el-padre-afiche-mini-treLo primero que vemos en El padre son películas familiares, con el sonido de un viejo proyector como única referencia. El padre, la madre, los dos hijos, celebran un ritual íntimo y familiar con una alegría que ni siquiera esa ausencia de sonido puede atemperar. Poco después, la voz de Mariana Arruti, la que fue esa niña que vemos en pantalla, irrumpe para establecer el mismo corte abrupto que aquella felicidad tuvo a comienzos de la década del 70. “A los pocos meses, mi papá se murió”, dice. Ese hombre que está allí en esas imágenes se transforma, de pronto, en otra cosa. Sigue siendo el padre, pero ahora es parte de un misterio sin resolver o, al menos, de un ocultamiento que la propia directora se empeña en revelar. Detrás de toda imagen, detrás de todo relato, siempre hay piezas sueltas, elementos que se ocultan a la mirada del otro. Y así como la felicidad de esas primeras imágenes ocultan el devenir cercano de la desaparición física, el relato familiar deja entrever una serie de elementos que no concuerdan. “No había una escena clara de su muerte”, dice Arruti, después de desmenuzar las diferentes versiones que con el tiempo fueron instalándose en ese relato familiar. Pero lo que menos le interesa a Arruti es clarificar esa escena, a sabiendas de que es imposible recuperarla, de que solo se puede apegar a las inferencias y a cubrir los agujeros negros que dejan los relatos de los demás con deducciones incomprobables. Pero esa escena de la muerte, que ha sido tergiversada en todos los registros –policiales, familiares-, sirve como punto de partida para recuperar la imagen del padre. Y para recorrer ese camino que lleva del niño de espaldas a la cámara mirando el mar en Monte Hermoso en el pasado a la imagen de la propia Arruti, también de espaldas a la cámara, entreviendo el Río de la Plata a lo lejos, entre los edificios de la Buenos Aires actual.

2-el-padre-emma-gil“Era septiembre del 73, y no me acuerdo nada de él”. El olvido, la memoria, funcionan de manera extraña. Arruti, que pasó a vivir en la casa de un matrimonio amigo de sus padres, algo azorada, recuerda, por ejemplo, las alfombras de esa casa sustituta, pero no queda nada en su memoria de su padre. La memoria y el olvido, como ejercicios permanentes condicionada por la decisión de no hurgar en el pasado. A su madre, le escamotean el acta de defunción, ver el cuerpo en la morgue, en definitiva, la explicación de lo que pasó. A ella, la hija, la sumergen en un mundo paralelo, en el que no se menciona a su padre. El valor de la búsqueda de Arruti en El padre no se restringe a una historia familiar: se espeja en toda una generación y en los sucesos que sobrevendrían apenas unos años después. Y es que tanto esta película como su anterior Trelew se asientan sobre la recuperación de lo que la historia oficial hizo con los sucesos de los años previos a la dictadura: la irrupción del sindicalismo armado y violento y los hechos de Trelew son a la vez antecedente y ensayo de lo que sistemáticamente se aplicaría unos años más tarde. No hay grandes diferencias en la relación de Arruti con su padre, con la que sintieron los hijos de desaparecidos en la búsqueda de su historia familiar. Y la historia de esos padres sustitutos se parece demasiado a los apropiadores, negadores del origen y del pasado. En un caso y otro, hay que reconstruir no solamente una relación que en muchos casos pudo durar días, meses, o pocos años, sino por, sobre todo, la figura de ese hombre ausente que circula como una especie de fantasma en la historia familiar (“Crecí sin saber quién era mi papá”, insiste Arruti). Juan Arruti, como los desaparecidos, es un cuerpo con una historia silenciada para la hija. Un cuerpo que sobrevive en fotos y filmaciones caseras, casi como un objeto que no dice nada. Un cuerpo mudo, que no dice nada y que ni siquiera invita a acercarse en la tumba del cementerio.

medanoEs cierto que en parte interesa develar el enigma del que parte toda la historia: cómo fue qué murió Juan Arruti. Pero no se detiene demasiado tiempo allí: le basta con el relato del tío Boris, que vio el cuerpo, que leyó el acta, que marca las contradicciones con la historia oficial. Pero no deja de ser un detalle, la nota al pie que permite reconstruir la vida de su padre como un enorme flashback en la estructura del documental. El tío Orlando es quien recupera no solo la infancia de Juan, sino con quien se establece un paralelismo con la historia de Mariana: él también perdió a su padre cuando tenía apenas dos años, él tampoco recuerda a su padre, pero ya no tiene alternativas para recuperar esa imagen. Es con los primos de Mariana que la película entra en una dimensión emotiva que hasta ese momento parecía demasiado contenida. Los primos son albañiles como toda la familia Arruti, cuentan sus recuerdos de Juan –recuerdos de infancia, llenos de la misma ternura y candor con que lo recordaría Mariana si pudiera, recuerdos de jugar en serio a vigilar la casa, de jugar a pintar las paredes del pueblo con consignas que seguramente no entendían, pero que venían de una especie de palabra santa de su tío-, se emocionan y por momentos no pueden seguir hablando. “Me gustaría tenerlo como a mis otros tíos”, dice uno de ellos. “A mí también”, le contesta Mariana y el abrazo en que se funden es más fuerte que cualquier palabra.

9-el-padre-melania-minones-y-emma-gil-1-1024x576Si los primos dan carnadura a esa imagen del Juan albañil, tío compinche y fachero, los compañeros de militancia entregan la imagen del otro Juan, del luchador por los derechos de los trabajadores. En esos recuerdos que se cruzan con los reportes hallados en la DIPBA, lo que se traza es un estado de situación del país a fines de los 60 y comienzos de los 70: la persecución policial a todo lo que pudiera ser considerado de izquierda, el sindicalismo de derecha que se oponía violentamente a resignar su lugar de privilegio entre los trabajadores y la necesidad de recurrir al exilio interno –aunque aquí se trate de ir de Monte Hermoso a la Capital-. Esa segunda dimensión del padre va de la mano de la primera, como un correlato inevitable del pasaje de lo familiar a lo comunitario en el cual no se advierten fisuras. Lo curioso –o no tanto- es que ese retrato casi idílico del padre genera cierta desconfianza en la directora. Los recuerdos actúan de esa manera despejando cualquier referencia negativa. Lo que hay allí es un Juan Arruti idealizado por quienes lo recuerdan, ausente, siempre por sus características positivas.

mar-500Lo que define la consistencia de El padre es el sutil pasaje de la evocación de los otros, al encuentro y la puesta en escena de la propia voz del personaje. Aunque el registro sea fragmentario, pequeño, despegado de toda su trayectoria familiar y política, construye ahora a Juan desde sus propias palabras. La lectura de la carta que Juan le envió a su entonces novia y futura esposa, de Bahía Blanca a Capital, con sus errores, con su letra desprolija, implica restaurar rasgos del padre que ninguno de los que lo conocieron pueden dar a luz. La cristalización de ese ideal ajeno se rompe y empieza a asomar una imagen del padre construida desde sí mismo. De esa carta de amor –pero cargada de lo que el entorno político planteaba en esa época- se llega como paso inevitable a ese momento del final en el que aquella película casera del inicio encuentra su sonido. Esa voz del padre junto a la hija cantando en el viejo grabador de cinta, rompe definitivamente con ese “silencio de todos que fue un acto de complicidad”. La voz del padre no resuelve el dilema inicial sobre las circunstancias de su muerte, pero restablece los recuerdos que el tiempo se había llevado consigo y despeja de manera definitiva la incógnita sobre el origen. Y define, de manera contundente, la preeminencia de la memoria sobre el olvido.

El padre (Argentina, 2016), de Mariana Arruti, c/Vanina Aybar, Emma Gil, Manuel Martínez Sobrado, 70′.

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