El nombre. Juana tiene doce años y un nombre con una gran personalidad, dada por al menos tres de las mujeres más fuertes de la Historia que lo comparten: Juana de Arco, Juana la loca y Juana Azurduy. Algo del espíritu de estas mujeres late en esta nena que asiste a un colegio privado católico y bilingüe donde la desindividualización no se limita al uniforme. Juana de Arco tenía apenas un año más que la protagonista cuando dijo haber escuchado voces de santos que señalaban su camino; los celos apasionados condujeron a Juana I a la locura que le dio nombre definitivo; Azurduy es el emblema femenino latinoamericano de la lucha contra la colonización territorial y cultural. La Juana que nos ocupa no será quemada, ni enclaustrada, y probablemente no muera en la miseria, pero el progreso no implica un avance sino una alteración de las formas; la condena es científica, el encierro es institucional y la independencia, una ilusión.
Pequeño monstruo, rebelde con causas de sobra, a Juana nada ni nadie puede subyugarla. Aparentemente preocupadas por su falta de concentración y disciplina, las maestras y la directora del colegio sugieren a su madre que le realice una serie de estudios psicológicos y neurológicos. Pero Juana no está loca y su desobediencia trasciende la cuestión de la edad. En esa etapa de crecimiento Juana reconoce que su identidad le está siendo cercenada, pero conquistarla dependerá menos de su búsqueda, apasionada y algo virulenta, que de su capacidad para aprender a disociarse y a pararse en el borde de las normas sin caer en la sociopatía ni en el automatismo.
En este mundo serializado y mecanizado en el que los chicos son transformados en robots, los adultos, más inconscientes cuanto más instruidos, buscan en la cabeza de Juana sus propias incapacidades. Mientras, ella busca el mundo que le pertenece y que se expande más allá de las paredes (literales y simbólicas) del loquero que la encierra junto a sus compañeros.
Juana se niega a hablar bien en inglés y se obsesiona con una compañerita nueva llegada de Brasil, Luana, que queda pronto asimilada al paisaje chato y blondo que nuestra heroína ansía corromper asqueada por el exceso de belleza, como le reprocha a su madre cuando la encuentra decorando unos platos con flores y pajaritos. No sólo le critica la excesiva superficialidad de su trabajo, sino también que haya calcado esos diseños de un modelo preexistente. Por este y otros detalles Juana a los 12 no es una película de crecimiento, una coming-of-age, una bildungsroman ó como prefieran llamarlo. Juana no aprende, cuestiona; Juana no crece, se afirma.
Máscaras. En el carácter de Juana pareciera esconderse el de Martín Shanly, que filma con una hermosura sumamente amarga entregándose a lo siniestro antes que a una estética complaciente. Con predominancia de planos cortos y colores como el azul y el marrón, Juana a los 12 se manifiesta opaca, profunda, y es engañosa en su dulzura. Hilando fino puede brotar el espíritu cínico del relato; desde una mirada más epidérmica resultan evidentes los trazos del terror.
Antes que candidez, lo que encuentro en el personaje de Juana es una oscuridad bufonesca cuya máscara natural es la sonrisa, o simplemente risa, por lo general inoportuna, que transfigura (y vuelve mucho más interesante) la luminosidad de su cara. Sonrisa que deviene vampírica.
Disfrazada de vampiro y usando los colmillos de su padre, un personaje enigmático directamente atravesado por el terror y el gore, Juana asiste sin invitación a la fiesta de disfraces de su compañerita y rival, Teresa, con quien se disputa el interés de Luana. Como monstruo resulta ser el menos inquietante, por ficticio y romántico; alrededor de ella los adultos se divierten simulando ser militares, curas, jeques petroleros, prostitutas y más. Luana, cual pieza de colección exótica, se pasea vestida de aborigen mientras que la nena anfitriona es una cabaretera de los años veinte. La máscara desnuda al que la porta.
Es en esta escena cuando Juana empieza a establecer un lazo con Torcuato, compañero del colegio y primo de Teresa, un nene sensible que estudia comedia musical, se come las uñas hasta sangrar, colecciona figuritas de Frutillitas (excusándose en su hermanita menor) y asiste al evento disfrazado de Robin. Ambos se refugian de la fiesta en la sala de cine del caserón. Esta escena es también un pasaje; es la primera fiesta de disfraces a la que Juana asiste. Más adelante llevará su mano abierta a la cara de su madre, como buscando arrancársela de cuajo, mientras se encuentra anestesiada para otro innecesario estudio neurológico.
A esta imagen le seguirá una secuencia de sueño -probablemente filmada en 16mm- que es una lección de cine en sí misma por la economía visual y sonora que potencia los sentidos perturbados de lo que no se dice, de lo que no se habla, de “eso que falta”, como las figuritas que le faltan a Juana al comienzo o los detalles en los dibujos de las fichas que le muestran las psicólogas, y que no es otra cosa que la ausencia paterna. Los roles de poder visibles están todos ocupados por mujeres, en su mayoría rígidas y saturadas; el padre aparece como imagen perversa y sádica que encarna el orden patriarcal que todo lo organiza.
Mate amargo. Como le pasó con su compañera brasileña, Juana se irá obsesionando luego con la pintura de la artista plástica mexicana Frida Kahlo, El venado herido, que encuentra reproducida en una postal cada vez que va a la casa de su maestra particular. La pintura de Kahlo es el equilibrio perfecto entre belleza y horror, entre sensibilidad y rudeza que Juana anhela. Unas escenas atrás, durante una clase de dibujo en el colegio, Juana es la única que realiza un autorretrato mirándose al espejo al modo que lo hacía Frida. No se trata únicamente de hallar la propia identidad y la libertad en la expresión artística, lo que anticipa es un desenlace para nada idealista, más bien escéptico.
Esta maestra es el único personaje capaz de alcanzar una identificación con el espectador por fuera de la edificada con la protagonista, e igualmente ambigua. La brusquedad en la forma de hablar y de expresarse con el cuerpo, en contraposición al refinado british de los docentes del colegio, es el quiebre de las imposturas que Juana necesita y la puerta abierta a las raíces que le son negadas por un estrato social que anhela una cultura que no le corresponde. El mate se toma amargo y las cosas se dicen como son.
Pero Juana pacta tomarlo si se lo sirve con azúcar, más como signo de maduración que de ternura infantil: hay que saber tranzar para lograr los objetivos. No hay nada dulce en esta parábola. El segmento final es seco y terrible. Juana aprende a dominar las ideas que la atacan para usufructuar los mecanismos sociales que la desbordan, pero sin responder de forma inconsciente a sus estímulos sino con fría lucidez y cálculo. Ahora monstruo con poder, Juana sale al mundo con sus dos mitades a seguir riéndose de todos con absoluta seriedad.
Aquí puede leerse un texto de Azul Aizenberg y otro de Marcos Vieytes sobre la misma película.
Juana a los 12 (Argentina, 2014), de Martín Shanly, c/Rosario Shanly, María Passo, María Inés Sancerni, Javier Burin Heras, 75′.
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A Juana claramente le cae mejor la anciana inglesa que la pseudo-negra Vernaci, así que dudo que esa maestra sea las «raíces» de algo en Juana, que tampoco muestra en ningún momento pretender «rebelarse» ante el sistema en el que vive, simplemente falla al integrarse (en la escuela) sobre todo por no tener una amiga o grupo de amigos que le «pertenezca» y al que pertenezca, algo que busca desesperada y posesivamente en Luana.
Buenas críticas igual, esta web.