Tras incursionar en la senda del documental, la realizadora argentina Valeria Selinger da el paso hacia su primer largometraje de ficción, lidiando con material realmente delicado, que implica un desafío de adaptación. La casa de los conejos (2020) es la transposición de la novela homónima de Laura Alcoba, escritora argentina actualmente radicada en París como la directora. Esta novela, escrita en el año 2007, es la primera de una trilogía de ficción autobiográfica (que continua con El azul de las abejas y La danza de la araña) y tiene la virtud de retratar los años más convulsivos de la historia de nuestro país, evitando las explicaciones o los juicios de valor, al apoyarse en la voz y la mirada sencilla y transparente de una niña. Deja, entonces, del lado del lector el juicio y la valoración sobre lo acontecido.

La película se mantiene fiel a este espíritu de la novela y modifica con acierto la primera persona de Laura, la niña narradora, por un narrador omnisciente con focalización en el punto de vista de la niña. De esta manera consigue evitar el recurso a la voz en off, que puede resultar fatigosa y restar continuidad a la secuencia de imágenes, pero al mismo tiempo al restringir la mirada a ese personaje logra recuperar algo de esa singular voz narradora, tan importante en el tono  desprejuiciado que asume la novela. 

Al comenzar, un inserto explicativo sitúa la acción en la ciudad de La Plata en 1975. Se trata entonces -como bien da cuenta la secuencia de imágenes documentales en blanco y negro que acompañan a los créditos y que fueron tomadas de Resistir (1978) de Jorge Cedrón- de la etapa de Terrorismo de Estado llevada adelante por la organización para-policial de extrema derecha denominada Triple A, que marcó el pase a la clandestinidad de los miembros de la organización Montoneros, en los albores del Golpe de Estado de 1976.

Los padres de Laura participan en Montoneros y ella debe habituarse también a esa vida clandestina, a los cambios de casa reiterados, a no poder ir al colegio, a las visitas en la cárcel donde su padre está detenido, a los nombres falsos inventados y a las intermitencias en el vínculo con su madre, mientras permanece al cuidado de sus abuelos. Pero, sobre todo, Laura (Mora Iramain García) debe lidiar a sus ocho años con el enorme peso de callar, de mantener en silencio todo aquello que ve a su alrededor, pues la vida de su madre, que tiene pedido de captura, y también la de ella, pueden derrumbarse de un soplo como un castillo de naipes. Es Ana (Guadalupe Docampo), la madre de Laura, la que transmite con rigurosidad, en diversas escenas (y ya desde el prólogo, cuando los padres esconden armas en el porta-rollo de la persiana), este duro mandato de silencio. De ahí que la relación madre-hija se vuelva tensa y ambivalente por la severidad con que la trata ante la posibilidad de cualquier mínimo error, por la discrepancia entre lo que espera de ella (una madre radiante que la espere con una deliciosa torta de chocolate) y la realidad (una madre que se le presenta como extraña cada vez que la vuelve a ver, enfundada en un nuevo corte y color de cabello, en una apariencia diferente).

De ahí que cuando madre e hija se muden a la llamada “Casa de los Conejos”, Diana (Paula Brasca), con su sonrisa resplandeciente, su incipiente embarazo y la dulzura y dedicación con que se dirige hacia ella (pues oficia además como una suerte de maestra), se establezca como la contrapartida de Ana. Se da entonces una suerte de escisión entre la madre del deber ser y la madre del amor. No obstante, ambas tomadas individualmente se presentan a su vez divididas, entre la mujer militante, que avanza intrépida (sin temor ni temblor), y la madre de los cuidados de su cría. 

La película cuenta con un acertado trabajo de fotografía que contrapone los interiores en penumbra, la paleta de colores apagada y los planos cerrados, propios de la vida en clandestinidad, con exteriores algo más luminosos y abiertos en las escenas en que Laura deambula, jugueteando por las calles, y que operan como cierta liberación respecto de la encorsetada vida de quietud y silencio, donde cualquier palabra en falso puede resultar fatal. Hay, además, un interesante trabajo con el punto de vista, que está dado por el estado de alerta o curiosidad de Laura (establecido por sus subjetivas), ya sea intuyendo una vigilancia desde algún auto o persona, o inquiriendo en la construcción de esa cosa rara que “el Ingeniero” (Dario Grandinetti) llama “embute” (neologismo de la jerga guerrillera que en este caso refiere a una pequeña puerta de ladrillos, que se abre a través de un mecanismo eléctrico  y que permite pasar a una habitación interna, sin ventanas ni respiración natural, donde funciona la imprenta que da salida a la revista de la organización: Evita Montonera, mientras que del otro lado de la pared oficia como pantalla un criadero de conejos). Al mismo tiempo, el punto de vista también está trabajado a partir de la irrupción del elemento fantástico (definido por colores vibrantes y estridentes), dando cuenta de la imaginería interior de la niña. Esto se observa en la escena de la plaza frente a la calesita, con la aparición de esa madre maravillosa que le ofrece la torta, y también en la escena con la vecina, que parece una suerte de hada, propia de los cuentos de princesas, dispuesta a colmarla con un mundo de maravillas (ese en el que vive cualquier niña corriente), en contraposición a la rutinaria y austera vida en la clandestinidad.

Al mismo tiempo hay una lograda e impactante labor con lo siniestro. Por un lado, en las ensoñaciones que evocan a la vecina, mientras su madre la interroga, a los gritos y enojada, sobre lo que pudo haberle dicho. Allí, en el pavor de la niña, la luminosa y bondadosa vecina deviene de pronto en un oscuro hombre de un grupo de tareas, claro punto en que la amable familiaridad de un vecino puede volverse en la oscuridad de un extraño delator, en que el cuento infantil de princesas vira hacia la sombría pesadilla. Esta apelación al cuento infantil, en su faceta no edulcorada al estilo de los hermanos Grimm, resulta sumamente eficaz desde lo formal para transmitir la atmósfera del terror acechante, agazapado propia de aquellos años. Por otra parte, hay un contraste muy marcado entre la dureza con la que tanto Ana como “el Ingeniero” tratan a la pequeña Laura, ante un posible desliz o desacierto, al punto de perder los estribos, y la ternura con la que ella se dirige hacia cada uno de aquellos que viven o pasan por la casa, llegando a establecer verdaderos vínculos afectivos como ocurre en el caso de Diana y también con “el Ingeniero”, dato este último que genera en el espectador un escozor siniestro, a la luz de lo que ocurre en el final.

Otro punto interesante es el contrapunto que genera la directora entre esa Laura que se pasea por la casa, con aire de adulta seriedad y madurez, mudo testigo del embute, de la manipulación de armas y de las reuniones de la organización, y la Laura que juega con las muñecas o con los conejos, zona de libertad respecto de ese mundo opresivo y claustrofóbico, donde puede hacer activo lo vivido pasivamente, donde puede tramitar la marca del silencio impuesto que acaso comprende, pero quizás no cabalmente en toda su dimensión, las huellas del acecho continuo del horror. En este marco, los conejos no son simplemente los conejos reales que sirven de tapadera a un lugar clave para la organización, sino que adquieren también una dimensión simbólica. Esos conejos enjaulados son ellos mismos, los montoneros, en tanto clandestinos y encerrados, pero también esos conejos frágiles (que se matan de un mazazo para vender en escabeche) son potencialmente ellos mismos en tanto pasibles de ser aplastados por la maquinaria del odio militar. En este punto, la misma casa encantada que protege puede tornarse en un instante en una trampa mortal. Valeria Selinger adopta un tono de revisionismo histórico, pero a la vez logra tender un puente con el presente al dar cuenta de una herida que sigue sin estar completamente saldada en nuestro país, pues como Clara Anahí (la bebé de Diana Teruggi y Daniel Mariani), son muchos los nietos que continúan sin haber sido restituidos a sus respectivas familias. La casa de los conejos es un coming of age conmovedor, que evita el sentimentalismo y el manifiesto político explícito, pero que sin dudas interpela al espectador.

Calificación: 8/10

La casa de los conejos (Argentina/España/Francia, 2021). Dirección: Valeria Selinger. Guion: Valeria Selinger, Laura Alcoba. Fotografía y cámara: Leandro Martínez, Helmut Fischer. Montaje: Victoria Follonier, Valeria Selinger. Elenco: Mora Iramaín García, Guadalupe Docampo, Paula Brasca, Darío Grandinetti, Miguel Angel Solá. Duración: 94 minutos.

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