Aparentemente, la primera y única fábrica de acordeones de América Latina se encuentra en nuestro país. Para ser más precisos, en el barrio porteño de Chacarita –Guevara al 400, entre Maure y Newbery, a 2 cuadras del Parque Los Andes-, instalada en una vieja casa chorizo, no muy distinta de cualquier otra de la zona, que opera simultáneamente como local de venta al público, hogar familiar y sede del “Museo del acordeón”, todo en uno. Se llama “Anconetani”, gentilicio que significa “oriundo de Ancona”, una región italiana a orillas del Adriático, que además es el apellido de la familia de músicos y luthiers que trasplantó desde allí y ha conservado por tres generaciones el arte de la fabricación de acordeones.Escuchemos una vez más: “Anconetani». ¿Alcanzan a sentir la sonoridad del idioma, las reminiscencias a soles y olivos, la grandilocuencia de la lengua madre de la música moderna?
(Nuestra racista generación del ochenta se equivocó. Con todas sus contradicciones, la verdadera civilización europea, su cúspide, jamás abandonó el Mediterráneo. Siempre perteneció a los latinos y a sus herederos, españoles, tanos, franceses; nuestra cultura popular está hecha en buena parte con fragmentos desperdigados de esa tradición. Las artes y la urbanidad prosperan en el calor y el ocio creativo, no en los fiordos y el frío. Fin del excursus).
El trasfondo del documental es una historia de inmigrantes con final feliz. A principios del siglo XX, Giovanni Anconetani era el importador de los célebres acordeones Paolo Soprani. Básicamente, un comerciante especializado que iba y venía del viejo continente al nuevo, trayendo unos instrumentos buenísimos -recordemos que, para la música, los italianos son como los suizos para los relojes, o los japoneses con los electrodomésticos- hasta que estalla la Segunda Guerra cortando los lazos con la madre patria. Es entonces cuando, asistido por sus 5 hijos –a diferencia de los suizos, los tanos son fogosos y, por ende, prolíficos- Giovanni comienza a producir los acordeones él mismo y, de paso, armar una orquesta. De esos cinco hijos hoy sobrevive uno, Nazareno -o Naza, como le dicen-, un viejo hermoso de más de 90 años, protagonista absoluto del documental.
El valor de Anconetani radica, antes que nada, en su dimensión humana. Con total naturalidad, los directores Di Florio y Cataldi concentraron su atención en la vida de un personaje a la vez atípico y familiar, un abuelito excéntrico que filosofa, construye instrumentos y hace música. Grandes temas, como el paso del tiempo, la inmigración, las tradiciones, se abordan desde una óptica cotidiana. Como en los buenos documentales, el hilo narrativo surge y se sostiene a través de las voces de los protagonistas, antes que del artilugio cinematográfico: son las anécdotas de Naza, o la presencia de las mujeres de la casa que nos muestran un álbum de fotos, o la llegada de unos amigos músicos (entre ellos, acordeonistas muy importantes como el Chango Spasiuk o Raúl Barboza), cayendo de visita.
Es imposible no darse cuenta de que Naza, que habla español cruzando palabras italianas e italiano con prosodia y acento rioplatense con la parsimonia de quien tiene todo el tiempo del mundo, es el baluarte de una época que ya no existe, pura sabiduría de vivir. Entrar en su taller, que es igualito al de Geppetto y se encuentra en la planta superior de la casa, al final de una escalera (casi un ascenso al cielo), equivale a dar un salto en el tiempo. Sin embargo, el documental no comete el pecado de la nostalgia en ningún momento. Al contrario, con gran acierto busca apegarse al sentimiento vital propio de una familia de artistas y celebrarlo. Si hasta en una secuencia el viejo termina tocando la batería en el Konex, por favor.
Anconetani (Argentina, 2014), de Silvia Di Florio y Gustavo Cataldi, c/Nazareno Anconetani, Raúl Barboza, el Chango Spasiuk, 76’.
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