“-¡Miren! Ahí están, hijos míos -dijo la aparición con tonos hondos y solemnes, casi tristes en su desconsolada atrocidad, como si su antigua naturaleza angélica todavía pudiera llorar por nuestra raza abyecta-. Confiando en sus respectivos corazones, todavía esperaban que la virtud no fuera sólo un sueño. Ahora han salido del engaño. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal ha de ser su única dicha. Otra vez bienvenidos, hijos míos, a la comunión de su raza.”
Nathaniel Hawthorne, Young Goodman Brown.
La bruja tiene distintas procedencias y, como toda obra artística auténtica, múltiples aristas desde las cuales pueda ser abordada. El siguiente análisis no pretende abocarse abiertamente a sus logros cinematográficos (que son muchos) sino encauzarla en el largo río de una tradición cultural que logra que la película trabaje desde el nivel mítico del espectador. Entonces será necesario dar un pequeño rodeo antes de abordar de lleno la película.
Si tuviese que hacerse justicia a La bruja se diría que la palabra que la engloba es tradición. No debe confundirse esta palabra con un cierto tipo de ortodoxia que quita dinamismo a un cuerpo vivo, sino que aquí tradición implica cierto arraigo, cual viejo roble que extiende sus raíces, en toda una cultura, en sus glorias y miserias, en su literatura, cine, música, folklore. Es enlace, religación o religión, a través de los tiempos que une las distintas generaciones. Solemos acudir a la tradición cuando perdemos el eje y necesitamos volver al origen para entender cómo se llegó a una instancia difícil de comprender, a un presente abrumador. En los mitos fundacionales de nuestra cultura occidental judeocristiana se encuentra el problema del Mal y, como señala el filósofo Rüdiger Safranski en su libro El mal o el drama de la libertad, el problema de la libertad en el hombre.
Este dilema salpica a todas las culturas occidentales y empaña los mitos fundacionales de las distintas naciones en una bruma densa y nada gloriosa. En la génesis de Estados Unidos se encuentra Nueva Inglaterra. Y en esa región boscosa y olvidada por Dios están las vivencias de los habitantes de Salem y sus brujas. El país nació tras dejar de ser colonia, dejó atrás el oscurantismo de Nueva Inglaterra, se volvió republicano, se expandió guerreando y se creyó moderno. Los cristianos comenzaron a escribir textos nacionales y entre ellos hay un cuento de Nathaniel Hawthorne que volvió la mirada a Salem y a sus brujas: Young Goodman Brown.
La historia del cuento es sencilla: El joven Goodman Brown, casado con Faith desde hacía tres meses, entra al bosque en la hora del crepúsculo. Tiene cita con un hombre misterioso de edad indefinida quien sabe de atrocidades cometidas por los antepasados de Goodman Brown, cosa que desorienta al protagonista. En el camino hacia el bosque se cruza con distintos habitantes de Salem, todos conocidos por su bondad en el pueblo pero que muestran en el bosque una perversión diabólica que abruma a Goodman Brown. Inclusive en un momento cree ver a su esposa. Su aventura desemboca en un aquelarre en el que participan los Ministros de la Fe de Salem en torno a una roca candente. El centro del oficio diabólico es el mismo Goodman Brown y su esposa Faith. En el punto cúlmine de la anagnórisis la visión estalla y él vuelve al bosque, pero ya solo y desolado. Retorna a su pueblo, pero dejará de ser el mismo para siempre. El final es triste: “Y cuando hubo vivido largos años y su blanco cadáver fue llevado a la tumba, seguido por Faith, una mujer envejecida, y por hijos y nietos, un cortejo nutrido sin contar los vecinos, que no eran pocos, no esculpieron en su lápida ningún versículo de esperanza, ya que la hora de su muerte fue sombría.”
Hawthorne añade en los orígenes de la literatura nacional estadounidense el mito fundacional de la nación que subyace a la historia oficial: dentro de la casa y el pueblo solo hay bien; afuera en el bosque se encuentra el mal; es peligroso adentrarse en lo prohibido porque nadie sale indemne de la contaminación; el problema moral de Estados Unidos es el del Mal o la trasgresión dentro o fuera de casa. La bruja es el último eslabón (hasta ahora) de esa tradición.
En el origen era el pecado. Ante el Paraíso un virgen Adán trasgredió la prohibición sagrada y fue expulsado. Safranski hace notar que, con esa primera expulsión, el Hombre huye hacia la civilización. Ahora bien, la familia que padece el asecho de ese poder maligno en La bruja pertenece a una comunidad que tuvo que exiliarse lejos de Inglaterra por las guerras de religión y que, además, fue repudiada por su comunidad y arrojada en medio de la tierra virgen, en un lugar sin pasado, sin Historia.
Pero los pilgrims desperdician esta nueva oportunidad de rehacer esa historia perdida porque tienen en sí rígidas estructuras de antaño, en nada compatibles con la lógica del espíritu demoníaco del bosque ni de sus habitantes. Conviven en el límite de lo desconocido, pero persiste en ellos la regla primaria que no se debe transgredir: «no pasarás al bosque». Y es en esa violación en donde subyace la tragedia de la película.
Porque hay en La bruja una cadena múltiple de pecados originales previos al inicio de la acción que los lleva a la transgresión final, a la opción del Mal. La expulsión de la familia de la comunidad se debe a una falta a la regla del padre, de la cual el espectador nada sabe. Y es de notar que, tal como señaló en su texto Nuria Silva, el gran logro de La bruja es la maestría con la que se trabaja el fuera de campo. Es el pecado, es el crimen, es lo que queda elidido, lo que desencadena el horror.
Tras el sacrificio ritual del bebé no bautizado en manos de una bruja se puede pensar que el Mal se cierne exteriormente contra una piadosa familia que reza el Ángelus. Pero entonces hay una transgresión inmediata a la regla. El NO TRESPASS de Citizen Kane replicado en «no te adentrarás al bosque» es roto por el propio padre y lleva consigo a su hijo varón mayor. El bosque no es territorio de santidad y allí surgen dos perturbaciones: por un lado, el padre confiesa haber hurtado una copa de plata a la madre para poder comprar trampas y cazar, y expone así una lógica casi nietzcheana acerca de la necesidad imperiosa de imponerse a la naturaleza, de ser supervivientes; y, por el otro, indaga en los conflictos espirituales de Caleb, el hijo, que teme por la perdición de su alma mientras subyace en él un deseo incestuoso por su hermana. El bosque impuro como confesionario de lo que nunca debe salir a la luz nos revela que el mundo ha sido trastocado y el Mal ya había penetrado previamente en el seno de la familia. El pecado original fue la mentira del padre, no el sacrificio del bebé. Los entuertos que terminarán en el crimen múltiple y la inclinación hacia el aquelarre de parte de Thomasin, la hija mayor, son fruto de esta falta.
Demonismo y Satanismo. En la lucha del Mal contra el Bien hay una Tierra de nadie en la que una de las dos fuerzas vencerá al final. No todo lo demoníaco es satánico pero sí todo lo satánico es demoníaco. Ambos parecen sinónimos pero bien vale hacer una pequeña distinción. El demonismo debe ser entendido como el susurro en la oscuridad, el hado que influencia en los personajes a hacer lo que hacen: el padre a mentir y ocultar la mentira, Caleb a desear a su hermana, Thomasin a cometer imprudencias verbales que luego se le volverán en contra, la madre a competir con su hija. El daimon es el espíritu que insufla a los personajes a cometer acciones, pero no necesariamente está ligado con el Mal. Así, Thomasin solo al final se inclina por la brujería, pero su daimon la inclina durante toda la historia hacia el buen accionar, a pesar de que todo el mundo conspira contra ella en una serie de injusticias.
El Satanismo, en cambio, incluye la presencia física del Mal como un culto sagrado nacido para despreciar la obra de Dios y creado como aglutinación de creencias paganas – hierofantes, druidas del bosque, espíritus que exigen sacrificios humanos – en contraposición del culto cristiano. Las brujas son reales y pertenecen a este mundo y son las que acucian a los desprevenidos.
La lucha entre lo espiritual y lo terrenal vuelve a tener mayor preponderancia en el fuera de campo que en lo que decide mostrar la cámara. La mayor lucha la libran los gemelos, Mercy y Jonas, dos niños y, por lo tanto, dueños de una inocencia inmediata y pura. Hay un siniestro (un Unheimlich, tal como definiría Sigmund Freud) en su forma de comportarse: cantan canciones oscuras sobre el reinado de Black Phillip, el macho cabrío negro que habita en la granja, Mercy increpa a Thomasin con amenazas horrendas. Ese límite difuso los lleva a hablar abiertamente con el macho cabrío y el animal es el nexo demoníaco/diabólico con ellos. Nunca sabemos de su pacto pero vemos el resultado: olvidan las oraciones pías, se asocian con las señales/estigmas que sufre Thomasin y tras el último embate de la bruja desaparecen de la película. El Mal es total y no hay lugar para infantes ni inocencias ambiguas.
Por dentro todo está permitido. El Mal se ensaña con los hijos de la familia: aborrece la inocencia, viola literalmente a Caleb y se perpetúa en la primogénita Thomasin al aceptarla como una bruja más. El esquema moral y social de los adultos es opresivo hacia los menores, pero autoindulgente. Ninguno de ambos padres puede protegerlos porque ellos mismos son colaboradores, daimones del Mal, en detrimento de sus hijos.
La bruja comienza con una voz en off masculina que acapara toda la escena y la mirada desahuciada de Thomasin que mira hacia arriba. Esa voz paternal potente poco tiene que ver con un hombre que luego se muestra débil de carácter, no protege a sus hijos contra acusaciones ponzoñosas de su esposa, teme decir la verdad, y finalmente se vuelve un actante del triángulo de deseo endogámico que se genera entre él, Thomasin y su esposa. Y es Thomasin quien le dice la verdad de su existencia: solo sabe cortar leña.
La madre, Katherine, no es maternal. Hay un desplazamiento en los roles con su primogénita: tiene reparos con Thomasin tras haber pedido en el bosque al bebé, cree que la hija le oculta cosas con respecto a la desaparición de Caleb, la deja al cuidado de los gemelos y finalmente la acusa de brujería.
Pero la endogamia es aún más compleja porque Caleb desea a su hermana y es esa represión, incapaz de ser puesta en palabras, la que lo lleva a perdición. Caleb cae porque estaba en vías de perderse. Los gemelos caen, a su vez, porque no supieron cuál era el poder real con el que jugaban. Thomasin, quien se mantuvo en la senda del Bien durante toda la película, cae también, pero de un modo distinto porque las brujas decidieron hacerla partícipe de su culto. Asciende al aquelarre en donde habitan mujeres terriblemente sexuales y libres. Son las Ménades dionisíacas, las serpientes acuáticas de Gustav Klimt, las sacerdotisas de la naturaleza absoluta. Y en tamaño éxtasis, tras haber visto y vivido entre las desgracias de los pilgrims piadosos de la regla divina, quedan preguntas flotando: ¿Es más atractivo el Mal que lo que entendemos por bondad?¿Son las brujas verdaderos agentes del Mal o es el Mal lo que subyace en la sociedad? ¿Es el bosque espejo de la civilización u ocurre a la inversa?
Aquí puede leerse un texto de Nuria Silva sobre la misma película.
La bruja (The Witch, Estados Unidos, 2015), de Robert Eggers, c/Anya Taylor-Joy, Ralph Ineson, Kate Dickie, Harvey Scrimshaw, 92’
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La ví la semana pasada y lo único que le termino jugando en contra fue la campaña publicitaria, es una película de lento florecer. Que a medida que pasan los días de haberla visto suma y suma conceptos que la van haciendo mas rica, dejando un muy buen sabor de boca. Excelente critica y ¡que maestría con las palabras! Un placer el haberte leído.