso frente a los democráticos exhibidores del videoclub. Así, palabras como infierno, muerte, venganza, furia, alerta, comando y exterminador, entre otras, se repitieron en infinidad de cajitas. Por ejemplo, Chuck Norris volvió a Vietnam a buscar a los que habían Desaparecido en acción (1984) antes de que David Carradine viajara al rescate de los Desaparecido en combate (Behind Enemy Lines, 1986). Un caso aún más notable: Bruce Willis fue Duro de matar (1988) antes de que Steven Seagal fuera Difícil de matar, y Hard Boiled (1992), de John Woo, fue rebautizada acá como Duro de vencer; por suerte a Hard to Die (1990), que mezclaba acción y sexploitation, le pusieron Terror en la torre.
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