
Hace algunos años, Sandra Gugliotta presentó un documental llamado Retiros (in)voluntarios (2020) en el que recuperaba las consecuencias del proceso de traspaso de una empresa pública –en este caso la France Telecom de Francia- a la órbita privada. A contramano del discurso eficientista y emprendedor con que se autopercibe el sector privado, Gugliotta ponía el acento no solamente en la obsesión por maximizar las ganancias empresariales, sino en las consecuencias que trajo en el ámbito laboral: sin renunciar a paralelismos que podrían parecer temerarios, señalaba la estrategia empresarial en relación con los trabajadores, que consistía en forzar su renuncia a partir de la presión psicológica y física a la que se los sometía. Aquel documental encontraba un eco en la Argentina, donde la misma empresa había desembarcado en la década del 90, quedándose con la mitad de la cobertura de lo que fuera Entel y en donde aplicó una metodología similar de presión empresarial.
Si Retiros (in)voluntarios encontraba su razón de ser en las consecuencias psicológicas sufridas por los trabajadores, pero especialmente en la decisión de unos cuantos de ellos de suicidarse en el mismo espacio en el que desarrollaban su trabajo, El Proceso (2024)–con su referencialidad tanto kafkiana como de resonancias dictatoriales para el público argentino- se postula como su complemento. No como una continuidad lógica, sino como una recuperación de parte de aquella historia para comprender los sucesos que le siguieron. Si bien aquí el centro que articula el trabajo es la realización del juicio contra los directores de la empresa, hay un constante corrimiento de ese centro de la escena para situarse en una perspectiva marginal.
La imposición de la imposibilidad de filmar las audiencias –que queda registrado en el momento en el que desde afuera de la sala se observa a los acusados- establece un límite preciso a lo que se puede ver, pero a la vez, provoca que esa marginación se constituya como una posibilidad de explorar la situación desde otro lugar. De allí que El Proceso es un documental que se postula tanto como documento de la espera como expresión indirecta de lo que ocurrió en la sala. Un relato que encuentra su espacio en los pasillos que circundan la sala de audiencias y que oscila entre los recuerdos que articulan los sobrevivientes –algunos intentaron suicidarse en el pasado- y sus familiares y el relato que se reconstruye tanto de la actuación de los abogados defensores como de los testimonios ante el juzgado. Entonces, lo que aparentemente importa –la audiencia- queda en un completo fuera de campo visual y sonoro; pero lo que se logra es que esa importancia se traslade hacia ese afuera en el que la cámara busca –y encuentra- entre las entrevistas para radios y canales de televisión que comparten el lugar, el hallazgo de esas imágenes que solo el descuido puede lograr –ese comienzo de diálogo entre los defensores-, el material para recomponer aquello a lo que no puede acceder.
Si el espacio que circunda a la sala puede pensarse como una suerte de backstage de la escena principal, hay otro elemento que parece poner en evidencia tanto el aspecto performático como la construcción del espacio como una teatralización (en una inversión del sentido que adquieren las habituales películas de ficción sobre juicios). Ese espacio, que la cámara recalca una y otra vez, con tomas fijas de diferentes lugares del edificio, se constituye como un espacio hipermoderno y luminoso, pero por lo mismo, carente de toda identificación posible: es un espacio que, en virtud de las necesidades podría convertirse en un shopping, porque el concepto de su construcción es similar. En ese espacio, los abogados y fiscales van vestidos con una toga que los diferencia de los demás. Pero, sobre todo, aparecen como un anacronismo visual que resalta el rasgo teatralizado: lo que puede pensarse como uniforme se transforma, se convierte en un disfraz.
El anacronismo de ese elemento visual refuerza otro, más profundo, que la película no subraya, pero que aparece como sugerencia especialmente en el tramo final. La percepción que se instala es el de un distanciamiento entre un modelo de justicia asentado en formas del pasado y una realidad que avanza mucho más rápido y en la que aquella no logra encajar. La medida de esa distancia aparece en la desproporción entre el daño producido y la condena máxima posible, pero se pone de manifiesto, quizás de manera involuntaria, cuando el abogado defensor señala que, a su criterio, se está utilizando una ley sancionada con un determinado propósito, para otro diferente. Si ese absurdo se condensa en la información que brindan los carteles del final del documental, atraviesa en verdad toda la película. Porque el posicionamiento que adopta la mirada de Gugliotta, del lado de los trabajadores, pone en escena la desproporción evidente entre la decisión corporativa de desechar empleados –pensado como desechar de la vida, en una sociedad en la que el trabajo es central no solo para la subsistencia sino para la autoestima- y la consecuencia que implica los suicidios de casi una treintena de personas y la importancia que se le adjudica a “salvar la casa”, es decir, la empresa.
Es allí donde cobra relevancia el relato de uno de los trabajadores, cuando ejemplifica de manera contundente, la conversión de un trabajador en un número, en una serie de letras y números que lo identifican, como si fuera un producto (o como algo sin identidad, rememorando la práctica del nazismo en los campos de concentración). Pero es también allí donde se percibe que un documental que ahora sí, se restringe a los espacios de Francia, reverbera en el presente argentino. Lo que en Retiros (in)voluntarios era un viaje hacia el pasado no tan distante de esa Argentina de los 90, vuelve en El Proceso como inquietante señal del presente.
El proceso (Argentina, 2023). Guion y dirección: Sandra Gugliotta. Duración: 79 minutos.
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