abrirpuertasyventanas1. En el último BAFICI escuché que ante una pregunta sobre el cine argentino actual, Miguel Gomes había contestado que le «parecía muy austríaco». No sé si fue así o no, y si lo fue no sé qué quiso decir, pero parte de la gracia consiste en que cada uno puede imaginarse una cosa distinta que corresponderá al paradigma de ‘lo austriaco’ con que nos manejemos. No pude evitar pensar en esa formulación de Gomes al ver Abrir puertas y ventanas. Tampoco puedo evitar la comparación con las películas de Lucrecia Martel y allí empiezan mis problemas con esta película. Comparada con las de aquella, la de Mumenthaler es blanda. En ambas hay protagonistas femeninas, un espacio acotado que tiende a la abstracción, un subtexto político, pero lo que en aquellas es encuadre cortante y filoso, en esta es laxo; lo que en aquellas es composición rigurosamente funcional, en esta es pose mínima, pero pose, literal y esteticista; los particularismos culturales concretos de aquellas -lo salteño intervenido estéticamente- aquí se disuelven en un contexto menos inexistente que arrinconado. Hay una coordenada temporal y otra espacial que marcan políticamente a esta película, incluso si ella misma no parece hacerse cargo del todo. Porque tengo la impresión de que la construcción de dos grandes fuera de campo evidencian la imposibilidad o el temor -en el reverso estarían las ganas- de elaborar un discurso político poderoso, complejos que no se manifestaban en las de Martel. Uno de esos fuera de campo corresponde al de los padres muertos de las chicas, de los que la película no dice nada y que son fundamentalmente tiempo, y todo tiempo tiene una dimensión histórica que aquí se sugiere lo suficiente como para no ser obviada, pero resulta demasiado vaga como para que el espectador elabore algo con ella. Lo único que podemos hacer es conjeturar a qué generación pertenecieron y qué sucesos les afectaron. Si las chicas tienen 20 años como mucho, y convenimos en que los padres pudieron haberlas concebido también a esa edad, entonces se puede pensar que estos nacieron durante la primera mitad de los 70 o la segunda de los 60. Un par de veces se habla sobre adopciones con calculada distracción. El otro gran fuera de campo de la película, espacial en este caso, es el que un espectador argentino adivina detrás del muro de ladrillos colorado al que da la puerta de la casa y vemos un par de veces. Ese muro de ladrillos colorado no es cualquier muro de ladrillos colorado sino el de la quinta presidencial de Olivos. Entonces, atrás de ese muro de ladrillos colorado está el gobierno nacional o el estado argentino, presencia que la película incorpora a su sistema pero sobre la que no formula un discurso concreto. Como resultado, oscila entre el seguimiento de los actos cotidianos de los personajes o la creación de sentido alegórico, de un modo similar a lo que sucede en Essential Killing, de Jerzy Skolimowski, por citar otro estreno reciente que también remite al imaginario del cine de autor de fines de la década del 60 y principios de la del 70. Pero las diferencias entre una y otra son varias, y una no menor es la del punto de vista fuertemente subjetivo e individualista de aquella, que tomaba partido físico antes que ideológico, cosa que aquí no pasa, o si pasa (sospecho que la clave política profunda está en la escena en la que una pareja se lleva en un carro los muebles que una de las chicas sacó a la calle) no dura ni se manifiesta francamente. Lo que en aquella es variedad cromática y acción atravesada por ingredientes míticos propios de los géneros, aquí es languidez, aniñamiento y frialdad naturalistas. Aquella es la película de un polaco y esta es una película suiza, en la que ni los cuerpos desnudos, el sexo, los pezones expuestos y las bombachas de una lolita calientan (si hasta el objeto de deseo predilecto de la cámara desaparece mucho antes de que la historia termine).

2. El plano en cuestión es un plano subjetivo en picado, filmado desde el punto de vista de una de las chicas que ve desde el primer piso cómo su hermana saca muebles a la calle y una pareja de cartoneros los carga y se los lleva. Tres dimensiones sociales concretas y simbólicas están reunidas allí: la clase media alta -la moral burguesa- de la zona norte del conurbano bonaerense de un lado; del otro lado, la quinta presidencial, el estado, el gobierno, si se quiere la figura del padre, la de la autoridad o la del poder; y en el centro la calle y los pobres, los marginados, los morochos -los otros: los indios en el western, los monstruos en el terror, la servidumbre negra en el melodrama clásico- que son los que más chances tienen de vivir en ella. Dos de esos actores sociales tienen relación circunstancial entre sí, mientras que el otro puede pasar inadvertido. El tipo de relación que se establece es el de donación de una parte a otra de aquello que se desecha porque ya no sirve o no se desea. Es notable que ese tipo de donación pueda relacionarse -aunque no funciona de manera idéntica- con aquellas que esa misma clase social condena cuando es llevada a cabo por el Estado sistemáticamente en lugar de librarla al azar o el arbitrio de particulares. Ese afuera en el que se da el contacto es el verdadero espacio vedado de la película (porque al garage lo vemos un par de veces). Tal es así que una de las chicas se va -no a la calle, sino al extranjero- pero la película no la sigue, como tampoco sigue a la chica que sale una y otra vez -probablemente a coger y ganar plata- y se identifica con la que permanece adentro (es la misma que mira por la ventana desde arriba en el plano en cuestión) y sólo accede al sexo con el muchacho que alquila una pieza, figura, en definitiva, familiar e inofensiva. En el último plano se van todos de la casa menos la cámara, dejándonos prisioneros -o, en el mejor de los casos, a cargo de la casa, o sea, caseros- sin posibilidad de escape. En esa prisión doméstica se siente cómoda la puesta en escena de la película, que es una puesta en escena concentrada en vez de expansiva, puntillosa en lugar de visceral, reglada por el temor al exterior y centrada en la endogamia segura de la pericia técnica desplegada en un espacio manejable. El hombre de al lado, de Cohn-Duprat, tiene muchos puntos de contacto con esta película más allá de sus diferencias. También hay una casa como protagonista, una misma paleta fría de colores, la misma elección de un punto de vista de clase media alta urbana, el mismo trabajo simultáneo con la dimensión narrativa y simbólica sobre el modo en que se configura la mirada de buena parte de la sociedad argentina con mayor poder adquisitivo, o poder a secas, sobre lo otro. En ambas ficciones, además, hay un momento en que aparecen los pobres y/o los marginados y/o potenciales delincuentes, colándose como fuerzas del destino o puro azar, trozos de realidad en bruto, renuentes a la servidumbre representativa. Difiere la violencia de aquellos, que irrumpe en la instancia decisiva del final en El hombre de al lado, de la inofensiva pasividad de los de Abrir puertas y ventanas, cuya única potestad consiste en agradecer la dádiva del donante. Por algo en esta no hay un personaje externo fuerte -el muchacho que alquila la pieza tiene más chances de ser asimilado al grupo que de alterarlo- como el de Daniel Aráoz en aquella, que hacía las veces de un advenedizo seguro de sí mismo y no atado a código de etiqueta, regla de cortesía o sistema represivo alguno.

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