Pese a su origen teatral, La culpa de nada (Hladilo, 2024) comienza al aire libre. Hace calor y un grupo de varones ya entrados en la cuarentena celebran un fin de semana de permiso y algarabía en un quinta en Córdoba. Pileta, un poco de alcohol y una larga elipsis que nos deposita en la mañana siguiente. Debían salir a las ocho, pero la partida resulta demorada. Todos se acomodan en los asientos del auto que emprende la vuelta, pero uno de ellos decide quedarse. Besuqueo y whisky prometen convertir en realidad lo que estaba destinado a la fantasía. En la puesta en marcha del regreso, asoma el malhumor en los que se van. Atrasos imprevistos, promesas incumplidas. Pese a ello, de Córdoba no se habla. Lo que pasó allí, queda allí.

El vértice del relato, elegido por la directora y guionista Victoria Hladilo es Mariano (Manuel Vignau), quien regresa a casa cuando Andrea (Julieta Petrucchi) y la hija de ambos ya están durmiendo, confirmando con ese sigilo en la entrada y el sueño inmediato una ausencia que lleva más tiempo que un fin de semana. Luego de un quirúrgico salto temporal, llega el cumpleaños de Mariano y la profundización de una crisis de pareja de la que el regreso de Córdoba fue apenas un síntoma. Andrea decide celebrar una fiesta sorpresa para esos amigos de siempre, una antigua cofradía no exenta de envidias y rencores silenciados. Como podemos imaginar, nada saldrá demasiado bien.

La culpa de nada tiene una búsqueda explicita: utilizar el cumpleaños de Mariano como detonante de una crisis que involucra a la pareja y el entramado de amigos, al mismo tiempo que encuentra en Córdoba el enclave perfecto de la hipocresía que sostiene ese precario equilibrio. Pero, además, la película funciona como una comedia de equívocos, que comienza con una promesa de diversión para desencadenar en una batalla campal de inciertas proporciones. El origen teatral le proporciona la unidad espacio-temporal y el conflicto definido, pero Hladilo decide expandirse en un tiempo interior que refiere a esa adolescencia deseada por los personajes como posible escapatoria de sus responsabilidades. La película es concreta en sus ambiciones: su vocación consiste en afirmarse en esa idea, sin innovaciones ni desvíos.

Ese cine de pequeñas unidades, de situaciones delineadas, en algún punto previsibles, que sirven como reflejo de una idea más abstracta -las relaciones de pareja en el mundo actual, las responsabilidades eludidas, la adolescencia prolongada, la persistencia de viejos arquetipos en las relaciones entre varones y mujeres- gana en concisión lo que resigna en espectacularidad, y es esa lógica endogámica, de espacios que resultan conocidos pero al mismo tiempo laberínticos, como las mismas excusas que atrapan a los personajes, lo que contribuye a dar cuerpo al tono, el de una comedia que en la presión sobre sus límites consigue rozar lo doloroso sumergido bajo la apariencia de una farsa.  

Van y vienen los personajes, de un lado al otro, de la memoria de Córdoba a la fachada de las parejas unidas, de la fiesta del cumpleaños, con Andrea preocupada porque no se despierte su beba y Nicolás insistiendo en ver un partido de fútbol, al derrotero errático de Mariano y Damián (Leonardo Azamor) por las calles, los bares, los secretos guardados que esconden los peores miedos. Es ese juego de alternancia por montaje el que impide avanzar en la noche, la prolonga como un túnel interminable, al mismo tiempo que demora el enfrentamiento de esa crisis latente. Si Mariano prefiere llegar tarde de Córdoba para no dar explicaciones, réplica de la ausencia que practica en su paternidad diaria, es entendible que se escape ante el horizonte de un engaño que, en definitiva, es espejo del propio. Como en la vieja commedia dell’arte, los arquetipos se habitan: Andrea es la madre primeriza, vegana e insegura, pero que rema los conflictos; la Tana (Debora Zanolli), la puta, el sexo como goce; Nicolás (Martín Tecchi), el mujeriego al que le gusta el futbol; Gastón (Julián Doregger), el culposo que preserva a su novia del escarnio. Luciana (la propia Hladilo), la mujer que estalla, literalmente, desgajando su apariencia controlada en un arrebato casi almodovariano. Cada uno cumple su rol, pero hace algo más: lo posible por sostenerlo aun cuando todo se desmorona.

¿Dónde termina el escenario y empieza la vida? Aún con su evidente escritura -algún abuso en la literalidad de los diálogos-, La culpa de nada evoca ese nervio discursivo del cine argentino, no solo teatral sino conceptual en sus propósitos, que tuvo un buen tiempo televisivo -los ciclos semanales de los años ‘80-, luego bastardeado por el abuso del costumbrismo. Lo hace con agilidad y ligereza en sus reflexiones, sin perder el espíritu de la comedia que nos confirma que la risa es la mejor estrategia para sacarnos las caretas.

La culpa de nada (Argentina/2024). Guion y dirección: Victoria Hladilo. Fotografía: Lucas Schiaffi. Edición: Paula Rupolo ADF, Victoria Hladilo. Elenco: Manuel Vignau, Julieta Petruchi, Victoria Hladilo, Julian Doregger, Debora Zanolli, Martín Tecchi, Leonardo Azamor, Amalia Dalí. Duración: 100 minutos.

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