* La narrativa clásica a la que apela Santiago Mitre para Argentina,1985 es una apuesta deliberada por la linealidad argumental, apenas quebrada en la escena de los testigos en el juicio. Esa escena no deja de ser llamativa, en tanto propone un solapamiento de los testimonios que lleva a la fragmentación: el hilo se rompe para detenerse en los detalles que quedan, de esa manera, recalcados de la totalidad. Pero también ese solapamiento produce, en algún momento, un efecto de confusión cuando se lo intercala con la información que pasan los periodistas por teléfono. Fragmentación y dispersión: la aparente modernidad de la escena (en realidad, podría pensarse en esa secuencia como una recuperación del modelo de la secuencia «resumen» del cine americano clásico) rompe con el criterio narrativo llevado hasta allí –la otra ruptura es el pasaje de la mirada de Strassera a la de Moreno Ocampo en un tramo del relato-, pero por sobre todo, impide la concentración con que venía desarrollando cada situación. En un punto, el procedimiento parece ser una repetición de la escena en la que los asistentes del fiscal buscan por distintos lugares del país a los testigos. El problema es que el efecto termina siendo similar: funciona como una secuencia que aligera la tensión dramática en lugar de concentrarse en ella (de la misma manera actúan los momentos presumiblemente humorísticos –los gestos soeces de Strassera en la sala de audiencias, el cambio del apellido de Moreno Ocampo- que además se vuelven demasiado extensos).

* Debe pensarse, en todo caso, que esa linealidad narrativa no es un recurso novedoso -Mitre la ha utilizado en todas sus películas, pero especialmente en El estudiante-, solo que no implica un desafío a la modernidad, una ruptura que permite al autor remontarse al cine tradicional para contrarrestar las tendencias a la fragmentación narrativa. En el caso de Argentina, 1985 el recurso se vuelve conservador: una fórmula segura en la búsqueda de un público mayoritario. Hay que reconocer que a la vista de los números se ha logrado un resultado. Desde lo cinematográfico, se trata de otra cosa.

* La otra cuestión es la de la importancia. Mariano Llinás explica en una de las tantas entrevistas que dio en estos días que la idea se le ocurrió a Mitre. En palabras más o menos textuales, Mitre le dijo que lo que tenía que hacer era una película sobre el Juicio a las Juntas. En esa decisión parece anidar una parte del problema: el tema parece haberse impuesto por sobre la necesidad de plantear algo sobre un suceso histórico. De allí que en buena parte de los medios -especialmente en los masivos- se haya insistido con dos elementos que funcionan como calificativo para la película: necesaria e importante. Los dos elementos, en verdad, no provienen de los logros de la película, sino de una consideración completamente extracinematográfica. La importancia y su carácter de necesaria provienen del tema abordado y exceden a la película. La puesta en la agenda pública del momento del Juicio a las Juntas no depende de que la película consiga resultados excepcionales, sino del solo hecho de abordarlo (al punto que muchos de quienes la calificaban de esa manera, no la habían visto). Podría haber ocurrido con un documental -aunque por cierto no ocurrió siquiera cuando Miguel Rodríguez Arias estrenó El Nuremberg argentino ni parece que hubiera ocurrido si Ulises de la Orden hubiera estrenado antes el documental que preparó sobre el juicio: de hecho, Pablo Llonto mencionó también en un reportaje la existencia de un documental de seis horas sobre el juicio realizado por Carlos Somigliana en los 80, que nunca vio la luz pública-, con un noticiero y hasta con una buena campaña de marketing -hay que pensar cuánta gente hablaba del tema solo con haber visto el tráiler y con las informaciones que llegaban de su estreno en Venecia-. La diferencia parece radicar en un detalle: la ficción vuelve a demostrar cuánto más creíble se vuelve para cierto tipo de espectador que un documental, sobre todo si su elenco está encabezado por actores convocantes.

* Y sin embargo, la ficción para volverse creíble tiene que buscar una alta dosis de realismo que emparente su fondo -visual y sonoro- con el documental. El realismo en el que suele incurrir ese cine argentino con pretensiones de importancia está circunscripto a los objetos. Se trata de que la época se describa antes que por la construcción de un clima, por la disposición de una serie de objetos que la evoquen de manera inequívoca. La recurrencia a planos en los que vemos autos y colectivos propios de la Argentina de 1985 son elementos tan inocuos en la construcción del sentido de la película como la redundancia de los planos de walkmans, casetes y equipos de audio con pasacasetes. Es su subrayado lo que molesta, lo que recalca, curiosamente, el forzamiento de la escena que en lugar de volverla más creíble, la transforma en irreal. Los objetos están en función del recuerdo emotivo del espectador por la época pasada antes que como parte integrante de la narrativa puesta en acción. Hubiera convenido sumergirse en una de las canciones que escucha en su walkman la hija del fiscal y hacerle caso (“Salir de la melancolía”, de Seru Giran) antes que descansar en la comodidad que dan los objetos.

* Esa relación que se establece con la música de época plantea un territorio de disputa acaso con cierta sordina. La ruptura generacional que se manifiesta entre padres e hijos jóvenes o adolescentes encuentra su cauce en las elecciones musicales y los entornos que cada uno va creando. La hija de Strassera escucha rock nacional en su walkman, generando a la vez un aislamiento del mundo que la circunda y una modernidad que la sitúa cómodamente en las coordenadas de su época. Strassera escucha música clásica, ya sea en el pasacasetes de la fiscalía o en el equipo de música de su casa. El clima que pretende generar tiene otro volumen: es un consumo personal pero que se extiende en un espacio mayor y compartido (de allí las reacciones cuando es interrumpido por su secretaria o por su esposa). Esa ruptura que se verifica en el primer tramo en la vigilancia que despliega sobre la hija y su novio es la que viene a suturar la película como una especie de corolario de la reconstrucción democrática. Si parte de esa ruptura proviene de los hechos provocados por los militares durante la dictadura (ellos pertenecen a la generación de los padres y los desaparecidos y asesinados a una generación más cercana a los hijos), que un fiscal de la edad de Strassera asuma la tarea de acusar a los comandantes de las juntas militares -aunque al comienzo lo haga a regañadientes- tiende a restañar esa “grieta”. La aparición de Moreno Ocampo como fiscal adjunto –a lo que hay que sumar su origen en una familia militar- y la construcción de un grupo de trabajo constituido por jóvenes (donde nuevamente la herida generacional se resuelve en la familia Somigliana, con padre e hijo involucrados en la causa) no solamente contribuye a la sutura, sino que funciona como representación del accionar conjunto de juventud y experiencia, de dos generaciones aunadas para la superación del problema central del país en ese momento. De allí que, volviendo al tema musical, la canción que cierra el alegato de Strassera sea tan extraña para el estándar del rock nacional (“Himno de mi corazón”, de Los Abuelos de la Nada) en el que encuadra, en tanto combina elementos de modernidad (la sonoridad del tema) y de clasicismo (su construcción como himno refiere más a la música clásica que a la moderna), pero que funciona como la síntesis que supera la contradicción inicial.

* De esa construcción que parece lateral en el entramado de la película se derivan dos decisiones cruciales. La primera se encuentra implícita en el desarrollo de la relación entre Strassera y los jóvenes de su equipo. Superada la desconfianza inicial y concretado el grupo de trabajo, éste queda sumergido en un anonimato producto del empastamiento que deriva de la cantidad. Queda claro que Strassera parece estar al margen de ese trabajo, del que solo establece las pautas y el tiempo de su desarrollo en el comienzo, sosteniendo las distancias generacionales previas. En la escena de la presentación de las pruebas en el juzgado, se produce el único momento de interacción recíproca: los estudiantes empujan a Strassera a acompañarlos -en una escena de estudiantina que recuerda a lo peor del cine argentino de los 60/70- y éste los defiende ante el ejército de abogados de la defensa. En todo caso, se recupera el orden anterior: los jóvenes son fuerza de trabajo, los mayores son los que toman las decisiones. La segunda es que, en esa estructuración del conflicto, lo que queda fuera del relato es su dimensión política. El conflicto central de los primeros años de democracia se encuentra desplazado del centro, en tanto se lo convoca como una resolución administrativa de un hecho que en verdad es político. Aquí, los militares de las Juntas parecen el preanuncio de los viejitos indefensos que quiso ver décadas más tarde Héctor Ricardo Leis, vencedores vencidos de antemano que no pueden articular más que su figura en el estrado.

* Es allí donde aparecen los problemas centrales del relato histórico que hace Argentina, 1985. Hay una intención manifiesta de construir a Strassera no solo como el centro del relato, sino como la encarnación de una suerte de héroe solitario que toma a su cargo la responsabilidad que le pone su hora. La película refuerza esa convicción con un par de menciones -en especial en el diálogo en el que la esposa expresa su orgullo por estar casada con quien le dicen que es un “héroe de la nación”-, y en la forma en que construye al personaje a lo largo de todo el relato. Objeto de tensiones propias y externas, presionado entre las amenazas anónimas del poder militar y las directas del poder político, Strassera parece elevarse por sobre ambos para convertirse, en la visión de la película, más que en el fiscal del Juicio, en el Fiscal de la Patria.

* Para construir al héroe solitario es necesario despegarlo de todo elemento que pudiera dar cuenta de lo colectivo. En cierto sentido, el personaje de Strassera encaja de manera perfecta en la filmografía de Mitre, cuyos personajes centrales son, una y otra vez, quienes asumen en soledad la responsabilidad de una acción que parece ir en contra de lo esperado -del militante Roque en El estudiante al presidente Blanco de La cordillera pasando por la Paulina de La patota-. En todo su cine, lo colectivo desaparece como parte de un distanciamiento calculado o de la imposibilidad de convivencia. En Argentina, 1985 lo colectivo se ve como negación, y en el mejor de los casos asociado a una cierta institucionalidad -la referencia bastante lateral a las Madres de Plaza de Mayo-. En el peor de los casos, se asocia con un sujeto informe y desperdigado que asume aparentemente posiciones comunes (la increíble escena en la que Strassera observa en los edificios cercanos a mucha gente mirando en la televisión el informe sobre el Nunca Más). En esa construcción colectiva, es necesario no solamente ignorar la calle como espacio de participación, sino la articulación de esas fuerzas que impulsaron el Juicio a las Juntas como hecho necesario del retorno a la democracia. El hombre televisivo que se refleja en la escena mencionada implica una pasividad, una quietud que en la mirada de Strassera parece estar aludiendo a la necesidad de canalizar desde la justicia esa atención dispersa en los departamentos que lo circundan. Strassera se vuelve, entonces, el hombre de acción, el que pone en movimiento aquello que está presente, latente, en la sociedad. El héroe que el momento necesita y cuyo último retoque es el alegato final de la fiscalía como pieza oratoria que lo hace emerger nuevamente, del barro de la historia.

* En ese barrido de la historia, lo que practica Argentina, 1985 es un recorte del hecho histórico para analizarlo -o mejor dicho, reproducirlo- en un laboratorio. Un procedimiento que trabaja sobre el hecho en estado puro, al que desbroza de todo el entramado de raíces y ramas que se despliegan en el antes y el después -de manera bastante similar a la que trabajó, por caso, Rafael Filipelli, a la hora de Secuestro y muerte-. La mención en el comienzo de la decisión de Alfonsín de enjuiciar a las Juntas Militares queda circunscripta a la limitación que impone el juzgamiento de los pares: como quien se deshace de un problema, ordena al Tribunal de las Fuerzas Armadas que juzgue la actuación de los propios militares. La historia que cuenta Argentina, 1985 se inicia en el mismo momento en que ese Tribunal decide que no hay de qué acusar a los ex Comandantes de las Fuerzas, reduciéndola, incluso desde la imagen, a una mera instancia administrativa: la firma de un dictamen, un expediente que es llevado para su comunicación a la Justicia. De la misma manera procede con la decisión de la Cámara de Apelaciones de impulsar el juicio y con el comienzo del trabajo de Strassera. Despegadas de toda relación real con el entorno –que a lo sumo aparece declamada en alguna escena-, las decisiones que se toman en un lugar y en otro no responden a un mandato social o a un clima de época, sino al apego a la práctica más purificada de la Justicia. Una Justicia de laboratorio, de sala de tribunal construida con total independencia de lo que la rodea. Esa misma construcción es la que hace que, en el final, la película decida omitir el recorrido posterior de los fiscales y jueces intervinientes, porque lo que importa, a fin de cuentas, es solo lo que hicieron en ese momento que se decide recortar.

* El recorte y el despegue del entorno implican depurar a la narración que encara la película de su componente político. Se elige desconocer la necesidad de una voluntad política como motor impulsor del Juicio a las Juntas –de la misma manera que se la necesitó para la creación de la Conadep, que en la película de Mitre parece ser apenas un archivo de consulta- en lo previo a la historia, tanto como se elige desconocer la misma voluntad política para, más adelante, promover y sancionar las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida y los Indultos y, mucho más adelante, para promover su derogación y la reapertura de los juicios –de hecho, la liviandad de los carteles del final omiten deliberadamente esos vaivenes que provienen de la política-. En Argentina, 1985 reaparecen los conceptos que Mitre desarrolló en El estudiante y La cordillera: la política solamente puede verse desde su costado negativo, aparece desplazada de cualquier intervención para favorecer cambios sociales y permanece en una burbuja en la que solo se interesa por su propia supervivencia (curiosamente es el mismo procedimiento que le aplica a su mirada sobre la Justicia, pero dotando a éste de un tono absolutamente virtuoso). Para Mitre, la política es solamente un obstáculo, que en este caso se interpone ante la voluntad de la justicia desde su injerencia –lo cual no deja de ser una mirada que debe extrapolarse al presente-. Lo deja en claro en cada intervención de Bruzzo ante Strassera, en las sugerencias para dejar de lado a la Aeronáutica, para aligerar las condenas. Lo hace explícito en su concepción de lo que era la política de esos tiempos: el radicalismo es Tróccoli con su discurso televisado reivindicando la Teoría de los Dos Demonios –lo que le sirve para poner a Strassera del otro lado en su reacción ante el televisor- y Alfonsín invitándolo a una charla privada pero mantenido en fuera de campo –en una escena singularmente parecida a la del encuentro de Blanco con el asesor norteamericano en La cordillera, aunque sin poder acceder directamente al diálogo-; el peronismo es Lúder declarando como testigo de las defensas para centralizar nuevamente toda la cuestión en la palabra “aniquilamiento” –y de nuevo, eligiendo no recordar que Videla era el comandante del Ejército en tiempos de Isabel Perón y que fueron las Fuerzas Armadas las que impusieron esa terminología al Ejecutivo- y el hijo de Somigliana, el único al que se le pregunta por su filiación política y por los motivos de la misma –para además permitir que su propio padre, como voz supuestamente apolítica, le diga que repite “las mismas pelotudeces de siempre”-. Lo que lleva, entonces, a comprender que la película no quiera embarrarse con la política, porque es más fácil, más cómodo, observarla con el dedo acusador del que no se involucra y del que la niega como motor posible de los cambios sociales, confundiendo nuevamente, por conveniencia, la política con los partidos.

* Tal vez porque, en definitiva, la apuesta de Mitre parece ser la misma que en algún momento explicitan en la película Strassera y Moreno Ocampo respecto de los juicios: hay que convencer a la clase media. De esa manera, la película despliega sus recursos de manera de no incomodar, de no presentar cuestiones conflictivas (es interesante cómo se juega con el pasado previo de Strassera durante la dictadura, planteado apenas como un comentario de Nora Cortiñas, y luego como un conato de enfrentamiento con Moreno Ocampo que la película resuelve con un llamado telefónico que reordena las prioridades; o incluso en el recorte del discurso de los asesinos que queda lavado al darles voz solamente para impugnar el juicio) y fundamentalmente de presentarse de la manera lo más didáctica posible. Ese didactismo apunta no solo a la clase media, sino puntualmente a un doble registro: para quienes no vivieron el momento, recuperar la emotividad original que produce el hecho; para quienes lo vivieron, plantearlo como un recuerdo nostálgico, despegado de las circunstancias que lo generaron y sin agregarle ningún aporte nuevo. La apuesta por el didactismo hace que la película no pueda salir en ningún momento de la necesidad de construir un discurso puramente verbal, que desconfía de las posibilidades que brinda la imagen. La escena del encuentro con Alfonsín es la única que, en un punto, parece jugar en otro sentido, trabajando el fuera de campo. Pero al igual que hizo con la escena de la violación en La patota, Mitre necesita contar esa escena, hacerla explícita, aunque aquí recurra al relato de Strassera a su mujer, para demostrar la imposibilidad de narrar desde las imágenes. Como un correlato inevitable de esas limitaciones, lo que ocurre es que la película carece de crescendos, de climas, de elementos que alimenten una cierta épica –con la posible excepción de la escena del testimonio de Adriana Calvo de Laborde- que la haga desembocar en el alegato del fiscal. La aceptable agilidad narrativa de la película, sin embargo, no puede superar una languidez que hace casi imposible entusiasmarse con lo que se ve en pantalla, resignando la posibilidad de que la ficción esté a la altura de la historia que narra.

* El problema del didactismo es que trabaja sobre una historia y una memoria deliberadamente congelada, que impide el diálogo y la discusión. La ficción impulsa su consideración como reflejo de una verdad histórica que evita los cuestionamientos (por desconocimiento o por nostalgia acrítica del espectador pasivo) que se le puedan proponer. La paradoja de la película es que revive el interés por un hecho histórico, pero con el costo intrínseco de no generar una discusión política que involucre su relación con su momento y con el presente. Lo cual habilita la posibilidad de ubicar a la película como un artefacto cultural en el contexto en que se produce. La centralidad que se le asigna al Juicio a las Juntas en la deriva democrática de la posdictadura lo ha desplazado de la importancia innegable que tiene, hacia una visión que lo construye como un hecho insuperable y desprovisto de continuidades. En ese sentido, Argentina, 1985 entronca con el reverdecer de posiciones que han intentado retrotraer y limitar toda política valiosa sobre los Derechos Humanos al juzgamiento inicial de las juntas militares. Lo que resalta allí es la existencia de una mirada despolitizada y ahistórica de un hecho histórico y político, al que solo se le otorga un valor puramente judicial. Desde esos elementos es que Argentina, 1985 se sitúa en un lugar demasiado parecido al que ocupó en su momento La historia oficial. Su corrección se empeña más en ocultar que en mostrar, dejando un mensaje tranquilizador y desmovilizante (la conclusión es que no vale la pena salir a pelear por los Derechos Humanos en la calle, porque allí está la justicia para resolverlo todo, salvo que se entrometa la política) bajo su aspecto de disección histórica. La diferencia es que la película de Puenzo se hizo sobre la cercanía de los hechos y en un tiempo similar al que narra la película de Mitre. Y la de Mitre se ha tomado 37 años para narrar de la misma forma en una época completamente diferente, sin asumir los riesgos que podrían otorgarle la mirada desde la distancia temporal con el hecho y una democracia que, con sus vaivenes y dificultades, está mucho más afirmada que en ese pasado que relata.

Argentina, 1985 (Argentina, 2022). Dirección: Santiago Mitre. Guion: Santiago Mitre y Mariano Llinás. Fotografía: Javier Julia. Montaje: andrés P. Estrada. Elenco: Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner, Santiago Armas, Gina Mastronicola, Norman Briski, Laura Paredes, Claudio Da Passano, Carlos Portaluppi, Walter Jakob, Alejo García Pintos. Duración 140 minutos.

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