Cuando una película coloca en el centro de su relato a una reunión de amigos, el lugar común lleva a imaginarse una especie de ajuste de cuentas por el presente y el pasado de esas personas. La excusa habitual es el regreso de un miembro de ese grupo que vive en otro lugar, situación que propicia el reencuentro. La cuestión, a la hora de transformar esa idea en una historia y a esa historia en una narración cinematográfica es qué se hace con ella. De qué manera, en fin, se trata de –y eventualmente se consigue- escapar de esos lugares comunes.

En el planteo de El nuevo novio de Lucía esos lugares comunes se respetan a rajatabla. Santiago y Ana, que está embarazada, vuelven a la Argentina después de dos años de vivir en Madrid, para que el hijo de ambos nazca aquí. El plan es quedarse un par de meses y volver a partir. La noche siguiente al regreso, organizan la reunión con los viejos amigos y compañeros de la secundaria. La planificación de una reunión ideal, observada como festejo doble por el reencuentro y el futuro nacimiento, se altera con la aparición de un elemento disruptivo que tiene que ver directamente con el pasado de Santiago.A partir de ese planteo, lo que aparece es otro riesgo: la posibilidad de que la película se deslice hacia una zona lindante con lo teatral y que aparezca como un experimento catártico en el que el peso de los diálogos sepulte cualquier atisbo de acción. A ello debe sumarse la concentración espacial y temporal que adquiere el relato: todo ocurre dentro de las paredes del departamento de la madre de Santiago –con algunas pocas escenas en el balcón y en la entrada del edificio- y en un lapso de unas tres horas. En cierto sentido, puede pensarse que en algunos momentos esa posibilidad se concreta, sobre todo si se observa cierto esquematismo a la hora de resolver los momentos en los que se producen las charlas individuales de Santiago con sus amigos en el balcón. Sin embargo, lo que se advierte, asimismo, es haber logrado que la sucesión de diálogos no se suceda prolijamente, sino que funcionen como una charla natural en la que se plantean situaciones de fricción entre los personajes.En ese relato en el que los personajes entran, van apareciendo los cambios experimentados en esos dos años: separaciones, infidelidades, perdones, abandonos. En esos cuerpos aparece retratado el pasaje de la adolescencia que fue hacia el final de la juventud que se anuncia a partir de lo simbólico: el embarazo, la posibilidad o la negación de ser padre, la soledad, la decisión de unirse a otra persona más allá de la atracción física (aunque cada tanto aparezca algún ramalazo de ese pasado como añoranza, como cuando se activa el recuerdo sobre el vecino del departamento de al lado). En un punto, el elemento que une a los personajes sigue siendo esa vivencia adolescente a la que siempre vuelven de una manera u otra –en tanto lazo perdurable- y que se actualiza en la negación de Santiago ante la convocatoria a Lucía y su pareja. No es casual, en ese sentido, que la convocatoria original culmine en compartir el streaming del show de la banda que tiene Santiago en España: allí es donde parece quedar el último residuo de esa adolescencia y juventud que se están yendo.Lo interesante de la película no está en esa mirada que sobrevuela todo el relato, situada entre la nostalgia y la pérdida, sino en la forma en la que toda la historia está construida en relación con una ausencia. Y con la tensión sostenida entre la posibilidad de mantener esa ausencia o clausurarla. El nuevo novio de Lucía al que hace referencia el título es Eduardo, un personaje que provoca en Santiago el recuerdo de un pasado cuya revelación se irá dando en cuentagotas, hasta la confesión final. Y justamente esa tensión contenida proviene de una decisión que transforma la estructura de la película. Al dejar a Lucía y a Eduardo fuera del campo visual –y también del sonoro-, lo que se construye es un afuera que va aprisionando a los personajes del adentro. La reunión se transforma en un diálogo que gira una y otra vez sobre los ausentes. Pero aún más inquietante es el efecto que provoca esa ausencia. En el péndulo que ofrecen las posiciones que toman tanto Ana como el resto de los amigos, Lucía y Eduardo se convierten en una amenaza invisible, una fuerza que desde otro lugar invoca a la destrucción de los lazos internos. La transformación de la fiesta en pesadilla, no deviene tanto del cruce entre los personajes, ni siquiera de la decisión final de Santiago de contar a sus amigos lo que ocurrió en el pasado –que, por el contrario, diluye definitivamente el efecto-. Sino en la decisión de adoptar un esquema que utiliza elementos genéricos, propios del cine de terror, para insertarlos en otro, en una comedia devenida, por eso mismo, en drama. Si las llamadas por celular de Lucía a los distintos amigos van configurando un espacio invadido por ese otro que está afuera, el momento en el que Santiago advierte la presencia del auto de Lucía en la puerta del edificio, desemboca en la expresión del terror en el cuerpo. La forma que encuentra el personaje para desactivar la amenaza de aquello que no se ve, de lo oculto, es poner en primer plano lo que se oculta dentro de sí. Contar la historia del pasado se vuelve entonces, más que memoria, más que recuerdo del horror pasado, la forma de desactivarlo en el presente.

El nuevo novio de Lucía (Argentina, 2024). Guion y dirección: Matías De Leis Correa. Fotografía: Evelyn Flores. Edición: Matías De Leis Correa. Elenco: Victorio D’Alessandro, Julia Dorto, Diego Alfonso. Duración: 92 minutos.

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