Emplazada dentro del llamado coming of age, la ópera prima del actor británico Craig Roberts es un viraje a los tradicionalismos de la comedia teen en la que destacaron John Hughes, Amy Heckerling y Howard Deutch en los años ochenta. Su pretendida abstracción la hace más difusa; incluso ininteligible en su decantación hacia el thriller psicológico. Cuando en una entrevista le preguntaron a Craig Roberts qué reacción esperaba del público, contestó: “Espero que se confundan”. Y agregó: “Que la disfruten, y si no la entienden ojalá la vean de nuevo”. Esta mirada renovada, lejos de ser apologética, expone interrogantes puntuales de base: ¿El director tiene claro los códigos de su ficción? ¿Hay vector de sentido para él (por más complejidad que se pretenda)? No pude decidirme por su lógica incongruente como un don o un estrepitoso fracaso de sintaxis. Sobrevive, en cualquier caso, la creación de una atmósfera sugerente apoyada por la melomanía de Roberts, la ennegrecida comicidad británica y una escena de placer emporio: Jim enfrentándose a las chicas, entre ellas la pecosa de sus sueños, se presenta diciendo “soy un hombre, soy mayor de edad, soy abierto y misterioso”. Aún así, y con la solidez actoral a cuestas, Just Jim no logra enarbolar sobre la percepción de la realidad tanto como pretende –tópico por el que se decide-, ni es capaz de amalgamar fructíferamente su heterogeneidad plástica a una operativa psicológica precisa y funcional a la historia, tal como sí supiera hacer con una dramática utilización del punto de vista y la imagen cinematográfica, por ejemplo, Pretty Poison de Noel Black.
Como retrato de una mente cinéfila, fantasiosa, ahogada por ese momento absoluto del mundo adolescente hendido por la necesidad afectiva y la pulsión fisiológica, Just Jim es una bocanada de aire fresco dentro de un género esencialmente lúdico que se nutre del cliché y lo formulaico. Pero su apuesta, sin embargo, se dispersa por derroteros más extraños desde el momento en el que Jim se fuma un porro y sobreviene la fuga: esa que busca en el cine desértico del pueblo donde pasan el mismo noir una y otra vez y las ratas atestan. Que el escapismo lo personifique un norteamericano que refiere a James Dean (totalizador Emile Hirsch), catalizador de todos los atributos que Jim carece y añora, le permite no sólo retrotraernos a los años 50, una era asociada a la emergente problemática adolescente frente el establishment con películas como El salvaje de László Benedek, Rebelde sin Causa de Nicholas Ray o la Blackboard Jungle de Richard Brooks, sino también la posibilidad para pregonar un
etnocentrismo cinematográfico que se acentúa poco (o al menos en otro sentido) porque la película tiene otro periplo: deshilvanarse en emulaciones. Esto finalmente queda reducido a un probable paralogismo, pero el hecho de que la película esté atravesada cíclicamente por una carrera que remite a la de La soledad del corredor de fondo, de Tony Richardson, donde la acritud social de la clase obrera se enfrentaba a la pudiente privatizada como signo de combate al orden institucionalizado, bien podría ser una resignificación en términos de orgullo chauvinista del cineasta inglés.
Uno no deja de simpatizar con el pretendido corrimiento del lugar común que la película plantea, pero parte de la problemática reside en su intento de abrevar de una sumatoria de estilos cinematográficos que le restan rasgos identitarios (y por ende cohesión); motivo por el cual en su último acto cae en una confusión que, si bien deliberada, adolece de coherencia conceptual para solidarizarse con un espectador que a cambio recibe un aguacero de inconexiones. Just Jim parece fugarse de la horizontalidad psicológica no tanto por no saber enhebrar elementos narrativos básicos (el primer acto es prueba fehaciente de que sí puede hacerlo), sino por una desmesura casi inocua; por querer abarcarlo todo. En su afán de beber de las fuentes lyncheanas, utiliza elementos que no transmiten el contenido esperado: el diseño acusmático, el corte transversal de las sombras de una persiana americana análogas a las de la ficción de la ficción, la presencia del agua o el fuego a los que retorna una y otra vez, no transmiten la ambivalencia pretendida de un mundo interior que funde los umbrales de la realidad y la imaginación.
Roberts comete un error al creer que para recrear la confusión hay que ser confuso. Olvida la claridad como prerrequisito, la importancia de la especificidad, aquella con la que Lynch trabaja partiendo los (y de) cánones clásicos, desestructurándolos, interpelando al espectador mediante la pista y el detalle. En el cine de Lynch una llave, una casa incendiada, una oreja putrefacta o cortina roja adulteran una construcción, pero el objeto no está exento de la racionalidad del conjunto y su concatenación subconsciente. Roberts utiliza manchones borrosos, secuencias subacuáticas o la llama de un encendedor sin saber articular estos retazos con definición, porque la confusión es sistémica, consustancial a su propia ficción y no generada por ella. ¿Desde cuando hay que ser confuso para ser confuso? La tutela fílmica de quienes admira, es para Roberts un peso: su propia coming of age detrás de cámara se hace visible. En otras palabras: si el crecimiento es individuación, se percibe a un cineasta sostenido por otros cines, subordinado a la referencia cinéfila y sin autonomía. En tal sentido, parece apropiado pensar a Just Jim principalmente en relación a dos películas muy dispares para entender su psiquis esquizoide, e imaginarlas habitadas por un tríptico lyncheano: la extrañeza pueblerina del universo de Twin Peaks con sus dopelgängers; la fuga psicogénica de la mente torturada de Carretera perdida (acá también hay un descapotable rojo y una violencia que se despliega de cara a un secreto en el baúl); y, sobre todo, el inconsciente tubular de Jeffrey Beaumont escuchando un petirrojo mientras sueña con la Sombra en un día celeste, en Terciopelo azul.
La primera de ellas es Billy liar, la notable película de John Schlesinger que explora los abismos generacionales en la Inglaterra trajinada por la segunda guerra mundial, donde un joven, mitómano como Jim, evade la realidad con sueños diurnos sobre el triunfo militar en Ambrosia, mientras se sirve de la cosmopolita Londres como figura antitética de la derruida vida provincial. La segunda, es una de las mejores comedias adolescentes de la década de los ochenta, que no le temió al thriller ni a la crítica argumentativa de la sociedad americana: Heathers, de Michael Lehmann; una gloria teen en la que Winona Ryder se enamora de un psicópata llamado John Dean (interpretado por el entonces sex-symbol Christian Slater) que luego la confronta. Del mismo modo lo hará el Dean de Just Jim, el doble dostoievskiano y nuevo vecino cool que revela la carga edípica y el deseo de afecto por parte de Jim hacia sus padres, canalizados por una pulsión de muerte hacia su único y fiel compañero: su perro.
El complejo identitario de Roberts también está en consonancia con el papel protagónico que encarnaba en Submarine, de Richard Ayoade, otra coming of age en la que sufre de bullying, falta de sapiencia sexual, con unos padres descerebrados y la cuota esperable de desespero. En la ficción de Submarine su personaje habla de hacer una biopic de sí mismo y Jim parece una continuación de aquel. La segunda película de Ayoade (muy superior a su predecesora) es justamente The Double (libre adaptación de la segunda novela de Dostoievsky) en la que Roberts actúa en un rol menor. Es decir: al referirnos al Craig Roberts autor, la influencia de Ayoade también es una remisión obligada para comprenderlo. Incluso si para Roberts es pertinente ser deliberadamente bizarro y, en su minimalismo, más arrojadizo; y para Ayoade se trate de presentar un mundo de mayor corrección política en su acotada extensión moral, aunque más dotado visualmente.
El hecho de filmar en su pueblo natal, regresar al nido, para Craig Roberts no esconde segundas lecturas geopolíticas como Billy Liar, ni tiene la dimensión cáustica de Heathers. La porción del pueblo que retrata pone en relieve personas habitadas por una parestesia emocional, un estatismo conciliador ante la conveniencia de lo dado, sin pretensiones de amedrentar la apacible molicie de la vida pueblerina. Dean lo dice claro: “Quería venir a un lugar con gente que luzca miserable pero se la escuche feliz”. Según Roberts, su película es nihilista, pero no creo que sea posible porque condición sine qua non para ello es la negación. En Just Jim, hay complacencia cinéfila, un movimiento centrífugo que se sostiene en el otro para hablar de sí mismo.
Just Jim (2015, Inglaterra) de Craig Roberts. Con Craig Roberts, Emile Hirsch, Richard Harrington, Mark Lewis Jones, Nia Roberts, Charlotte Randall, Sai Bennett, Aneirin Hughes. 84’.
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