Lo hizo. Medina lo hizo de nuevo. Filmó una segunda película a la altura de la primera, que era excelente. Más aún, La araña vampiro es a Los paranoicos lo que El aura fue a Nueve reinas, una búsqueda más ambiciosa y abstracta plenamente conseguida. Lo fascinante de la historia de este pibe medicado (por momentos cercano al emo de Capusotto, pero asimilando el sustrato trágico de la ridiculización grotesca del personaje) que se va con su padre al medio del monte, lo pica una araña y emprende la búsqueda de un antídoto, es que deposita la carga simbólica en la estructura de la intriga, pero su peripecia es concreta y fabulosa de principio a fin. La superación de Los paranoicos también se da porque la construcción del héroe o el relato de crecimiento, estructuras más bien cerradas y conservadoras, no son superadas del todo, pero sí aireadas por una puesta en escena que coquetea con lo apocalíptico (quizá ese horizonte sea un buen programa para el cine por venir de Medina), balanceándose entre el encuentro con un sentido dado o una creencia y la continua destrucción creativa nihilista. Hay momentos en que hasta es posible recordar las gozosas desolaciones de las películas de Marco Ferreri y eso es demasiado decir, tratándose como se trata de uno de los más grandes anarquistas cinematográficos. Pero es otra libertad la que La araña vampiro menta. El imaginario surrealista se expresa en ella a través de un par de fetiches, no por transitados, menos poderosos. Uno de ellos retoma ese punto de partida cinematográfico canonizado por Buñuel: la agresión al espectador cinematográfico allí donde más le duele. La agresión como condición sine qua non de la experiencia cinematográfica ambiciosa, así esté envasada en respetables y queridas convenciones clásicas. La agresión como fuerza primordial del cine, como pérdida del miedo, expresión del deseo, gesto de coraje y de pasión. El cine que vale la pena es el cine que nos marca, el que nos deja ciegos o bizcos, el que parte en dos la mirada del espectador y se la desvía para siempre.

Los títulos auguran lo mejor. Porque sobre la materia fotográfica fría de unos exteriores diurnos boscosos y minerales percibidos en ocasiones a través de los vidrios de un auto, se imprimen unas letras rojas gruesas que parecen sacadas de otra película. Sin ese diseño robusto (a lo Fulci, ha dicho Medina), no habría contraste, duelo, conflicto con las imágenes que le sirven de soporte, ni esperanza de sangre, suspenso o truculencia. Y esa sugerencia vigorosa es fundamental para una película que no va a recurrir a ninguno de esos excesos, sino a la introducción de un creciente malestar existencial físicamente manifiesto. La fotografía de Bonelli le da nitidez a un conflicto que pudo ser desvaído, iluminando la noche con fuegos poderosos, distinguiendo motivos cromáticos vívidos en los planos de interiores a oscuras, echando sombras elocuentes sobre las caras, filmando el sol de frente cuando es preciso enrarecer el plano debido a estados alterados de conciencia individual o colectiva. Las transformaciones del cuerpo y las de la fisonomía, así como el vestuario de los dos protagonistas son igualmente expresivos. Uno sugiere monstruosidad y el otro aislamiento y abandono. El sustrato mítico del personaje de Martín Piroyanski lo hace ahijado del cine de terror que va de la inestable iconografía expresionista a la dark, pasando por el gótico, pero anclándose en los usos y costumbres contemporáneos. El de Jorge Sesán, quien desde Pizza, birra, faso viene atravesando el lado más potente, más honesto y menos pretencioso del cine nacional contemporáneo, es el de un antihéroe perfecto, el de un vulnerable disfrazado de duro al modo de los protagonistas ya psicológicamente atormentados de algunos westerns premodernos. Uno y otro cambian durante el trayecto y cuando eso sucede la película alcanza grandes momentos, de esos liberadores y reparadores que Medina filma como nadie porque piensa sus películas en función de ellos, y del efecto energético que causarán en nosotros.

La araña vampiro es una de esas películas descomunales que no lo demuestran, por sólidas y opacas, lo que la hace más admirable todavía. La grandeza de la escena nocturna en la cueva es cósmica, como atestiguan las estrellas del par de planos generales que ponen distancia con los personajes para mejor transmitirnos la dimensión de lo que allí está pasando. La relación del conflicto principal con los espectadores es tan fuerte que la estatura simbólica del miedo a unas arañas que en la pantalla de la sala de cine son gigantes, repercute físicamente en uno, generando reacciones primordiales. Las imágenes obligan a muchos a dar vuelta la cara o a taparse, mezcla de fascinación y rechazo, durante el clímax. La figura femenina adquiere proporciones inusitadas, porque responde menos a la mujer exterior (Ailín Salas) encargada de encarnarla, que a la ambivalencia ontológica constitutiva del protagonista. El dolor de la imposible relación padre-hijo, cuyo cortocircuito funda la falta de confianza en sí mismo y en el otro de los personajes, es definida en cada plano con un solo trazo preciso. La paciencia con la que construye el viaje, que es un proceso existencial, revela la disposición a tomar riesgos narrativos inusuales. La araña vampiro es una película como pocas. Ni lo suficientemente ‘artística’ u ‘original’ como para ser legitimada en festivales o focos de alta cultura cinéfila, ni tan sumisa a los tópicos como para ser masiva. Vale decir, segura de sí misma y de su imperfección hasta el punto de asumir felizmente el doble, la naturaleza híbrida de la condición humana y cinematográfica, tan fantásticamente expuesta en la cara final del protagonista, sonriente como la Mona Lisa, mítica como la del cíclope, misteriosa como un oráculo.


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