No todo el cine que llega de Estados Unidos se trata de tanques imbatibles que acaparan todas las salas (quiero evitar el término Hollywood, que inmediatamente se asocia a una cinematografía lejana a la que nos convoca). Las grandes producciones no son garantía de calidad como pudimos comprobar en más de una oportunidad, especialmente en estrenos ligados al género del terror, como la reciente y sobrevalorada Posesión infernal, que no logra llegarle a los talones a la original de Raimi –y aunque las comparaciones sean odiosas, si se hace una remake hay que bancárselas- que con muchísimo menos logró convertirse en un clásico de culto, creando escenas inolvidables gracias al original uso de sus precarios recursos. La escasez de presupuesto exige a los realizadores una mayor puesta en funcionamiento de la creatividad. Ausencia es una película indie, realizada con apenas u$s 70.000,00, sin actores conocidos ni gran promoción, pero que a dos años de su lanzamiento llega a nosotros gracias a las premiaciones que obtuvo en su derrotero por distintos festivales, y a la aceptación de la crítica y del público aficionado al género. Tampoco tanto reconocimiento le ha servido demasiado. Apenas si se estrenó en seis salas y sólo una de ellas en Capital Federal, peleándola a la par de nuestras producciones nacionales, que al menos encontraron la forma de mantenerse vigentes gracias a los circuitos alternativos de proyección. Es probable que la de Flanagan esté condenada a ser levantada de cartel en brevísimo tiempo, y es una pena dado que se trata de una propuesta muy interesante.
Ausencia es una película que transita los códigos del drama y el terror sin que ninguno de estos géneros prevalezca sobre el otro, con una tersura pocas veces vista. Con un espíritu claramente lovecraftiano, la historia gira en torno a desapariciones, abducciones y (re)apariciones de algún más allá que ni siquiera puede definirse como la muerte, lo que la vuelve desesperante porque al menos en ese caso existiría una certidumbre. Tricia (Courtney Bell) busca incansablemente a su marido, Daniel (Morgan Peter Brown), desaparecido desde hace siete años, pero su avanzado embarazo es prueba de que también ha intentado superar su ausencia y seguir adelante con su vida. En medio de todo esto recibe la visita de su hermana, Callie (Katie Parker), una drogadicta rehabilitada. A punto de declararlo oficialmente “muerto en ausencia” -forma legal mediante la que se declara muerta a una persona de la que no se encontraron rastros tras un período de tiempo extendido- Tricia empieza a tener visiones perturbadoras de su marido, tanto en el sueño como en la vigilia. Paralelamente Callie, en sus rutinas diurnas de trote, transita un túnel cercano a la casa de su hermana, en donde se le aparece un hombre de aspecto abandonado y malherido, que se muestra sorprendido al descubrir que puede verlo y le pide que hable con su hijo. Más adelante descubrimos que se trata de otro desaparecido. El oscuro pasadizo se convierte en una especie de umbral entre nuestro mundo y otro desconocido. Detrás de sus paredes vive un ser de origen indefinido del que tampoco se revelan demasiados detalles y que, aparentemente, abduce a seres humanos con fines extraños. Este elemento se desprende de un cuento de origen noruego, Three Billy Goats Gruff, que Callie le regala a Tricia al momento de su llegada para su futuro bebé.
Mientras que Tricia se entrega al budismo y a la meditación buscando desapegarse del recuerdo de Daniel, Callie encuentra su salvación en el cristianismo e intenta ayudar, pero su turbio pasado impide que los demás puedan confiar en ella. Este contrapunto religioso entre las hermanas definirá la forma en que cada una enfrentará la situación por venir. En el momento en que todo pareciera estar por resolverse en la vida de Tricia, habiendo recibido el acta de defunción de su marido y encarando abiertamente una relación con el padre de su bebé (hasta ese momento mantenida en secreto), Daniel reaparece de forma misteriosa frente a su casa, con un aspecto similar al del hombre del túnel, cambiando abruptamente el curso de la trama y sin caer en demasiadas explicaciones. Lejos de resultar negativa, la incertidumbre le evita al espectador el padecimiento de justificaciones ridículas, e intensifica la angustia provocada por aquello que no podemos definir. Las teorías que los personajes se formulan acerca de lo acontecido -ya sea desde el asombro, desde el enojo o desde la culpa- son presentadas mediante insertos que solo forman parte del imaginario de cada uno de ellos. El punto más débil de la película es el papel completamente inverosímil que desempeñan los detectives encargados de investigar las desapariciones, cayendo constantemente en el estereotipo de “policía bueno, policía malo”. Como si por tratarse de policías tuvieran que actuar como dos cabrones intolerantes, incluso frente a las víctimas. Personajes para nada prescindibles pero sí discrepantes con el nivel de sus protagonistas femeninas. Ausencia inquieta con imágenes sobrecogedoras que remiten al mejor cine de terror asiático. Cercana en sus climas a las películas del director japonés Kiyoshi Kurosawa y a la esencia de las viejas producciones de Val Lewton, Mike Flanagan crea atmósferas oscuras, oníricas y verdaderamente impresionantes mediante un empleo acertado de la iluminación y el sonido.
Ausencia (Absentia, EUA, 2011), de Mike Flanagan, c/Katie Parker, Courtney Bell, Dave Levine, Morgan Peter Brown, 87′.
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