* La cámara en el comienzo del documental está debajo del agua. El agua está en una pileta en la que los niños juegan, se asoman a la cámara como si encontraran algo que quiere emerger desde el fondo. Algunos se sumergen. Sostienen la respiración, los ojos cerrados. Cuerpos inertes a merced del movimiento del líquido. Algunos muñecos flotan en el agua. Están desmembrados, son torsos sin rostro que flotan entre los cuerpos que juegan. De ese espacio emergerá la cámara, como desde el fondo de un abismo acuoso, para observar qué hay en ese espacio del afuera.

* Los cementerios son espacios poderosos desde lo simbólico. Las imágenes de lo extraño abarcan desde barrios construidos sobre viejos cementerios originarios -con su consiguiente derivación de leyendas y mitos-, el cementerio de Epecuén inundado por el desborde de la laguna y hasta las construcciones monumentales hasta lo demencial de Salamone en pueblos del interior -quien no haya pasado por el cementerio de Azul o el de Saldungaray no puede entender lo que implica el concepto-. En El ritual del alcaucil, la historia del cementerio se recupera en los primeros minutos, cuando los lugareños más viejos sacan a la luz los recuerdos de niñez. El cementerio avanzó sobre el barrio, sobre lo que hace unas siete décadas atrás eran una serie de chacras. La muerte avanzando sobre la vida, ocupando los espacios que eran habitados, desplazando la vida a otro lugar.

* Pero si hay algo que el documental logra es desplazar casi inmediatamente del centro del relato al cementerio. Vuelve al barrio. En la primera parte, el cementerio ni siquiera entra en relación física directa con los entrevistados. Hay una persistente búsqueda de descentralizar, de crear un espacio que parece sostenido solamente en el relato de los entrevistados, como si estuviera fuera de contexto. Y, por otro lado, cuando avanza en ese relato del pasado no recurre a imágenes de ese tiempo. El presente continuo de las imágenes del documental se cruza con el pasado como recuerdo, como evocación, nunca como relato ilustrado.

* Sin embargo, dos procesos se van desarrollando lentamente para determinar el avance de la película. Por un lado, la decisión de que los entrevistados se vean en un continuo desfasaje entre lo sonoro y lo visual. El relato sonoro, el cruzamiento de las palabras de los vecinos del barrio que van armando la historia del barrio, avanza entre las claves que permiten entender qué lugar ocupan en esa microsociedad -el sastre, el compositor musical, por ejemplo- y la recuperación de la historia propia. Pero en la imagen, esos personajes no aparecen del todo. Son apenas fragmentos, sombras veladas que emergen tras los objetos -un ventilador en funcionamiento, por ejemplo-, rostros astillados en el reflejo de espejos o vidrios. Solo cuando en el último tercio la mirada se desplace y se concentre en el bar cercano al cementerio y sus habituales clientes, los rostros se volverán claros, se despegarán de los reflejos y los vidrios para encontrar una carnadura que era esquiva hasta allí. Lo que ahora pasa a ser reflejo es aquello que está fuera del bar, o de la florería de la esquina, eso que ahora sí funciona como un contexto más amplio en el que se inserta.

* Por otro lado, en el relato comienza a surgir una memoria que parece escondida, olvidada. Que se percibe como estiletazos que van atravesando la historia que cuentan. En el momento en que aparece una foto del pasado, una de esas típicas fotos escolares, la voz que no identificamos dice “de la camada de sexto grado no quedó ni uno”. Enseguida, la primera referencia que dice que “desaparecieron”. La relación del barrio con el cementerio adquiere otra significación: ya no se trata de una relación de contiguidad, sino de una complejidad mayor. Es la relación del barrio con la muerte que implica el cementerio y con una forma de muerte que se escapa de la naturalidad. Las menciones van apareciendo en los diferentes relatos. El “lugar al que nadie quiere ir”, donde tiraban los cuerpos que “levantaban”. La mención a la fosa común que nadie vio, pero de la que todos tienen referencias -incluso alguno llega a decir que sobre ella se construyeron nichos para cubrirla-. La mujer que recuerda la Nochebuena en la que fue con su madre y el cementerio estaba lleno de militares que no permitía que la gente avance en cierta zona.  Pero también allí aparecen los elementos de negación que ponen entre paréntesis el relato de esa memoria oculta. No solamente en la referencia a que los trabajadores del cementerio sabían pero ninguno dijo nada -y ya están todos muertos también-, sino a la forma en que esa negación toma forma en quienes relatan. Cuentan lo que les contaron, pero nadie lo vio. Es curioso que una mujer cuenta que se enteró de lo que pasaba en el cementerio por el Nunca Más, pero se negó a leerlo porque era algo muy fuerte. No querer ver, como la mujer que tiraba las cartas y dejó de hacerlo porque vio algo muy violento y que ahora dice “Si me contás te voy a escuchar, pero prefiero no saber”.

* No saber. De allí que la cámara no trascienda los límites demarcados del cementerio. Se queda con el relato que hacen los de afuera. Con los juegos de las niñas en el bar que hacen referencia a los muertos. Prefiere enmarcar los relatos en un clima enrarecido desde la naturalidad: los sonidos de esas tardes son el silencio de las calles, la reverberancia del ruido de las chicharras, los ventiladores, una máquina de coser, un televisor encendido. El cementerio es apenas una sucesión de paredes. Una parada de colectivos con un solo hombre esperando. Una canchita de fútbol para los pibes del barrio. La cámara, sin embargo, tampoco da la espalda. Como los espejos del comienzo, funciona como reflejo de lo que no se ve, aunque más no sea fragmentariamente. Como ese grupo de niños que se asoman desde una pared abierta, en algún momento ofrece una imagen sesgada, un fragmento mínimo, un espacio sin significación posible, representación de un espacio que fuera de campo sigue teniendo peso simbólico. Pero como los niños, solo ve lo que ese espacio le permite ver. Un fragmento de imágenes, como la que obtiene de los personajes. Algo que se puede atisbar pero sin confirmar. Y en el camino, consuma el ritual del título como forma cinematográfica. El ritual del alcaucil logra deshojar la flor que tiene entre las manos hasta llegar al corazón. Y en ese proceso, consigue que durante poco más de una hora, olvide cómo se cuenta el tiempo.

Calificación: 7/10

El ritual del alcaucil (Argentina, 2020). Guion y Dirección: Ximena González. Cámara y Fotografía: Matías Collavini, Ximena González. Montaje: Gabi Jaime, Ximena González. Duración: 82 minutos.

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