1.Manuel Antín formó parte de lo que se llamó La Generación del ‘60, un grupo de cineastas surgidos al comienzo de esa década, que iniciaron sus carreras a partir del cambio que se impuso a partir del derrumbe del sistema de producción de estudios. Puede pensarse, en principio en Antín como un heredero que transformó una parte de ese añejo modelo de estudios. Donde antes el cine se empeñaba en la recreación de obras literarias extranjeras y clásicas, Antín repuso una literatura nacional. Es el pasaje de Cortázar a Guiraldes en su carrera lo que lo hace fluctuar entre la irrupción de lo nuevo y el repliegue sobre formas anteriores -movimiento casi paralelo al desarrollado por Leopoldo Torre Nilsson entre Martín Fierro (1968) y Guemes, la tierra en armas (1971). Un choque extremo que lleva de las formulaciones modernistas de sus primeras películas -de La cifra impar (1962) a Intimidad de los parques (1965), marcadas antes por Resnais que por Antonioni) a las tradicionalistas de los años 70 –Don Segundo Sombra (1969), Allá lejos y hace tiempo (1978). Como Torre Nilsson, en el final de su carrera (que al igual que la de José Martínez Suárez se interrumpió a una edad temprana), intentó recuperar algo de ese aliento perdido en La invitación (1982), una alegoría sobre los años de la dictadura que quizás esté mereciendo una revisión. La carrera de Antín como cineasta da cuenta de los vaivenes personales (¿condicionados por la necesidad de conseguir financiamiento a través de productos de cierta masividad?) y de las dificultades para construir una obra consecuente a lo largo del tiempo.

2.A finales de 1983, Manuel Antín se convierte en el director del por entonces Instituto Nacional de Cinematografía (INC), durante el gobierno de Raúl Alfonsín. El primer mérito de su gestión, por el que se lo ha reconocido continuamente, fue la desactivación de los mecanismos estatales de censura cinematográfica. Esos primeros años de gestión estuvieron marcados no solamente por la emergencia de los primeros intentos –algunos de ellos oportunistas, por cierto- de revisión de lo ocurrido durante los años de la dictadura, sino por el estreno tardío de películas que habían estado prohibidas por años. Esa liberación que puso a la luz lo que había permanecido oculto, provocó una efervescencia cultural que puede pensarse como el gran aporte de Antín a esa “primavera democrática”. Sus otros méritos son más específicos del mundo cinematográfico. Por un lado, el impulso al surgimiento de nuevos directores de cine, motorizado a partir de las políticas de subsidios del INC. Por el otro, la concepción de un cine argentino que debía proyectarse al mundo, aprovechando el interés que despertaba la reciente recuperación democrática. Esa determinación –cuyo punto culminante fue el premio Oscar a La historia oficial (Puenzo, 1985)- fundó un modelo orientado a la exportación de un cine que debía mantener la identidad nacional. Si pudo lograrlo en esos años –con la repetida presencia y promoción de películas argentinas en festivales internacionales- en parte se debió a que el circuito de festivales aún no lucía determinante en la imposición de sus reglas que devenían en aceptaciones o exclusiones, por lo que su influencia en las formas de realizar una película eran limitadas. Que haya sido el único funcionario que permaneció durante todo el período de la presidencia de Alfonsín, no es, por cierto, un mérito menor, y supone un reconocimiento continuo a su labor.

3.Más tarde, a comienzos de los 90, Manuel Antín funda la Universidad del Cine, un espacio de enseñanza de cine privado, que venía a abrir un espacio frente a lo acotado que era en aquel momento el CERC estatal. La FUC dio sus frutos: Antín puede ser considerado el padre de esa criatura parida a fines de los años 90 y que eclosionó en la primera década de este siglo y a la que se llamó Nuevo Cine Argentino (aunque las influencias mayores pueden detectarse no tanto en Antín como en Rafael Filipelli). Una renovación que se insistió en comparar con la generación de Antín (recordar el libro “60/90”) y de la que algunos de sus miembros salieron de ese ámbito. Lo que los cineastas no tenían como programático –en tanto sus intereses se dispersaban a la hora de las formas de encarar una historia-, parecía provenir, en todo caso, de ese espacio de pertenencia inicial. Un gran equívoco aparece en esa nueva generación. Su manifestación más evidente era el rechazo a lo que se llamó “el cine de los 80”, es decir, ese cine que se forjó desde la gestión de Antín en el INC, del que se despreciaba tanto su falta de profesionalismo como su intención metafórica y/o alegórica. La paradoja es que la FUC nace no contra ese cine de los 80, sino contra aquello que Antín veía venir en los años 90, luego del triunfo de Carlos Saúl Menem, con la consecuente crisis económica profundizada y el cambio de paradigma político que se imponía. Ese cine de los 90 que ya despojado de las necesidades de la posdictadura parecía incapaz de observar tanto los cambios sociales que se estaban produciendo, como de advertir el derrumbe de la actividad cinematográfica que trajo consigo la crisis. Incluso más allá de esa generación de cineastas, el proyecto de Antín fue exitoso, en tanto instaló a la FUC como modelo y marca reconocida a la hora de generar un ámbito de desarrollo de nuevos cineastas.

4.Tres Antín. Los tres unidos por el cine, pero a partir de compartimentos separados, desarrollados como si se tratara de proyectos independientes que se abren y se cierran para dar lugar a otros. La duda que persiste es por cuál de esos será recordado. Si por el cineasta que construyó una obra personal, por el funcionario que gestionó y garantizó la apertura democrática en el cine o por el hombre que emprendió una tarea, poniendo su nombre, su prestigio y su conocimiento para permitir que otros más jóvenes puedan construir su propia obra. El tiempo, solo el tiempo lo dirá.

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