1934571_1000033613409254_5031955551103722348_nLa fe de Favio nos puso en camino. Nos convocaba su nombre desde la mismísima denominación del festival, que consiguió el aval del director poco antes de morir para usarlo, y también el pañuelo de celuloide desde el afiche. En el camino pasamos por Lobos, donde mataron a Juan Moreira (el festival abrió proyectando la más grande película épico-lírica de la historia del cine nacional, así como el año pasado hizo lo propio con Nazareno Cruz y el lobo), y por Saladillo, cuna del cine con vecinos que es una de las patas fundamentales del panorama cinematográfico contemporáneo post NCA gracias a la cual se explican en parte las películas comunitarias de José Campusano. El fenómeno Cine con vecinos también se ha recreado en Bolívar y el largo resultante, Nana, historia de un viaje (Miki Francisco) participó de la competencia. Lo sorprendente fue notar que le bastó con una sola escena para que su amateurismo resultara ser mucho más incorrecto que el de Campaña antiargentina (Alejandro Parysow), un falso documental insoportable e interminable protagonizado por actores profesionales, dirigido por uno de los montajistas con más trayectoria en el cine industrial, con cameos de Suar y otros famosos, y coescrito por Pablo Marchetti, cuyas palabras previas a la proyección fueron las únicas que ni siquiera generaron los aplausos corteses de rigor, ni hablar de malestar, sino la más perpleja indiferencia.

Desde la ventanilla del micro, el paisaje de la provincia de Buenos Aires recordaba el de las Historias extraordinarias de Llinás, pero también podía ser confundido de a ratos con los de Kiarostami, siempre y cuando la cámara se diera maña para enfocar estratégicamente algún árbol. Una vez allá, en uno de esos pueblos fundados por la generación del ’80, no hicimos otra cosa que mirar las películas diarias programadas (un largo documental a la mañana, dos cortos y dos largos de ficción a la noche), caminar por las calles anchas de casas bajas, esquinas panorámicas y horizontes interminables, sacar fotos a trenes, perros, estaciones, sombras de árboles y paredes de ladrillo descascaradas, visitar la iglesia principal (hubo otra, infranqueable y carpenteriana, a la que una jauría de cimarrones nos condujo la madrugada más intempestiva de todas las que aprovechamos para recorrer las calles oscuras del pueblo), mirar televisión, conseguir un mate listo Taragui, charlar con algún que otro transeúnte. 13920889_1129438430438993_4392113428483872420_nNuestro primer encuentro significativo se dio con una mujer que reveló tener 80 años aunque se movía y hablaba como una de 60. Queríamos ir a un pueblo cercano llamado Ibarra, donde estaban celebrando la Fiesta del Chorizo Seco. Nos contó que era la hija de quien fuera durante décadas el vendedor de caramelos y chocolates del cine. Aprovechamos para ponerla al tanto de la existencia del festival, que el público local parece mayormente desconocer o ignorar a pesar de las cinco ediciones realizadas. El encuentro más valioso entre cine y público se dio en la proyección de Reina de corazones, lúcido y sentido documental sobre cooperativas trans de trabajo, a la que asistió la división entera de un colegio secundario.

Un hábito que no le conviene perder a quien asiste a un festival de cine es el contacto con las películas, los espectadores y las circunstancias que no pertenecen a él. Conservar imágenes mentales ajenas al universo creado por eventos de esta índole –llámese cine de autor, independiente o como quiera llamarse a ese mundo privado que compartimos críticos, realizadores y programadores- contribuye a justipreciar lo que vemos y oímos, mucho más si tenemos que juzgarlo, como me tocó hacer en este caso junto a los realizadores Gabriel Medina (director de dos de las mejores películas argentinas de este siglo) y Franco Verdoia. La señora de 80 que parecía de 60 terminó indicándonos el camino a la estación de trenes que podía llevarnos a Ibarra, no sin antes regalarnos un relato de los tres fortuitos encuentros con su adorado Eusebio Poncela y una pista cinematográficas: el recuerdo de una película mexicana llamada Capullito de alhelí.

En la estación no encontramos a nadie que nos dijera si por allí pasaba el tren capaz de llevarnos a la Fiesta del Chorizo Seco, pero en su lugar encontramos uno de cargas estacionado con su interminable fila de vagones dispuestos para la cámara como formaciones de un blindado soviético. Detrás de ellos y a lo lejos, unos caballos pastando a los que ya no cuesta nada llamar tarkovskianos (por los que el amigo José Miccio ha padecido mucho durante los últimos días por cual del santo ruso, a quien acusa de sacrificar uno en Andrei Rublev). La estación abandonada era propicia para imágenes nostálgicas o terroríficas, pero el sol del mediodía desbarató toda clase de sentimientos oscuros y terminé hamacando muy poco renoirianamente a mi compañera en la plaza que está enfrente. Planeamos caminar los 16 km que separan a Bolívar de Ibarra siguiendo las vías del ferrocarril para homenajear a los crotos de la gran película de Ana Poliak, pero era la hora programada por la organización para comer, así que lo pospusimos y la gripe posterior impidió la caminata.

El almuerzo lo tomábamos todos juntos en el alto salón circular de un edificio destinado a eventos municipales presidido por un espejo ovalado de marco grueso de madera y sugestivo biselado. Sentados a cuatro mesas redondas se repartían informalmente los lugares Pablo Bucca, director del festival; los directores de las películas, que venían a presentarlas, se quedaban un par de jornadas y se iban; 13934657_1129695737079929_2049451341999098588_nalgunos representantes de prensa de la Ciudad de Buenos Aires (el diario local no transformó al evento en una de sus banderas); los jurados de las tres competencias, productores, actores, al menos una estrella (Nicolás Romeo, cuya fotogenia y carisma son la razón de ser de Jess&James), un invitado especial como Nico Favio, hijo de Leonardo, que la noche previa a volvernos puso uno de sus discos mientras cenábamos, siempre después de la última proyección, a eso de la medianoche.

La selección de largometrajes en competencia incluyó los dos mejores estrenos argentinos del año hasta el momento y un puñado de películas valiosas y estimulantes en diversos grados y por distintas razones (El eslabón podrido, Jess&James, en la que está el plano más hermoso de todos los que componen las películas del festival, Interludio, Maturitá). Juana a los 12, de Martín Shanly, terminó ganando el Premio e Hijos nuestros recibió una Mención. Sobre la primera ya escribí en esta página, en la que también hay y habrá textos de otros colaboradores. Hijos nuestros, de la que también se ha escrito aquí, es un melodrama futbolístico que no precisa de espectadores que «sepan» de fútbol para disfrutarlo sino de creyentes en el cine. Hace mucho que no se filmaba La Pasión (muerte y resurrección incluidas) de esta manera en nuestro país. Y eso es un acontecimiento, que se amplifica en la sala de cine. El crescendo emocional y la construcción de sentido de la película de Suárez y Gebauer revela todo su alcance frente a la pantalla grande y no frente a la del televisor o la computadora.

La sala en la que se proyectan todas las películas del festival funciona un día a la semana como Espacio INCAA, según nos contó en charla informal Nadia Marchione, una de las programadoras, y el resto como sala comercial en la que se estrenan únicamente películas mainstream. Sólo hace falta que le mejoren la acústica, única aspecto deficiente actual. Según oíamos a medida que preguntábamos o escuchábamos conversaciones cercanas, sigue existiendo como sala de cine gracias a la intervención de Marcelo Tinelli, que evitó su destino de Iglesia Evangelista. Que el dueño del mayor freak show televisivo posibilite, directa o indirectamente, 13925318_1129732830409553_2590393879852875042_nla existencia de un festival de cine como este no es una paradoja reñida con el origen y la naturaleza bastarda, espectacular, grotesca, masiva, vulgar y trash del cine (al que este hombre le ha dado, TV mediante, un suceso como Okupas).

Si uno viaja a Bolívar, Tinelli surge más temprano que tarde como tema de conversación, como aquella que mantuvimos con Alejandro Venturini, Santiago Nacif Cabrera e Ignacio Rogers tomando mates en la plaza principal mientras nos reparábamos del viento junto a la estatua de Raúl Alfonsín, pero por inquietud del viajero más que por imposición ambiental. La maratón que se corre anualmente en la ciudad lleva el nombre de su padre, uno sabe del apoyo al deporte en la ciudad, escucha decir que ha comprado, restaurado y/o donado instalaciones destinadas a las necesidades básicas y el ocio, sin las cuales posiblemente no existiría este festival sin espectadores, pero las estridencias televisivas gracias a las cuales acumuló el capital económico y simbólico conocido por todos son inversamente proporcionales a la presencia pública de su nombre capaz de ser advertida en sólo cuatro días por unos viajeros como nosotros, cinéfilos conscientes de que el cine también es populismo.

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