Las Erinias, identificadas con las Furias en la mitología griega, son unas divinidades violentas que castigan toda clase de delitos que pongan en peligro la estabilidad de un grupo social. Estas fuerzas primitivas son el fruto de la mutilación de Urano. Nacieron de las gotas de sangre que cubrieron la Tierra luego de su cruel homicidio. Las Furias hacen justicia mediante el castigo carnal, el tormento, la tortura, la muerte. La película de Tamae Garateguy lleva inscripta en su título la fuerza arrasadora de estas divinidades de la Grecia antigua. Y en su trama se devela la tragedia como hilo conductor y eje narrativo principal.
El pasado, impreso en la imagen-huella de la violencia de género, es el tiempo que se rememora y revisita para comprender el presente de Lourdes (Guadalupe Docampo), una joven que, luego de huir de un padre abusador y maltratador, conoce azarosamente a Leónidas (Nicolás Goldschmidt), muchacho de una comunidad originaria quien, acatando el mandato familiar, estaba por contraer matrimonio con su prima. El encuentro casual entre ambos los lleva a desafiar valores y tradiciones culturales con el objetivo de emprender un nuevo comienzo. Los jóvenes se dan una nueva oportunidad, apuestan por su amor incondicional, y crean una novedosa experiencia vinculada al espacio de “lo propio”, alejada ya de la viciosa herencia endogámica. En este sentido, el relato no es lineal, sino que recurre a saltos temporales y al uso del flashback para terminar de condensar la historia.
La tragedia como acción constante e irresoluble se expresa en clave de violencia de género. Un padre autoritario, estratega, agresivo, ambicioso que ejerce su poder a través de comportamientos deshonestos y desagradables, y una madre abnegada a las tareas del hogar, sumisa, vulnerable a los pedidos de su marido, que debe irse a la caballeriza para no ser testigo del abuso físico que padece su hija. Daniel Aráoz interpreta este rol paterno de manera formidable. Se aproxima a un John Wayne inmoral –oxímoron más que atractivo para quien vea la película– dentro de los descomunales desiertos de Mendoza.
El juego con la iconografía característica del western se percibe desde la configuración de personajes, la tipografía que inaugura la película –que incluso es bastante Tarantinesca– y los espacios naturales. El desierto, la parroquia –hay una escena en interiores maravillosa que recuerda el final de Más corazón que odio (John Ford, 1956) –, y las tabernas son los lugares claves donde se producen los encuentros y desarrollan los duelos con armas de fuego y disparos. Y aquí también, Tamae nos sorprende y hace una modificación, ya que las armas de fuego se reemplazan por el cuchillo gauchesco, el del Martín Fierro, herramienta que conlleva la tarea psicológica de la provocación –el célebre “¿dónde querés que te marque?”– y la tarea física del buen manejo.
El reemplazo del arma de fuego por el cuchillo implica, además, la incorporación del gusto por el gore –rasgo que había indagado por S. Craig Zahler en Bone Tomahawk (2015) –. Hay una cualidad estética que pareciera fascinar a Tamae Garateguy vinculada al género de terror y las cicatrices. Las otredades deformadas, expulsadas de la sociedad por no adecuarse al canon de “lo normal”, ya aparecían fuertemente en Hasta que me desates (2017). Es que la cicatriz presenta un principio de individuación inigualable. Es una marca en la piel que nos distingue de otra persona. La cicatriz no es más que una marca de otredad. Pero, también hace visible un posible peligro: la herida puede ser un producto de una venganza, un delito o un ataque.
Por lo general, cuando de otredades se habla, aparece inevitablemente el relato de terror. Todo lo que se opone a los valores representados por la cultura hegemónica –blanca, occidental, capitalista, cristiana – adquiere una personificación monstruosa. Es un horror que nos interpela, nos amenaza y nos desestabiliza con su desafío. En Las furias el terror se da por partida doble: por un lado, una joven que logra escapar de las garras incestuosas de su padre y desafía al statu quo con su acto de rebelión; por otro lado, las creencias paganas de una comunidad originaria la religan a rituales chamánicos y profecías de brujas que vaticinan malos augurios. En definitiva, la otredad en mayúscula son las mujeres, los aborígenes y los pobres, los relegados de la sociedad, los abandonados, los que no tienen voz, los subalternos que no pueden enunciar. Son ellos a quienes les resta sólo (intentar) escapar del castigo social a lo largo de la ruta.
Las furias dialoga directamente con Nazareno Cruz y el Lobo (1975) de Leonardo Favio. No solo desde la dinámica de la leyenda popular, sino desde la perspectiva del amor prohibido con destino trágico. En esta instancia, el melodrama emerge como un caudaloso mar de emociones. Lo que debe ser, lo que es y lo que será. Tiempos que se entrecruzan, confluyen y dirigen hacia un nuevo presente. Pero esa oportunidad del aquí y ahora está condicionada por los accionares del pasado. Y, como presagia la sentencia griega, “el que las hace, las paga”. La venganza, el karma, la ley de causa y efecto tienen un peso fundamental en este relato. La joven que huyó del seno familiar, lamentablemente, las va a tener que pagar, así como también lo deberá hacer Leónidas. El castigo social a los “desviados” es inevitable, pero no por ello irresoluble. La película de Tamae Garateguy nos invita a preguntarnos: ¿quiénes son las furias? ¿Las diosas griegas que castigan y condenan a todo ser que se desvía de las normas socialmente establecidas? ¿Es el sentimiento de ira irrefrenable de los que no tienen voz? ¿O es simplemente un pedido de justicia? Quizás en los desiertos solitarios de Mendoza encontremos la respuesta.
Las furias (Argentina, 2019). Dirección: Tamae Garateguy. Guion: Diego A. Fleischer. Fotografía: José María Gómez. Edición: Catalina Rincón, Ignacio Masllorens. Elenco: Guadalupe Docampo, Nicolás Goldschmidt, Juan Palomino, Daniel Aráoz, Susana Varela. Duración: 71 minutos.
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