el-movimiento (1)Caramba con los puebleros.

En todito ven mal modo.

Juan Moreira, de Leonardo Favio.

Uno a uno van desfilando distintos rostros frente a una cámara que los encuadra en primer plano. Disímiles, apocados, integran una geografía que tiene muy pocos marcos reconocibles. Se trata de un paisaje orillero, mixtura entre la urbe y el campo. (A)Parecen entrelazados en un miserable destino de olvidos y marginaciones, en un registro que en principio tiende a suspender las coordenadas espacio-temporales. Ante esa especie de ensayo de cinéma vértité desnudan sus subjetividades, sin mediación de otros interlocutores, acerca de una reunión de la que fueron convidados. Esas secuencias que clausuran El movimiento –segunda realización de Benjamín Naishtat- además de erosionar los trazos que median entre las representaciones de lo ficcional y lo real, desdibujan las rupturas entre tiempos pretéritos y el presente.

Los prolegómenos de la película se ubican en 1835. Un hiato en la periodicidad política del Río de la Plata que no solo será definitorio para el conjunto de los protagonistas, sino que funciona también como un elemento de inferencia en el relato de la historia de la propia nación. La crisis abierta por los fuertes disensos dentro de la facción federal, tras la salida del poder del gobernador bonaerense Juan Manuel de Rosas, desata un enfrentamiento en el que, una vez más, se desbocan las pasiones y se configuran las lealtades y las traiciones hacia la figura del “Restaurador” y sus hombres. Por ello que, sobre un fondo negro, una leyenda nos habla de anarquía y una peste diezmadora. Anticipando un teatro de violencias en el que un conjunto de actores –contorneados en trazos muy gruesos, movilizados en un andar casi pirandelliano- se enfrentarán por lograr o evitar la entronización del gobernador.

En este sentido, hay una intencionalidad en El movimiento de constituirse en un film articulado sobre un relato político. Esta intervención es efectuada en una clave regida por la violencia y que opera, de este modo, en la reafirmación de una lectura holística que la presupone como una de las piedras basales de nuestra historia, y que la recorre, indefectiblemente, hasta nuestros días. Política y violencia / clientelismo y puñal son elementos de una materialidad tangible, pero también metáfora, que conforman el lente con el cual el director de Historia del miedo (2014) se detiene en una coyuntura particular, como lo es la de 1835. Despojado de las marcas del cine militante y sin optar por jergas panfletarias aborda un relato más amplio, registrando a los cuerpos violentados. Estos cuerpos operan como las huellas últimas de la violencia ejercida desde múltiples direcciones. Desde abajo, por un grupúsculo acantonado en un blanquecino páramo que en esa búsqueda enceguecida y persecutoria que lleva a la construcción imaginaria de los conspiradores –nacida del mismo tedio y del mismo terror que infunda el desaliento en El desierto de los tártaros de Valerio Zurlini- ajusticia a un otrora baqueano explotándolo de un cañonazo. Casi desde arriba, por el otro grupo cuyo recorrido trazado a chispazos motoriza la línea argumental, que intenta reagrupar un movimiento que contrarreste la “anarquía” reinante.

El-movimiento2Los cuerpos aparecen desgarrados, fragmentados, aludiendo a ese paradigma de la nación que se organiza en un esquema de “civilización y barbarie” y que imposibilita la coexistencia o la reconciliación. Pero aquí los poseedores de esas categorías no son fácilmente indentificables. Incluso van cruzándose permanentemente entre ambos bandos lo cual al mismo tiempo moviliza venganzas. Las alusiones históricas concretas son extremadamente escasas –solo es posible ver un cuadro con el rostro del flamante gobernador, pendiendo en la pared de un rancho- y, aunque el lenguaje empleado se cimenta sobre algunos conceptos que eran claves en el léxico político del XIX, éstos aparecen desdibujados y se abstraen hasta confundirse en una definición más amplia que pretende aludir a las heridas abiertas provocadas por la confrontación que parece resignificarse, para no culminar nunca. Esto permite aventurar un desplazamiento epocal que inserta a la película en una trama de lecturas que polemiza sobre la fisicidad de la violencia y que, en los distintos contextos enunciativos, fueron sumando piezas a una interpretación, enfrentada, sobre los signos de la brutalidad política.

Esta resolución imbrica sugerentemente los aspectos narrativos junto a los estéticos dado que, casi en una emulación pictórica, el punto de partida está dado por la humillación, antes del asesinato, del baqueano capturado en un campamento. Hastiados reclutas observan cómo un sargento lo veja hasta el paroxismo en una escena que, aunque rodada en un distanciamiento brechtiano, se remonta al clímax de “El matadero” de Echeverría. Desde allí en adelante, la apropiación de este relato en su clave condenatoria del rosismo (sin que el film lo sea), y por transposición del peronismo, en “La fiesta del monstruo” de Bustos Domecq, ordena y otorga sentido a los pliegues del film. En ese recorrido no puede integrarse la operación simbólica efectuada por Lamborghini en esta red textual sobre las violencias corporales, dado que no hay una mirada que atiende al componente clasista que recorre a “El niño proletario”. La perversión y el asesinato son una herramienta que estructura aquí la estrategia militar, oponiendo a dos grupos cuya inscripción social más allá de ser difusa puede ser ubicada dentro de los grupos más desfavorecidos. Pero las pistas de “El matadero” aparecen recurrentemente, diseminadas en otras pistas estéticas que se aventuraron en la interpretación de las violencias contemporáneas: el empleo de una excelsa fotografía en blanco y negro, que despoja de todo posible artificio, se asemeja a la plasmación gráfica que de aquella nouvelle compuso Enrique Breccia, cuando el terror de la última dictadura comenzaba a replegarse. Y esta transposición de una violencia propia de una sociedad ganadera, que funcionaba como una alegoría doble –la de la carnicería estatal y la del poder de los cómplices adscriptos a una economía exportadora, durante los años ‘70- se trasluce en la pose que adopta el líder del movimiento, en su escenificación del poder, idéntica a la ilustración del capataz del saladero realizada por Carlos Alonso en su serie sobre la obra de Echeverría.

Still-EM-3El consumo cárnico aparece también como un elemento estructurante de significados en las miradas sobre las prácticas políticas. El ritual del asado funciona como un dispositivo aglutinante sobre un público a cautivar para la causa, descreído de voluntades políticas que se representan ajenas, foráneas. Esa operación, que se condensa en una especie de fin de fiesta en un desolado paisaje rural, convocada por hombres que ritualizan y exhiben también su masculinidad –la cual intentará ser desgarrada por una de las víctimas, en un personaje femenino que funciona como antinomia de la opresión política y de género- cristaliza sin duda una interpretación con cierto anacronismo de lógicas definidas como clientelares. Es de esta percepción a la que se interroga a quienes asistieron a la reunión. Mediante la técnica de la entrevista se trata de imponer cierto distanciamiento. Pero que no funciona con total efectividad al momento de sugerir otra posible interpretación sobre los mecanismos de movilización y articulación territorial que traman la dinámica política. Por el contrario, más allá de cierto tratamiento visual no hay nada demasiado novedoso que proponga una mirada distinta sobre los lugares comunes que definen esta práctica.

Claro que a pesar de inscribirse en una temática histórica, desarrollada en un paisaje plenamente rural, la película presenta la agradable virtud de alejarse de todo convencionalismo folklórico. Puede colocárselo como el corolario de un conjunto de realizaciones patriótico-telúricas que han jalonado la producción local. Pero esa inserción se efectúa sobre algunas derivas de las temáticas criollistas. La puesta en escena austera, casi teatral que recuerda a ciertos films de Miklós Jancsó, lleva a los límites de la abstracción, hasta el punto de desdibujar los límites de paisajes y tipos reconocibles. Todo el componente que podría ser catalogado de nativista es desdibujado por una composición espectral, fantasmagórica que recuerda a las ambientaciones casi expresionista de otra maravilla del “género” como lo es Viento Norte de Mario Soffici. El carácter espectral, casi secuencial es subrayado además por un tempo narrativo estructurado a través de elipsis. Elipsis que son permanentes, como si se tratasen de flashes fotográficos que registran voces, rostros, situaciones mínimas a veces desconectadas. Una cámara guiada por un pulso nervioso, en algunos momentos, también deconstruye toda certidumbre posible y diluye la cercanía para ahondar las distancias con los personajes.

el-movimiento-2Quienes participan del movimiento anhelan concitar la atención de las masas, de unas masas que se figuran homogéneas (en sus imaginarios, claro) y disponibles. Vagan por una pampa indómita, asolados por la muerte –de otros, de quienes los persiguen y de los espectros de sus propios muertos- bajo el manto de la noche. Los rodea la peste. Una peste camusiana que además de matar a peones y vacas se expande vertiginosamente acorralando a los que no descansan en pos de hacerse con el poder. Una peste que se extiende, invisible, sigilosa, solo nombrada a la luz de las velas, por un país desgajado. Una peste que es como la política, en su rostro más feroz. La de 1835, que siguió expandiéndose…

El movimiento (Argentina, 2015), de Benjamín Naishtat, c/ Pablo Cedrón, Céline Latil, Francisco Lumerman, Marcelo Pompei, Alberto Suarez, 70’.

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