“Un día ya nada fue igual” dice la voz de Franca González, para rematar una sucesión de imágenes que la anticiparon: una autopista recorrida apenas por un auto solitario; el Obelisco y el microcentro capitalino silenciosos con sus calles vacías y sus semáforos funcionando para nadie; los edificios de Puerto Madero envueltos en la bruma de una mañana de fines del verano. La imagen reconocible de Buenos Aires se vuelve anomalía: ahora es una ciudad espectral, presa de una distopía inesperada que la sume en la quietud. Una ciudad deshabitada en apariencia, convertida en prisión involuntaria. “Ese espacio cambia progresivamente de aspecto” dice Franca desde el departamento que la contiene -en todos los sentidos posibles. La pandemia se planteó, en algún momento ilusorio inicial, como el cambio de la naturaleza: si la ciudad se postea como parte de ella -incluso en su constitución como artificio-, el comienzo de Apuntes desde el encierro sostiene y reafirma el aserto desde la radicalidad que implica quitarle lo humano.

Para muchos -me incluyo-, el encierro obligatorio llevó a la necesidad de poner palabras, imágenes y sonidos que funcionen en parte como descripción, en parte como percepción de esa nueva conjunción del espacio y el tiempo. Tal vez, incluso yendo contra la afirmación de Juan Forn –“Los diarios de pandemia me parecen malísimos”-, el “Diario de la peste” de Gonçalo Tavares -del que la directora se vale en parte para su guion- se erige como un hito de esa forma híbrida que combina lo perceptivo y lo reflexivo con el registro de una cierta “realidad” que proviene de una mediación cada vez más remarcada. Los diarios de la pandemia se vuelven registros del ver y el oír, desde su inevitable mirada personal. Desplazando cualquier atisbo de ficción, formulando de manera tácita que ésta se ha vuelto realidad escrita desde otros lugares. Pero como sostiene el documental, el registro no intenta dar cuenta de un momento histórico, sino sostener la necesidad de la perspectiva personal. Una subjetividad alojada en el uso exclusivo, intensivo, de la primera persona del singular. El ”yo” se despega de las connotaciones egocéntricas: pone en blanco sobre negro la mirada de quien narra.

El ojo se transforma en cámara. A la cámara no le interesa registrar, lo que implica una búsqueda específica: le interesa mirar. “Nunca tuve tanto tiempo para mirar” dice la voz de Franca, como si justificara de esa manera el devenir de las imágenes. La mirada se vuelve sobre aquello que antes no se veía. Busca en el adentro y en el afuera, los elementos que terminan dando cuenta del cambio: las chicas que toman sol o bailan cumbia en el balcón; los jóvenes que tocan la guitarra en la terraza; otro que camina bajo la llovizna mirando el celular en la misma terraza; una chinche que recorre y ausculta una suculenta. Todos, ajenos a la mirada que implica la cámara, el ojo detrás de ella. Lo que cambia no es, entonces, la naturaleza, sino el lugar donde se posa la mirada, el espacio que se elige observar. En esa observación diferente se han invertido los términos habituales: el tiempo se vuelve una variable casi infinita y el espacio se vuelve restrictivo. Al revés de la mayor parte de los documentales, la materia es ese tiempo sin forma (“Los días parecen idénticos y cambian de posición como jugadores que se aburren de estar en un mismo lugar”; “Un martes se siente igual que un sábado: los mismos olores, los mismos sonidos”) que se delinea a partir de la limitación espacial.

De allí que el documental decida, antes que darle importancia a eso que se ve, otorgarle el peso a la forma en que lo que se ve le da forma a ese tiempo. Las observaciones desde la ventana del departamento registran ese tiempo en el descubrimiento indiscreto de lo que ocurre en otros edificios. Los movimientos rompen la noción de tiempo estancado al introducir la acción, se trate de una mujer que cuelga la ropa en el balcón o la que hace ejercicios físicos con cierto desgano ante lo que se intuye sea una pantalla de computadora. Los diálogos telefónicos que la directora/protagonista tiene con su madre, con Marta o las imágenes de otros espacios atravesados por el mismo tiempo, obturan la detención de éste en la constatación del movimiento. Una derivación de ello es que Franca González recurre al uso del time lapse para registrar sus propios movimientos. Un desplazamiento de la mirada que se vuelve objetiva -en tanto la cámara fija registra solo lo que ocurre delante de ella- y que transforma en objeto a quien hasta ese momento era sujeto. Una disociación entre la mirada y el cuerpo de la cual proviene. En esa secuencia acelerada se alterna el espacio vacío con los momentos en que vemos a la directora leyendo, comiendo u ordenando fotografías y reinstalan esa noción del tiempo. Es en ese punto en que el documental asume como propia otra inversión: ya no es de importancia el cambio de la naturaleza, sino la naturaleza del cambio. La forma en que unos y otros responden a la transformación de las coordenadas de espacio y tiempo en esa situación específica.

Si el documental le da forma al tiempo de diferentes maneras -incluso en los saltos temporales que practica- el cambio se registra en un doble camino: en esa observación restringida del comienzo en que todo no puede verse más que por la ventana -asomándose a ese vacío que retoma la frase de Tavares sobre que “los barrios se han convertido en islas rodeadas de fosas”- y luego en el pasaje temporal, en la posibilidad de instalarse en otros espacios y romper la soledad del departamento. No es casual que las imágenes capturadas por los amigos de la directora aparezcan especialmente después de esa primera referencia al reencuentro tras sesenta días de separación amorosa. En esos permisos que bordean lo clandestino, asoma más que una existencia -no hay que olvidar que el documental abre con la admonición de que “el cuerpo vuelve a ser sagrado” y “tiene que ser protegido”-, un lento despegarse de ese espacio sin forma para volver a ese otro donde está(ba) lo reconocible.

Los sonidos de los silencios atravesados por pájaros, lluvias y voces que no se interrumpen con el frenesí de la calle, empiezan a ceder de a poco sus lugares. Si la idea que se expresa es que “si nos quedáramos encerrados por meses o años, las ciudades empezarían a deshacerse, volveríamos después de la peste a un conjunto de ruinas”, de a poco la cámara va en busca de lo que el tiempo ha hecho con esos espacios. La constatación es todavía similar al comienzo, aunque cambie el auto por el vagón del subte y el Obelisco por la Plaza Cortázar. El cambio del espacio en todo caso, se cifra antes en esas cintas que clausuran la hamaca en la plaza: el juego clausurado se vuelve representación resumida de los tiempos que corrieron. El tramo final marca el inicio de esa ruptura en la que el tiempo deja de depender de la mirada que busca. El espacio deja de darle forma al tiempo, volviendo a la ecuación previa: se advierte en los albañiles que levantan una pared, en la visita de la madre de Franca a la abuela en el geriátrico, en la marcha de la gente por la calle, en la visita del padre y el hermano a la casa de la directora. Los abrazos, los cuerpos que vuelven a estar juntos activan el tiempo. Rompen con el adormecimiento de los otros sentidos -no la vista y el oído, aguzados por necesidad- para recuperar la totalidad del cuerpo en el espacio y el tiempo. El desfasaje de estos elementos se desmorona. Vuelven a estar juntos para que la directora termine su documental proyectando la necesidad de una salida, de ese “gran después” que anhela. “Necesito salir al aire fresco. Quisiera filmar otra cosa”, dice. La cámara, el ojo, en el futuro, volverán a registrar el espacio.  

Apuntes desde el encierro (Argentina, 2022). Guion, Dirección y Producción: Franca González. Fotografía, Cámara y Montaje: Franca González. Diseño de sonido: Lucas Page. Música Original e Interpretación: Laura Basombrío. Producción Ejecutiva: Nadia Martínez. Producción Asociada: Gonzalo Berra. Asistente de post-producción: Belén Noceti. Asesoría de montaje: María Astrauskas. Duración: 75 minutos.

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