Jeff Nichols no tiene 35 años, ya dirigió tres largos y es uno de los más sólidos directores estadounidenses jóvenes. Como su compañero de estudios David Gordon Green antes de que filmara comedias, o como el neoyorquino James Gray, es aficionado al drama naturalista delicadamente estilizado más que al género puro y duro, que está presente como discurso latente, si no calculadamente lateral, y tiene más puntos de contactos con los cineastas estadounidenses realistas de perfil bajo, señas particulares independientes y robusto aliento existencial de finales de los ’60 y principios de los ’70, que con los fáusticos que coparon Hollywood a mediados de esa última década.
El sur de sus películas no llega a ser el sur trascendente y lírico, aunque anclado históricamente, de Terrence Malik en Badlands y Días de gloria, pero el paisaje es mucho más que un marco, político o paisajístico, para transformarse en un signo ambivalente, protagonista y hasta fabuloso en Take Shelter. El cambio climático de contornos ominosos y hasta apocalípticos, sólo percibido por el protagonista ¿es hecho objetivo, invento de su imaginación, o clarividencia profética? ¿La naturaleza de las visiones es meramente patológica o puramente mística?
Michael Shannon, presente en los tres largos de Nichols y protagonista de dos, es fundamental para instalarnos en la inquietud. Alto, grandote, desgarbado o cansino, con algo de los osos montañeses de Hanna-Barbera, piel muy blanca, cejas espesas tan notorias como las de un albino, gutural y monosilábico cuando no silente, de mirada alternativamente penetrante, esquiva y vaciada o absoluta de loco, se entiende que haya sido una criatura de Herzog, precursor de Lynch producido por este, en My Son, My Son, What Have Ye Done?. La locura de las dos películas que lo tienen como protagonista tanto puede ser sagrada -profética al modo de Casandra (en Take Shelter)- como laica, pasible de análisis sociológico (pero ¿qué no lo es?).
Los protagonistas de Shotgun Stories son dos familias, dos grupos de hermanos separados por odios ancestrales, códigos machistas, cultura de pueblo chico, vínculos incestuosos, tiempos rurales y vidas cuyo significado sólo encuentra cumplimiento en ese encono de raigambre tribal. El tempo de las tres películas es un tempo amesetado a pesar de la presencia del río en Mud, pero la corriente de este último no es siquiera capaz de llevarse a un personaje que intenta la empresa de remontarlo (¿se llevará puesto el caudaloso mainstream a este admirador de Spielberg que se apresta a filmar una de ciencia ficción? Así como las vicisitudes del púber solitario de Mud se remontan a las de los niños salvajes de Twain y el cuento de hadas siniestro de La noche del cazador, también pueden entroncar con las aventuras truffautianas que SS y sus protegidos replican con dulzuras más o menos genuinas desde Cuenta conmigo a Súper 8).
El protagonismo de McConnaughey en la última película de Nichols -mientras Shannon sólo observa a la distancia lo que pasa, en lo que podría representar un pase del testigo- coincide con una película en líneas generales menos perturbadora que las anteriores, más afectiva y melancólica, aunque conviene recordar que el otrora langa Matthew que se iniciara con Linklater viene de filmar Killer Joe con Friedkin, que le añadió aristas filosas a su imagen esencialmente frágil. Pese a las notorias diferencias que hay entre ambos, uno y otro actor juegan el rol del hermano mayor, figura simbólica capital del cine de Nichols hasta el momento. Figura que, para Jacques Ranciere a propósito de Mientras Nueva York duerme, es la de aquel “que puede servir como imagen normal, como imagen de la norma, aquel que ha franqueado el estadio de las fijaciones infantiles y ha ‘madurado’ su libido”.
Pavada de responsabilidad la de ese hermano mayor, agravada en estos casos por el hecho de que los personajes de las películas de Jeff Nichols son, básicamente, huérfanos. Los padres no están sin que sepamos, o recordemos, qué ha pasado con ellos, y se nota que el hermano mayor, biológico en Shotgun Stories, simbólico en Mud, no ha podido completar la maduración. Este último, sin ir más lejos, sigue apegado a una figura femenina, femme fatale involuntaria encarnada por Reese Whiterspoon, que sólo puede llevarlo a la perdición. ¿Será el Estado la figura, aunque más no sea sustituta, que falta en ese cuadro? Allí está Sam Shepard haciendo de un viejo retirado que pudo haber sido tanto soldado como asesino de un servicio secreto para generar más dudas ominosas que certezas afectivas.
Completa el cuadro una lancha inexplicablemente colgada de un árbol que nunca se degrada a símbolo porque los personajes están continuamente intentando bajarla de allí para escaparse en ella, pero que no dejo de pensar como una variante inestable de las casas construidas en los árboles para los pibes, anticipo amable del sedentarismo y de la seguridad familiar, fundamental para la formación individual del chico, que aquí se vuelve promesa incumplida de movimiento. Del otro lado, la venta de la casa-bote que el padre del pibe ni siquiera puede impedir porque los papeles están a nombre de la madre, punto final de la niñez del protagonista.
Aquí pueden leer un texto de Marcos Rodríguez sobre Michael Shannon.
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