Cuál es el propósito de seguir las huellas de un padre. Cuál, de volver sobre sus pasos para tratar de recuperar una historia pasada. La relación entre padre e hijo puede estar llena de huecos que el tiempo agranda e intensifica y que se intentan explicar. Gonzalo Murúa Losada inscribe Las voces de Pablo en una corriente documental de las últimas décadas que lleva la exposición de lo familiar al espacio público. Confesionario o expiación, esa forma se convierte en una conversación pública que se establece con una persona ausente, a la que se trata de reconstruir desde los objetos y los recuerdos. La fortaleza y el interés de la historia se encuentra, a veces, reforzada por las referencias al entorno social, político, colectivo: en este caso, abuelo que fue notable actor y director (Lautaro Murúa) y padre guionista cinematográfico (Pablo Murúa). Pero esas instancias aquí se vuelven secundarias: funcionan, en todo caso, como contrapunto entre el éxito y el fracaso, entre la ostentación de un lugar adquirido y la imposibilidad de acceder a él. Las voces de Pablo no es una exploración que lleve hacia Lautaro (unas pocas menciones alcanzan en el testimonio de Graciela Borges o en la referencia familiar que lo califica como “un fantástico”) sino que se detiene en Pablo, su hijo, para desde allí, explorar las ramas –y las raíces- de ese árbol genealógico que permita entender, como dice Gonzalo, por qué su padre no era como los demás padres.

Hay un Pablo Murúa narrado por la familia. Primos, hermanos, sobrevivientes familiares van hacia atrás en el tiempo para recuperar la imagen del Pablo que fue, desde la adolescencia a la juventud. La descripción que queda de la familia es extraña. Se dice que estaba construida sobre la fortaleza, que era un espacio en el que no se admitía perder. Pero a la vez, la familia se hace evitando los rasgos habituales de paternidades y maternidades. Un mundo sin adultos, regulado por los primos mayores y que incluía a los menores. La primera señal de quiebre está allí, en la adolescencia de Pablo. En el juego con su primo menor Juan Manuel que casi deriva en su muerte. El golpe definitivo vendrá unos años después. Y según coinciden todos, es la enfermedad de Lautaro y los 5 años que Pablo pasó en España junto con él hasta su muerte.

El Pablo vivaz y hasta genial (“pero que necesitaba alguien que lo empuje” según dice Graciela Borges) queda sumergido, a su regreso de España, en las oscuridades que se simbolizan en su departamento de ventas cerradas. La colaboración con su padre admirado en el guion de Cuarteles de invierno (Lautaro Murúa, 1984) ya era un territorio del pasado al que no podía volver y que había caído en el olvido. La pérdida de los lazos de amistad se trasladaba a lo laboral en el ámbito del cine. Escribir guiones que nadie filma -¿y que nadie leía?- en medio de una de las crisis recurrentes de la economía argentina. El Pablo que recuerda Gonzalo está hecho de los retazos de esa época.  Los buenos recuerdos (los que guarda con su hermana Macarena sobre su sentido del humor o de los paseos en el Botánico) quedan demasiado lejos, en una niñez en la que aún contaba su presencia, a pesar de la separación de su esposa. Por eso la película comienza hablando del padre como una herida, como algo que estuvo roto. Porque lo que se intenta recomponer es una imagen personal que pueda contrastarse con otras. Aunque se llegue al final del relato sin encontrar explicaciones a sus actos.

Explicaciones que se buscan en los tratamientos psiquiátricos. Pero matizadas con una situación en la que la única opción posible era la internación. Esa etapa es la que establece las distancias entre padre e hijo. Las cartas amorosas del pasado quedan sepultadas por los correos electrónicos de los últimos años que arrecian su violencia (en especial, cuando Gonzalo le plantea usar su departamento deshabitado) o que declaman paranoia (“Sé qué estás tramando”; “Te ganarás el peor enemigo de tus pesadillas”). Esos correos muestran una ajenidad reforzada en el hecho de pensar en sus hijos como espías enviados por su ex mujer, y que se agigantaba por la distancia: la casa en la que murió Pablo en San Antonio de Padua es vista por su hijo con la misma ajenidad, vacía de todo significado, de todo rastro que se ligue con la memoria.

El único elemento al que parece aferrarse, el único que parece implícitamente brindarle alguna explicación, es la modesta herencia que le queda. Un puñado de cuentos inéditos que abarcan 25 años de la vida de su padre y que señalan lugares, historias, personajes que la cámara intenta registrar de alguna manera. Pero el tiempo es implacable, y borró todas las huellas: las locaciones de San Pedro donde se filmó Cuarteles de invierno, la casa familiar, Padua, el cine Roxy, el bar Toto’s. Ninguno de esos lugares guarda un mínimo rastro que permita seguir. La palabra de Pablo, su voz verdadera puesta en esas hojas mecanografiadas y amarillentas es lo único que queda de su historia.

Las voces de Pablo (Argentina, 2024). Guion y dirección: Gonzalo Murúa Losada. Fotografía: Matías Slupski. Montaje: Mauro Caporossi , Gonzalo Murúa Losada. Duración: 75 minutos.

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