En un living precario, la voz de una mujer en fuera de campo que anuncia: “Vive rodeado de sombras” y pregunta: «¿a qué se dedica?». La voz masculina responde que es asistente social. La cámara se desliza hacia atrás y vemos a los dos personajes: Carlos (Kiran Sharbis), el protagonista de la película, y una vidente. La vidente dice ver a una mujer con mucho miedo, que tiene el vientre seco y que no deja entrar ni salir a nadie, también vaticina problemas graves con su pareja y, antes de despedirse, le pide que se cuide del ser oscuro de la puerta. Carlos, con su melena de pelo negro y enfundado en su vestimenta negra de estilo rocker heavy metal, sale a la calle en medio de la lluvia y camina con un andar particular, mientras que sobre él se imprime el título en color gris como el cielo de esa mañana.
El azote comparte con El sacrificio de Nehuén Puyelli (2016), la película anterior de Campusano, el hecho de estar rodada en la Patagonia que no miramos. El realismo social ha sido siempre el estilo empleado por Campusano para narrar sus ficciones, pero lo interesante de El azote es que se hace eco de las creencias de la región y de esta manera incorpora ciertos efectos de realismo mágico, que la vuelven más compleja e intrigante. Estos recursos que apelan a un sustrato casi fantástico están presentes en la utilización de las inclemencias del tiempo (vientos, lluvias), que al golpear contra la casa del protagonista sugieren la posible presencia de algo Otro, extraño. A la vez, la creencia en la superstición es un dato que está dado desde el inicio cuando Carlos recurre a la vidente, como lo hará cada vez que se vea cercado por sus problemas. Y también se nota este rasgo en el personaje de la madre de Carlos, una mujer postrada en silla de ruedas debido a un accidente, que además padece diabetes y que es asediada por visiones nocturnas terroríficas, a las que da valor de verdad, y que se guía principalmente por sus intuiciones. Vidente y madre son dos personajes en este punto homólogos, vinculados a lo sobrenatural.
La acción, como nos lo hace saber el plano general empleado por el director, transcurre en un barrio precario, suerte de conurbano de la emblemática ciudad turística de Bariloche. De este modo, el director ya nos anuncia que nos va a contar una historia de los márgenes de la postal maravillosa que solemos ver con sus picos nevados imponentes de belleza, su centro cívico con locales de venta de chocolate y boliches, para mostrarnos la contra-cara, la miseria, la violencia, la desigualdad social, esa que no queremos ver.
Carlos, apodado el murciélago en su juventud, es el coordinador de un centro de rehabilitación para jóvenes con antecedentes delictivos. Es un suerte de mediador entre ellos, sus familias y el aparato policial; busca garantizar sus derechos, aquellos que suscribe el juez, frente a una policía destinada al maltrato, a molerlos a palos y ansiosa por encerrarlos en la cárcel, sin darles oportunidad alguna. Ese hombre que, al renegar de su apodo, reniega en cierto sentido de su pasado, en el que se crió en circunstancias similares a las de los adolescentes que intenta proteger, dedica mucho de su tiempo a su trabajo con los ellos, y se ve a escondidas con una mujer casada que le presentó un compañero de trabajo, acaso como modo de separarse de la realidad de su madre enferma y dependiente, La poca presencia de Carlos en el hogar, tomado por su trabajo, llevará a que su esposa Analía se vea reducida a una mera cuidadora de su suegra, agrandándose así aún más la distancia que los separa y los desencuentra como pareja.
Campusano trabaja entonces en dos niveles. Por un lado, irá avanzando en la trama de la intimidad conflictiva de Carlos, con su madre y su pareja, y por otro lado, cuando muestre a Carlos en su entorno laboral, avanza en el drama social, mostrando cómo la corrupción llega a invadir un espacio de reinserción social, volviendo de este modo infructuosa la tarea de los trabajadores sociales.
Si tomamos la trama íntima de Carlos, podemos ver que en su típica posición masculina, bastante machista, busca solucionar los problemas con su pareja a través del sexo. Y también aparece en esta instancia, aquello que Freud llamó “la degradación de la vida amorosa”, ese desdoblamiento entre la esposa, a quien se dirige el amor pero de la cual se ausenta en su deseo, y la amante, a quien se dirige el deseo. Esa doble figura corresponde a las dos caras de la madre en el Complejo de Edipo, la idealizada e inaccesible, y la degradada, en tanto traicionó al niño con el padre. Por otro lado, la relación de Carlos con su amante es también bastante peculiar: no puede comprometerse con ella porque, en tanto casada y con varios amantes jóvenes (entre ellos su compañero de trabajo), es “muy puta”. (Aquí las diferencias sociales de género se hacen sentir: al hombre le está permitido ser infiel, pero si una mujer da curso a sus apetitos sexuales, es moralmente mal visto). Es como si Carlos necesitara cierta condición de pureza, de idealización, para poder abordar a una mujer, pero a la vez esa misma idealización, al acercarse a lo materno, le aplasta el deseo. Es digno de mencionar, en este punto, el “impotente” que le dirige la amante como insulto que responde al “puta”, pues en él hay algo de verdad. Siempre la partenaire de Carlos es en realidad su madre, esa de la que en principio no puede separarse bajo pretexto de su invalidez, pero que evidencia la ausencia de una separación simbólica respecto de ese pasado en el que ella le pegaba cuando era niño. De ahí que no pueda asumir plenamente relación alguna con una mujer.
Estas limitaciones de Carlos en su vida íntima, sus tentaciones, sus inseguridades contrastan con la nobleza y la integridad con que se maneja en su ámbito laboral: entre los jóvenes que están en el centro, Campusano toma principalmente a dos de ellos para dar cuenta de la vulnerabilidad social de este estrato etario en la época contemporánea. Sin modelos identificatorios claros tanto desde lo familiar como desde lo institucional, producto de la caída de los grandes relatos e ideales que en otro tiempo ordenaban la cultura, los adolescentes quedan a la deriva, desorientados frente a la irrupción de la sexualidad. En ocasiones intentan establecer vínculos a través de los objetos de consumo, como puede la tecnología o la droga, modo también de evadirse en ese encierro, en esa locura, del hambre, del frío, de la falta de miras de un futuro diferente. Javier es un adolescente recién ingresado al centro por un robo, que se muestra reacio a hablar, tanto con sus compañeros como con los profesionales. Dicho robo y su adicción son producto de las condiciones sociales vulnerables en las que se forjó su vida, sin ninguna contención social, y mucho menos familiar, ya que su padre lo expulsa del hogar, a partir de que carga con el delito de haber asesinado a su primo. Además está de novio con una chica con la cual tiene un hijo. El caso de Luis es el reverso, él es quien es utilizado como objeto de goce y consumo por los adultos, es víctima de abuso por parte de su tía. Su madre es denunciada por los vecinos por promiscuidad y ha abandonado a su hija a la explotación de una red de prostitución juvenil. La prostitución como modo de subsistencia cuando ya no se tiene nada y la droga como escape para soportar el duro peso de la realidad.
En cuanto a sus compañeros de trabajo, aparece Alicia, una voluntaria, evangelista y criada en un hogar disfuncional, que tuvo varios intentos de suicidio y que se convierte en la confidente de Carlos. Emiliano (Facundo Sáenz Sañudo), quien se muestra como su amigo y dice admirarlo por sus años de trabajo en el Centro, secretamente intenta desplazarlo de su puesto. En esta disputa Campusano utiliza la riña de gallos como símbolo de la competencia masculina, elemento que adquiere un doble espesor entre el realismo social y cierta evocación mítica. El personaje de Carlos, más que asistente social, oficia como un psicólogo o consejero: su herramienta de intervención con los adolescentes es la palabra, les abre un espacio para hablar buscando que no se pierdan en la oscuridad del destino marcado. Así ciencia y religión confluyen en ese universo poroso que teje Campusano, y en términos metafóricos le ofrece ciertas características crísticas: será humillado, apuñalado por el Judas (Emiliano) traidor, suerte de cordero al que el mal quiere llevar al matadero.
Resulta por demás interesante que allí donde Emiliano busque llevar la situación a una rivalidad de dos, a la lucha de dos por un mismo lugar, Carlos intenta salir del entuerto apoyándose en la ética, en la denuncia mediante pruebas, para dejar de ser cómplice con su silencio o con el enfrentamiento vía la agresividad, de las fuerzas a las que les conviene seguir produciendo capital con el negocio de las drogas y la prostitución. Aquí Campusano construye el crecimiento del protagonista, quien abandona la posición de pollito mojado para tomar una actitud adulta y responsable. Y será el Director de Centro de Salud quien opere como una suerte de figura paterna en la que apoyarse para concebir sus actos desde la ética responsable, más que desde una moral que señala culpables.
Carlos, en tanto alter ego del propio Campusano, encarna en su voz ciertas reflexiones sobre el problema de la violencia social juvenil, que no se resuelve con más violencia, con más represión, sino con dispositivos de reinserción que abran la posibilidad de nuevos lazos por la vía del deporte, del estudio o del arte. Si pensamos el título, «el azote» tiene también distintas resonancias: es el azote de la dureza del clima patagónico, es el azote que recibirá Luis de sus compañeros en el Centro, que lo deja vagando por las calles sin lugar alguno, y es el también el azote que recibió Carlos en su niñez, pero también el actual, donde la corrupción convierte cada palmada que le dan, en una puñalada.
En definitiva, en El azote Campusano nos invita a mirar esa realidad de los márgenes que preferimos ocultar, esos espacios con los que no queremos involucrarnos. Es cierto que las actuaciones no siempre son convincentes y que por momentos resultan forzadas, quitándole fluidez a la narración, pero también hay que decir que, a lo largo de los años, Campusano ha logrado hacer de esa imperfección, de esa rusticidad, una marca de estilo de su cine. Si el espectador logra correrse de ellas para centrarse en la historia que el director busca transmitir de manera honesta, entonces la experiencia de El azote habrá dejado un buen saldo. Acercanos a esa otra realidad es la única posibilidad de no volvernos indolentes y temerosos con el prójimo y que la solidaridad sea la vía que abra la oportunidad que nunca tuvieron.
Acá se puede acceder a la entrevista realizada por Carla Leonardi a José Celestino Campusano.
El azote (Argentina, 2018). Dirección: José Celestino Campusano. Guion: José Celestino Campusano. Fotografía: Eric Elizondo. Edición: Horacio Florentín. Elenco: Kirán Sharbiz, Facundo Sáenz Sañudo, Nadia Fleitas, Ana María Conejeros, Gastón Cardozo. Duración: 89 minutos.
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