“Pero él mismo era el horror principal de esta escena y no se amilanaba con los demás horrores.”
Fragmento de El joven Goodman Brown (Nathaniel Hawthorne).
La bruja representa para la cartelera de cine de terror de este año una sorpresa similar a la que fue Te sigue el año pasado. A priori parecieran no tener nada en común -y cierto es que sus historias y subgéneros no se corresponden-, pero vale señalar algunas similitudes que, por más que no sean lo suficientemente profundas como para dedicarles demasiadas líneas o un análisis comparativo completo, sirven como puntapié inicial para comenzar a desentrañar sus sentidos. Las relaciones entre ambas películas surgen de las formas sobre las que una y otra se construyen, escapando a la mecánica habitual del género que, especialmente hoy, prioriza la experiencia sensorial inmediata (cada vez menos eficiente) relegando la construcción de climas, espacios y personajes complejos y contrariados.
Son películas que dejan en el espectador algo más que una o dos escenas para recordar; en todo caso inoculan la opresión, el delirio y la paranoia que rodean a sus protagonistas apelando a tiempos contemplativos, una música que desnuda la ominosa latencia del relato y, en el caso de La bruja, a una fotografía con notable influencia de las luces y sombras de artistas plásticos como Caravaggio, Goya y Millet(1), además de una puesta cinematográfica general que evoca a las de autores fuera del género (aunque íntimamente ligados a él) como Ingmar Bergman y Andrei Tarkovski (este último con menos evidencia). Como sucedió con Te sigue, la película de Robert Eggers puede parecerle un embole a más de un espectador que vaya en busca de sobresaltos, chorradas de sangre y guiños dirigidos a la audiencia fanática del género que no puede ver más allá de los límites del mismo(2).
Más que una película de terror La bruja es un drama familiar sumergido en la represiva doctrina puritana de la Nueva Inglaterra del siglo XVII. Mediante un lúcido empleo del lenguaje cinematográfico, desde el comienzo se impone como crucial el espacio del fuera de campo que excede al espacio concreto de la ficción. Ese fuera de campo también designa las fuerzas que comandan el mundo y que suscitan profundas angustias existenciales; en otras palabras, el fuera de campo son Dios y el Diablo. Pero la fricción entre estas fuerzas, digámosles ahora “el bien y el mal”, se encuentra enraizada en los malestares y las tensiones intrafamiliares que ocupan el lugar visible del campo o de la pantalla. Lo que queda expuesto es el punto de confluencia entre estas dos oposiciones y que es donde reposa todo lo que se reprime, ahoga o entierra.
Desde el fuera de campo ingresa la voz del padre y en el fuera de campo desaparece el hijo. Hacia un fuera de campo infinito y poderoso hablan los hermanos mayores que sobreviven. Un plano remite directamente al cuadro El Ángelus de Millet explicitando el sentido subyacente de la obra que dio pie al ensayo El mito trágico de “El Ángelus” de Millet, escrito por Salvador Dalí. Esta sola referencia es suficiente para reforzar la potencia intuitiva o de aquello que no se ve pero puede ser percibido, y que define el estado paranoico constitutivo del creyente, ya sea que hablemos de un adepto a cualquier doctrina religiosa o del espectador de cine a secas. Muchos de los tópicos y las obsesiones que atraviesan el ensayo de Dalí se inscriben en la película: la inherente violencia sexual del ser humano, el pánico a su concreción, la mujer como mantis religiosa, la lúgubre densidad de la luz crepuscular y, por supuesto, la muerte del hijo.
Que la película exponga el desequilibrio psicológico de la familia y de quienes la conforman individualmente no impide que su naturaleza mítica o fantástica se desarrolle naturalmente. Puntualizar que “el mal” que los aqueja es producto del funcionamiento interno del núcleo familiar y sus creencias no implica una existencia meramente imaginaria de las criaturas demoníacas que los acechan, como sucedía con The Babadook que se valía del libro como objeto simbólico de la tensión edípica entre madre e hijo causada por la ausencia del padre muerto, sin invalidar su valor fáctico dentro del relato. También podría traer a colación los fantasmas de El resplandor, de Stanley Kubrick, película que Eggers reconoce como inspiración. Allí donde materia y espíritu, paranoia y verdad, sueño y vigilia, terror y drama se conjugan, en esa sutura que es también la del montaje, en ese espacio entre un plano y el otro que es completado por el inconsciente del espectador, se erige La bruja. Por todo esto la película se vuelve inquietante y acerca al espectador a la angustia kierkegaardiana más que al horror. Es una película que abordando temores universales apela a un tipo de sensibilidad particular a la que interpela mediante las citas antes mencionadas y que conforman su cuerpo estético.
Como señalé más arriba, desde el inicio mismo, y casi a modo de golpe, lo que toma protagonismo es el fuera de campo. El primer plano de una chica (que luego será la protagonista) abre la película. La vemos observando atenta, y con un gesto que mixtura admiración y miedo, hacia el espacio detrás de cámara desde el que oímos una voz masculina grave y profunda, que es luego interrumpida por otras más suaves y lejanas que le reclaman silencio. La primera imagen que tenemos de esa voz es su nuca e inspira algo bestial. Esa voz, lo sabremos después, es la del padre (Ralph Ineson), y está siendo cuestionada y juzgada. Esta forma de manipular la percepción de lo visto y escuchado –lo que podemos reconocer en superficie pero cuyos detalles se nos son gradualmente completados- evoca la estructura narrativa del cuento El joven Goodman Brown, de Nathaniel Hawthorne (cuento al que llegué gracias al compañero Esteban Galarza) donde todo y nada es lo que parece(2). Probablemente, sugestionados por la temática, el título y el género, adjudiquemos a esa presencia un carácter siniestro antes de reconocerlo como padre.
En el proceso de esta brevísima presentación, que además parte de planos cerrados que no sitúan al espectador en un contexto inteligible, nos iremos enterando que somos miembros de una familia que está siendo expulsada de una plantación perteneciente a una de las tantas congregaciones puritanas que emigraron desde Europa hacia el norte de los Estados Unidos a mediados del 1600. En términos de identificación la película se encarga de relacionarnos directamente con los hijos adolescentes, no así con los más pequeños, Mercy y Jonas, que por su inherente pureza están en profundo contacto también con lo más oscuro de la naturaleza humana, sin haber adquirido aun el sentido de pecado que condena a sus mayores. De hecho, son los primeros en manifestar haberse comunicado con el Diablo a través de Black Phillips, macho cabrío propiedad de la familia. Este exilio forzado en el momento mismo de la identificación, y sin motivos demasiados claros, contagia en el espectador el sentimiento confuso y angustiante de los hijos mayores, Thomasin (Anya Taylor-Joy) y Caleb (Harvey Scrimshaw) que comienzan no sólo a cuestionarse la autoridad de sus padres sino también a ser conscientes de sus cuerpos en el marco extremadamente represivo de la educación cristiana.
La endogamia propia de estas comunidades se transforma en puro deseo incestuoso, especialmente señalado en el personaje de Caleb. Por otro lado, la tensión sexual entre padre, hija y madre (y la competencia atroz entre estas dos) recuerda a la relación del triángulo filial de La fuente de la doncella, de Ingmar Bergman. La estructura de cada uno de estos personajes es prácticamente similar: un padre de imagen fuerte pero espíritu débil, una hija que es la encarnación de la vitalidad y, por lo tanto, del deseo, y una esposa que encuentra en la culpa y el castigo su goce sadomasoquista. Tal como en la de Bergman, en La bruja es el excesivo control de los padres lo que termina desatando el caos y la tragedia. Lejos de la comunidad que los contenía, la familia queda a la vera de Dios (o del Diablo) en las cercanías de un bosque que, como espacio mítico, guardará amplios sentidos. Allí se despertarán los deseos ocultos, se desatará el pecado y cobrarán cuerpo los mitos fundacionales que son necesarios para comprender la locura intrínseca del presente estadounidense.
La caída del padre que figura la película, y que es remarcada por los planos de Thomasin que abren y cierran la película(3), cristaliza desde el pasado la decadencia de toda una cultura, de la familia como institución y de los principios tradicionalistas. Por supuesto que esto no tendrá el mismo efecto en uno y otro hijo. Siendo Caleb el hijo mayor –además de ser el primero en cuestionar la palabra del padre-, no podrá soportar las consecuencias de adentrarse en el bosque y descubrir su propia naturaleza. Su hermana, en cambio, temeraria desde el comienzo y con una fe inquebrantable, será la que sin buscarlo despierte a su esencia y alcance la liviandad absoluta del ser
(1)Dos planos de la película imitan al menos dos cuadros de los mencionados artistas: El Ángelus, de Millet, y Vuelo de las brujas, de Goya. De Caravaggio pareciera sólo tomar el uso de la luz y el color, sin embargo no me atrevo a afirmarlo y agradezco a quien pueda reconocer si se cita alguna de sus obras de forma directa.
(2)Siguiendo esta línea se pueden incluir otros estrenos recientes que se postulan desde principios similares, como The Hateful Eight, de Quentin Tarantino, y Carol, de Todd Haynes, películas sofisticada y opacas, como las definió Marcos Vieytes en su Diario crítico virtual XXII, refiriéndose a la característica que las vincula en tanto son películas que se presentan ancladas en un género determinado pero que, a contramano de lo que el cine de género suele representar, sumergen al espectador en una experiencia anti climática y de extremas sutilezas que exigen un bagaje cultural amplio para enriquecerla y, tal vez, disfrutarla.
(3)Un breve fragmento del cuento sirve para ejemplificar esta idea:
“…Así, con la cabeza vuelta, dobló un recodo del camino. Cuando volvió a mirar de frente avistó la silueta de un hombre trajeado de modo sobrio y digno, que esperaba sentado al pie de un árbol añoso y que se levantó cuando él estuvo cerca para seguirle el paso hombro a hombro.
-Llegas tarde Goodman Brown –le dijo-. El reloj de la Iglesia de Old South daba la hora cuando pasé por Boston y eso fue hace quince minutos cumplidos…”
Nótese que el narrador no nos indica quién es ni qué relación tiene con el protagonista esa figura que aparece y que, en principio, es descripta como amenazante.
(4)La película empieza con Thomasin observando al padre, con su mirada en leve contrapicado, iluminada, vestida con ropaje de época. Sobre el final se repetirá el mismo plano pero estará mirando hacia abajo, desnuda, con el pelo suelto y su cara iluminada por el rojo del fuego.
Aquí puede leerse un texto de Esteban Galarza sobre la misma película.
La bruja (The Witch, Estados Unidos, 2015), de Robert Eggers, c/Anya Taylor-Joy, Ralph Ineson, Kate Dickie, Harvey Scrimshaw, 92’
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Me encantó tu crítica Nuria! La verdad es que hacía mucho que no veía en el cine una película tan inquietante y bella a la vez. Como decís, no es el terror más visualmente sensasional (lo cual por lo menos a mí me produce más risa que miedo). En cambio con la Bruja estuve con el cuerpo totalmente engarrotado y apretanto los puños contra el asiento todo el tiempo! Además, está buenísima para pasar en clases de psicoanálisis.
Gracias, Sofía!
Saludos