Un edificio, un conjunto de condominios en el verano de Noruega, es el refugio de los excluidos. Un espacio a medio habitar en el que subsisten los que no pueden irse, atravesando la estación con sus sombras a cuestas. Un matrimonio recién mudado con una hija que ha perdido el habla. Madres solteras o separadas. Hijos solitarios. Pieles extrañas para el contexto: marcas de otros países y otros continentes. En lo físico, en lo que vemos de los personajes habita la diferencia: distanciados de lo que se supone “la normalidad”, rompen con la construcción monolítica y hasta las últimas escenas dominarán el espacio que de otra manera los disolvería en la multitud.

Esas diferencias empiezan por lo físico, pero expresan un desacople que se volverá mayor, hasta volver a aquel un elemento en segundo plano. Anna, Aisha, Ben: los tres niños que habitan el condominio superan la barrera de la limitación física desde un plano psíquico. Tienen lo que podría denominarse “poderes mentales”. Mover objetos, comunicarse con otros a distancia, hacer que las personas hagan determinadas cosas. El territorio de la normalidad se enrarece en el desplazamiento a una realidad en la que lo palpable se disuelve: las aguas del lago se alteran, una fuerza invisible empuja a los cuerpos, los objetos se mueven por sí solos de un lado a otro, las personas acometen actos fuera de su control. La dislocación de la realidad, dice Poderes ocultos (Eskil Vogt, 2021), no proviene de los niños, sino de la mente.

Una doble elección encamina, focaliza el territorio en los niños del condominio. El mundo adulto pertenece a otro universo: está desplazado tanto de lo físico como de lo mental. Está determinado por otras preocupaciones y allí lo físico se revela como ausencia que solo vuelve a manifestarse como consecuencia de lo no consciente. Los adultos no son conscientes de su propio estar físico en el mundo: sus movimientos son casi autómatas, incluso cuando preguntan a sus hijos. Pero lo físico vuelve como inevitable: la madre de Ben parece descubrir la existencia de su cuerpo después que la olla se derrama y se quema; la madre de Aisha descubre su cuerpo después de salir del trance en que acuchilla a su hija (dándole corporalidad a ésta en el mismo acto); el hombre que espera en el puente al chico que se burló de Ben es la manifestación absoluta del cuerpo autómata que ejerce un acto físico sobre otro. La ausencia de todo impulso sexual -una rareza absoluta en estos tiempos-, es la culminación de esa idea en la que los cuerpos adultos se han vuelto entidades desplazadas: descreen de la corporalidad propia como de la mentalidad ajena. Son, apenas, madres que cuidan a sus hijos, puertas adentro o afuera y hombres relegados a un segundo plano que parece responder a la absorción por lo laboral.

Circunscripto al territorio de los niños, lo que hace Poderes ocultos es anotar una progresión. El enrarecimiento de la primera escena compartida entre Ida y Ben -uno a cada lado del lago, como preanuncio del final en que Anna reemplaza a su hermana-, deriva prontamente en la complicidad sostenida por los juegos infantiles. Sin embargo, en esa instancia se establece una primera diferencia que pondrá a los dos niños en veredas opuestas. Ben puede mover objetos mentalmente -aunque aquí solo se trate de un leve desplazamiento de un objeto pequeño-. Cuando es el turno de Ida, ésta solo puede mostrar cómo dobla los brazos hacia afuera. En Ida no hay poderes porque su mundo es puramente físico, lo cual quedará refrendado en el momento en que empuja a Ben del puente -y por eso mismo ella puede ser vista en la ejecución del acto-. A partir de allí se produce la evolución que lleva del pasaje del juego inocente hacia el que pone en riesgo al otro. El momento en que Ida y Ben arrojan el gato por el hueco de la escalera se encuentra en el límite. Pero ese límite es cruzado en el desenlace de la secuencia. En el momento en que Ben pisa la cabeza del gato herido, queda situado en el otro lado de Ida -que elige no mirar, o lo que es lo mismo, no participar del desenlace-. El territorio en el que se mueve Ida es puramente físico -el pellizcón a su hermana, los vidrios puestos en el calzado-, y no solamente pone por delante su condición, sino la pertenencia de su hermana Anna a otro plano. Esa comprensión de la diferencia -y de sus limitaciones- le permiten a Ida funcionar como una especie de prenda de disputa en el plano de lo mental. Ben elimina progresivamente a lo que considera un obstáculo, una vez que pone a prueba su poder (haciendo que se fracture la pierna de uno de los chicos que juegan al fútbol): el chico que lo ha humillado, su propia madre -aunque en este caso el guion deja un flanco sin cerrar-, y Aisha se convierten en víctimas porque funcionan una y otra vez como opositores, como limitaciones al uso de su poder. Ida se coloca en ese lugar cuando falla en su intento de matar a Ben, lo que lleva a la intervención final de Anna.

Ese universo sobrenatural que proviene de lo fantástico y que se plantea desde lo no visible (las fuerzas que mueven objetos, la conexión que le permite a Aisha pensar con Anna o escuchar a los otros), deriva por momentos en la irrupción de lo terrorífico como forma de resolución del conflicto. La crueldad de Ben -con el gato y con su madre-, puestas en primer plano, derivan en las otras situaciones en la ruptura de lo real asumiendo la perspectiva de quienes están involucrados en su manejo: la casa de Aisha se transforma en la perspectiva de su madre, asumiendo una tonalidad pesadillesca, como el bosque que atraviesa Ida.  Poderes ocultos se sitúa en ese espacio híbrido que exploró hace años Let the right one in (Tomas Alfredson, 2009). No casualmente ambos provienen de geografías similares, de paisajes en los que la relación entre los niños se sitúa en los bordes del realismo para proyectarse más allá. El logro de la película es sostener su premisa inicial, sin que el mundo adulto intervenga, dejándolo en un segundo plano desconectado -una forma de sentenciar la desconexión final entre padres e hijos común a todos los protagonistas-. Es esa desconexión que los lleva a transformarse en víctimas o victimarios. Una perspectiva que el duelo final en el parque del condominio, cuando el verano ha llegado a su fin, revela en toda su magnitud: mientras las fuerzas confrontan, los adultos permanecen ajenos, distantes, incapaces de observar lo que ocurre a su alrededor, enfrascados en los niños que cuidan, posibles crías que en un futuro cercano se vuelvan sobre ellos.

The innocents (Noruega/Suecia/Dinamarca/Finlandia/Francia/Reino Unido, 2021). Guion y dirección: Eskil Vogt.  Fotografía: Sturla Brandth Grøvlen. Edición: Jens Christian Fodstad.  Elenco: Rakel Lenora Petersen Fløttum, Alva Brynsmo Ramstad, Sam Ashraf. Duración: 117 minutos.

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