La lucha contra los cárteles mejicanos funciona como hiato para unir las resoluciones, a ambos lados de la frontera, entre México y Estados Unidos, al tiempo que se exponen diferentes concepciones del ideal heroico. Tanto así que la historia del narcotráfico se expone a través de las experiencias personales de Juan José Mireles y de Tim Foley, quien funciona como un doble del primero, con tintes de antihéroe.
La película comienza entre las sombras de la noche, donde se muestra a un hombre encapuchado a contraluz, rodeado de un humo de ingravidez danzante, mientras sus adeptos custodian con los brazos cruzados enfilados a sus espaldas. Encuadres como este se repiten, composiciones que parecen artificiales, cargadas de simbolismos propios de las películas de acción: vapores de la droga, banderas, figuras recortadas sobre el fondo oscurecido, cruces en contrapicado mostrando el cielo desde el suelo de un cementerio… Los diálogos parecen guionados, mientras ciertas tomas muestran una crudeza tal que siembra la sospecha de que sean reconstrucciones, y la escena de los créditos iniciales recuerda estilísticamente a la de Los Soprano. En ciertas circunstancias, realidad y ficción se retroalimentan en lugar de excluirse. Este es uno de esos casos. Y todo ese aparato formal sirve para crear el mito del héroe en sus diferentes vertientes.
Arizona, Estados Unidos. Bajo el tono verde que tiñe las visiones nocturnas de los teleobjetivos, los civiles que patrullan se movilizan como si se tratara de un campo de guerra (la cámara acompaña esa semejanza, con sus miras infrarrojas que parecen salidas de archivos televisivos de Irak). La cámara suele convertirse en una suerte de subjetiva de un soldado anónimo, mostrándose escurridiza entre los pocos arbustos que pueblan el desierto que circunda la valla disyuntiva, con muchas tomas aéreas, con la cámara ocupando el lugar del vigía. Esa guerra es justificada por Foley arguyendo que no pueden llamar al 911 y esperar ayuda porque están muy alejados y nadie los protege contra los cárteles. De esa forma nace la necesidad de bravura y de la unidad nacional en pos del bien del país. La unión nacional contra el mal extranjero. “Somos justicieros defendiendo la ley donde no hay ley”, dice el personaje en cuestión, quien usualmente remite a que en otros tiempos “el justiciero estaba bien visto”. Foley se imagina a sí mismo como un héroe de western, poniendo orden, civilizando bárbaros, reiterando diálogos de megalómano; y la cámara justifica esa postura con la forma en que lo toma: todos los planos son cortos, buscando la mirada, o son esos contrapicados a la altura del pecho que forman próceres.
Los paisajes desérticos que él recorre son el entorno perfecto para un héroe del western, quien camina en las fronteras de la legalidad, solo, porque el héroe capitalista acarrea con el individualismo propio del humanismo occidental del siglo XV hasta nuestros días. Por el lado mejicano los paisajes son urbanos y, si bien existe un claro protagonista -Mireles-, es la masa popular la que se manifiesta conjuntamente. Esas formas diferenciadas de manifestarse expresan el real objetivo de cada lucha: Foley cuenta que él decidió custodiar la frontera dado que el mercado laboral de la construcción, al que él deseaba entrar, estaba saturado por “ilegales” trabajando “sin pagar impuestos y chupando al sistema”. “La Patrulla Fronteriza está abrumada, así que los civiles se arman, preocupados no sólo por su seguridad personal, sino por el futuro de su nación”, aclara. Pero esa “nación” los ha abandonado porque su lugar es el de outsiders.
En cambio, del lado mejicano no existe la búsqueda de esa totalidad nacional, sino que se limitan a pequeñas zonas porque ellos mismos se reconocen como outsiders, abandonados por la nación representada en el poder ejecutivo que encarna Peña Nieto.
Michoacán. México. La violencia colma la pantalla con imágenes de archivo de víctimas del cártel, seguidas de la toma larga de una mujer llorando y mirando de manera suplicante hacia el espectador. Como respuesta aparece la figura de Mireles, quien no es captado por la cámara de forma jactanciosa como sucedía con su doble estadounidense, sino que se lo muestra desde la humanidad: con su familia, atendiendo pacientes como médico pediatra, y alentando a los hombres y mujeres del pueblo a levantarse para luchar por sí mismos, sin esperar en vano que el gobierno les brinde una solución, hasta el punto en que el pueblo termina enfrentándose a los militares que dicen protegerlos. Ante la ausencia del gobierno se establece el derecho de armarse en legítima defensa de la familia y de la propiedad. “No hay gobierno, el gobierno está trabajando con los criminales”, dice Mireles, vaticinando ya el final, en el que corrupción y poder son intrínsecos.
A partir del accidente/atentado que sufre el doctor Mireles cae la noche sobre las recorridas de la cámara en suelo mexicano, coloreando la pantalla con negrura cuando la asociación de Autodefensa se hunde en la pudrición moral -el desmadre- como consecuencia del poder alcanzado y la falta de orden interno que proporcionaba el líder abatido. Es entonces cuando la gente se da vuelta contra los grupos paramilitares.
Lo que unifica ambos lados de la frontera es que quienes se unen a grupos paramilitares lo hacen porque temen que el país colapse y no encuentran ayuda desde el gobierno. En ese caso el terror, tantas veces utilizado para controlar a la población, se vuelve contra los gobernantes en pos de movimientos de corte anárquico. La forma que encuentra el gobierno de Peña Nieto es “legalizar” la autoridad de esos grupos para lograr controlarlos, fomentando la corrupción que la fuerza del movimiento había instaurado ya.
Todo el universo de la película se plantea desde el desasosiego, el abandono y la imposibilidad de eludir la red de corrupción y muerte, donde el único que no se corrompe (más allá de un hecho de infidelidad hacia su mujer, que se justifica desde el mito del héroe que no puede ser casero) es condenado por el sistema a la reclusión, si no a la muerte.
Cartel Land (México, 2015), de Matthew Heineman, c/José Manuel “El doctor” Mireles, Enrique Peña Nieto, 80’.