3Desde el primer plano sabemos que ese hombre está preocupado. Que ello suceda desde el primer plano de la película significa que todo a lo largo de ella compartiremos la carga de ese hombre, echada también sobre nuestros hombros porque ese primer plano es un close up. Es mucha la responsabilidad interpretativa de Kobayashi Keiju (actuó en películas de Ozu, Okamoto y Akira Kurosawa). Con su rostro debe darnos suficientes indicios de que oculta un secreto que lo corroe, sin ser tan expresivo como para saturar al espectador. Por eso la sentida pero no sentimental, la imperturbable preocupación que manifiesta de principio a fin, es tan notable como la decisión de contar sin estridencia la historia de un adulterio y de un asesinato.

La tragedia de Onna no naka ni iru tanin (Stranger Within a Woman, 1966) no es ni la traición ni el crimen. No reside en los actos, sino en los impulsos. No discurre fuera sino dentro del hombre. Un tanto inexplicablemente desde una lógica estrictamente policial, la ley nunca llega a saber quién es el autor del homicidio, a pesar de tener más que suficientes evidencias, digitales incluso, como para incriminar a alguien. Esto no puede reprochársele a la película, porque es ella misma la que por boca de uno de los personajes expone la existencia de pruebas condenatorias que una mínima investigación hubiera descubierto. Evidentemente, a Naruse no le interesa el hecho sino la psique del personaje, la irreversible pulsión de muerte que aqueja tanto a la víctima como al victimario de ese singular asesinato.

Onna-no-naka-ni-iru-tanin-1966-3No hay nada en el mundo externo que sea capaz de aflojar el nudo moral que aflige al culpable, la pulsión que lo perturba incluso antes de cometer el crimen. No sólo no hay nada que pueda compensarlo por lo que ha hecho, sino nada en la vida, en la existencia misma de ese hombre de exitosa vida profesional y armónico entorno familiar (esposa servicial, dos hijos pequeños, madre a su cuidado e integrada al funcionamiento doméstico), que le proporcione algún tipo de estímulo remotamente similar al que sintiera cuando muerte y sexo se mezclaron del modo clandestino e inédito en que lo hicieran cuando conoció a la joven mujer de un amigo íntimo. La radicalidad de la película consiste en brindarle al culpable la oportunidad de salir indemne, antes que impune, de ese trance, perdonado hasta por el marido de la víctima, sin que ello consiga mitigar su desasosiego, su inagotable vacío.

La citada inconsistencia de la investigación policial apunta a señalar un pozo de sentido inexplicable, el dilema moral antes que los vericuetos legales de la cuestión. Por eso tampoco incide en el espectador la explicación psicológica apenas esbozada por el protagonista cuando un par de veces habla con su mujer de la crisis nerviosa que la neurosis le ha producido. Resulta curiosa la decisión de filmar las dos muertes que hay en la película con una textura similar a la del video (estamos en 1966) y que coincide con la de las imágenes de la ficción que un televisor recién incorporado a la rutina familiar reproduce. Pero tan o más sorprendente que ese desdoblamiento de la imagen resulta ser la puesta en escena de planos cortos sin estilización ampulosa, presentación enfática de los conflictos, o resolución tranquilizadora. La luminosidad del último plano con los chicos jugando en la playa es soleadamente espectral.

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