Nadie está filmando mejores películas de aventuras que los Wachowski. El destino de Júpiter no es Cloud Atlas, y acaso tenga algo que ver en ello la ausencia de Tom Tykwer, el tercer guionista-director de aquella obra maestra, pero mandarse dos al hilo es cosa que pocos pueden hacer y que ni ellos se deben haber propuesto. Es curioso que una película en la que el protagonista masculino usa unas botas que le permiten patinar en el aire sea, además de ligera, tan cariñosamente terrestre. Porque si hay algo que no falta en ella es amor a este planeta, lo que no es poca cosa tratándose de una ficción en la que el cosmos está lleno de civilizaciones esparcidas por doquier, y en la que el rol geopolítico que le toca jugar a la Tierra es el de una colonia. Una de las características más simpaticas de ese mismo protagonista masculino al que nos hemos referido es su irrefrenable rechazo hacia la aristocracia. Lisa y llanamente, detesta al caretaje, que en este caso también son quienes explotan los recursos humanos en beneficio propio. Pero dejemos de lado el paradójico contenido revolucionario de los mainstream Wachowski para seguir solazándonos en la nada afectada naturaleza de los personajes.
La protagonista femenina, sin ir más lejos, lava inodoros y termina eligiendo vivir con su familia extendida de origen ruso, quilombera y afectiva como una típicamente italiana, a ejercer un reinado universal para el que todavía dice no está preparada (quién sabe si lo estará de concretarse una más bien improbable saga) porque, si bien le agarra el gustito a volar con el lobo solitario alado de Tatum (con las mismas orejas de Foxcatcher), sigue siendo una chica de jeans y camisa leñadora que se enamora siempre del hombre equivocado. La rescatan mucho en esta película, y no está mal porque esto no deja de ser, también, una versión de Cenicienta, una comedia romántica intergaláctica tan excesiva que no puede dejar de verse la complicidad que reclama, incluso la nostalgia por unas formas del espectáculo, por un sentido del humor, por unas relaciones francas, por unas ficciones que pasaron de moda. No es que falte la velocidad, pero la alternan con secuencias de interacción humana pausada, y al vértigo volador le suceden ricas y numerosas instancias de gravedad física.
Si el héroe es un lobo desalado sin manada y a la heroína la quieren eliminar unos extraterrestres parecidos a Gollum cuando ella va a vender sus óvulos para comprarse un telescopio, igualito al que le robaron a su padre muerto, a instancias de su hermano que invierte el resto del dinero en un LED del tamaño de Júpiter para darle a la play, entonces uno sabe que esto es una fiesta, que la convicción de los hacedores en su mundo es tal que nunca necesitan justificar lo que inventan ni perder tiempo en inventariar las reglas del relato -descubierto sobre la marcha a sabiendas de que opera por acumulación y fuga- y que la habitual matemática freudiana del guión ha sido tomada ridículamente en serio. Si, además, hay unos lagartos con chaquetas de cuero, un villano perverso, amanerado y gótico (Stephen Hawkins en La teoría del todo), intrigas palaciego-corporativas concretas, un elixir menos mágico que económico, y un largo etcétera de bondades querendonas –el protagonismo de dos personajes que son unos aparatos y no se avergüenzan de ello, la sesión relativamente barata y anónima de asociación libre facilitada por un artefacto tan parecido al de los primeros seriales cinematográficos y tan poco solemne como aquellos- no falta nada para pasarla bárbaro.
Aquí pueden leer un texto de Marcelo Acevedo sobre los hermanos Wachowski.
El destino de Júpiter (EE.UU., 2014), de Andy y Lana Wachowski, c/ Mila Kunis, Channing Tatum, Eddie Redmayne, Sean Bean, Douglas Booth, Tuppence Middleton, 127’.
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