Empiezo a sentir ruidos a mi derecha, una fila de butacas atrás de donde estoy sentado mirando Mala, la última película de Adrián Caetano, en una de las salas del Showcase Belgrano con fuerte olor a humedad, causado por una gotera según me informaron antes de sacar la entrada para evitar quejas posteriores. Dos mujeres de entre 65 y 75 años se mueven, cuchichean, murmuran, hasta que escucho a una decir con claridad: “tan sin sentido todo”. De allí en más, no se callaron hasta que terminó la película, 10 o 15 minutos más tarde. Ya encendidas las luces, imponían su lapidaria impresión a cada uno de los que pasaban por el pasillo junto al que se habían sentado. En líneas generales, pareció que todos coincidían con su juicio, o al menos asentían sin detenerse para largarse lo más rápido posible y no darles charla. Lo más extraño de la situación fue que la mayor parte de los críticos de cine con quienes una semana antes compartí función privada opinaban más o menos lo mismo o incluso cosas peores que estas dos mujeres, candidatas a ser las reencarnaciones actuales del famoso estereotipo de ‘la señora gorda’ que Homero Alsina Thevenet utilizara para fustigar la mirada convencional de buena parte de los espectadores, extensible en este caso a una buena parte de la crítica de cine.
Si hace algo así como una década atrás asistimos al divorcio entre la crítica y el público ‘cacareado’ por algunas firmas del diario La Nación ante el estreno de unas cuantas películas extranjeras – entre ellas, Intervención divina, del palestino Elia Suleiman – que desorientaron al público, es más que probable que ahora nos encontremos con la reconciliación de las partes a costa de esta película nacional en la que, efectivamente, todo parece tan sin sentido que vuelve locos tanto a los espectadores poco curiosos y nada abiertos a la incertidumbre, como a los críticos profesionales apurados por calificarla pensando menos en la película o en mantener una relación no pasajera con ella, que con la línea editorial del diario para el que trabajan. Hasta una relación pajera con la película sería mejor que ninguna, habida cuenta de que la masturbación no sólo define la relación de un personaje con otro, sino hasta cierto punto la del espectador con la película, además de aparecer vinculada al potencial cinematográfico de la mirada patológica, aquí asociada al caleidoscopio. Las dos mujeres sentadas en la fila de butacas siguiente a la mía tuvieron la posta sin saberlo. Para ellas, el ‘sin sentido’ no fue más que un juicio negativo. Para mí, abierta perplejidad cada vez que vi la película. No obstante, hubo diferencias entre una y otra. Durante la primera proyección el asombro me instaló en un clima de curiosa y juguetona avidez que me hizo percibir la comicidad voluntaria de la película. En la segunda proyección, de la que acabo de volver, me encontré con un melodrama cuya primera hora es densa y viscosa. Ninguna de las dos percepciones excluye la otra.
La película arranca con un cartel que dice ‘Había una vez en un mundo sin amor…’ y da paso a un hecho traumático. Como en Francia (película predominantemente peronista, así como Mala es freudiana sobre todo, si tomamos como referencia los dos retratos del consultorio de Valenzuela en aquella, entre los cuales oscilaba la cámara), Caetano usa de nuevo una escritura que está ligada a la infancia, aunque no necesariamente pueda ser atribuida a un chico. Algunas de las líneas de diálogo dichas por el protagonista masculino también tienen la misma elementalidad de quien está aprendiendo los rudimentos del lenguaje, sólo que al estar en boca de un adulto desnudan todo su patetismo (hay monólogos pronunciados por caras deformadas a golpes y otros por caras encuadradas en ángulos cortos, raros y abruptos), que es el núcleo del melodrama, eso que Malaensaya abiertamente sin serlo del todo, como si no supiera serlo, no se lo permitiera, no se animara o algo externo a ella se lo impidiera, tomando a menudo la absurda forma de la telenovela con villanas en sillas de ruedas y la irónica de su parodia con gente que se llama entre sí usando dos nombres (Carlos Javier), galanes que usan sombrero de vaquero caribeño, y mujeres que se agreden con ballestas. El thriller psicológico, el de acción, y hasta el terror aparecen entonces como códigos subalternos pero intrusos que parecen obedecer al deseo de hibridación menos como apuesta estética abstracta que como resguardo de alguna clase de pudor. A todos los personajes les cuesta conversar, en parte porque, sean hombres o mujeres, están moldeados desde el guión según el modelo de virilidad cerrado sobre sí mismo en materia de expresión de sentimientos. De modo que ciertas escenas cuyo marco y estructura encajarían con el desborde melodramático, se resuelven con la parquedad gestual del western y locución bastante forzada.
Pero ese defecto, si pudiéramos llamarlo así teniendo en cuenta la conciencia con que Caetano abandonó todo terreno seguro con esta película, así como otros de índole técnica, son en buena medida lo que la hacen interesante y hasta conmovedora. Pienso en la escena en que Ferro y Duplaá conversan caminando hasta llegar por primera vez al Torino naranja. Nada en esa escena fluye fácil. Todo cuesta un huevo, todo está trabado, en parte porque nos asomamos al redescubrimiento del trauma de uno de los personajes, en parte porque parece costarles a los actores y a la película, y eso mismo le da identidad, incluso enfermiza. Quiero decir que Caetano decidió filmar ciertas escenas para forzar al espectador a sentir el sin sentido, y tal vez la más clara evidencia de ello sea la velocidad de los autos y la moto en la fuga nocturna, que es morosa como son las pesadillas sin llegar a ser siniestra, y es ambigua como la noción de cuidado rayana con el control obsesivo y/o maternal de los personajes de la camioneta que expresan verbalmente sus intenciones. Pero también quiero decir que Mala es una película sobre los sentimientos y su relación con el cuerpo, que se vale de algunas estrategias de distracción para mejor abordarlos o para lidiar con la potencia devastadora que les reconoce y desequilibra a todos sus personajes. Si uno se deja llevar por el tono en ocasiones afectado, en otras desafectado, de las escenas que nunca llegan a configurar un ritmo regular, si va y viene con ella, si no la juzga, encuentra momentos de extrema soledad, casi abismales, pero desfigurados o disimulados por lo heterogéneo de la propuesta y el extrañamiento general, en parte debidos a lo anacrónico de ciertos recursos como el fundido encadenado demorado hasta la sobre impresión, los tonos musicales ominosos, y planos detalle casi surrealistas, obsesos, sombríos y alucinados.
 
Mala es una película con grandes escenas y planos, de una sofisticación opacada por la inestabilidad molesta pero no vertiginosa de la cámara, que deliberadamente corroe el reconocimiento por parte de los espectadores de la precisión de ciertos encuadres y la sugestión de otros. Hay dos secuencias memorables con espejos, tanto por la puesta en abismo como por el sexo, una de las cuales perturbó a las dos mujeres de las que hablé al principio, lo que demuestra que el comentario acerca del ‘sin sentido’ revelaba lo violento de encontrarse con sentidos que escapan a nuestro control conceptual, entre ellos los del placer. Hay objetos desconectados de su función material cuyo rol simbólico tampoco queda atado a una sola clave interpretativa gracias a un par de trucos y ardides fantásticos lindantes con lo maravilloso. Hay caras de mujer que se animalizan en virtud de los desplazamientos propiciados por la composición de los encuadres, las miradas y el montaje. Hay subjetivas que son heridas abiertas y aunque un personaje diga ante una pierna ensangrentada que “es una herida nada más”, nosotros sabemos que no es así porque su cara lo desmiente, porque una herida nunca es sólo una herida y porque en el cine, como en cualquier sistema de signos compuesto, nada es una cosa y nada más que ella, nada nunca está cerrado del todo. Esa es la ambigüedad constitutiva a la que apuesta Mala, que desde su título no sólo desafía casi con afán suicida la tendencia a clasificar todo lo más rápidamente posible y pasar a otra cosa, sino que lo impide con una libertad desconcertante, ridícula y contagiosa.

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