No me disgusta que una película me haga llorar. No es tan probable que me haga bailar. No me refiero a que me de ganas de bailar o me haga pensar en lo maravilloso que sería saber hacerlo bien, sino a que efectivamente consiga que me levante de la silla y baile. Anoche pasó eso con Taare Zameen Par. Es que cualquier película de Bollywood es básicamente una fiesta. Es cierto que hay un relato, pero tan convencional que se vuelve superfluo, y sólo queda una gran pista de baile cósmica, naif y extramadamente colorida. Por eso no es raro encontrar películas indias que se transformen con asiduidad en un desfile interminable de gente bailando. Es más, un tópico recurrente de las grandes producciones es el de un extenso número de canto y baile de estructura más abierta e improvisada que el resto, en el que se incluyen cameos de todas las estrellas posibles, como en los cortos de promoción del viejo Hollywood, hayan o no participado como personajes en la película en cuestión, exhibiendo y celebrando sin disimulo la suspensión narrativa.
Con esta no pasa eso, en el sentido de que no hay un bloque digresivo tal, pero sí sucede que la historia del chico con dislexia que es incomprendido por la familia y el sistema educativo pero ayudado por un maestro, cumple con todos y cada uno de los clichés al uso, y eso, señoras y señores, puede ser maravilloso si uno tira la distancia racional a la mierda y se deja llevar por aquello que se nos impone sin vergüenza, más aún si los primeros planos indicativos del sentimiento en cuestión abundan menos que en otras películas de esta índole (la discriminación crítica del cine filmado en Bollywood es una cuestión de cantidades y variaciones cualitativas mínimas). Además, Taare Zameen Par incurre en un subgénero que, más que tal cosa, es la esencia discursiva misma de Bollywood, y que consiste en tratar al espectador como a un niño. Esto, que torna pueriles a las peores películas, y quizá también a la mayor parte de la producción de ese país, otras veces se plasma en amorosos relatos de iniciación, didácticos y reconfortantes siempre y cuando uno suspenda la incredulidad, cosa fácil de hacer si encapsulamos temporalmente ciertos prejuicios, por otra parte atendibles, y si tenemos en cuenta que la desigualdad social y otras taras son una convención incorporada desde siempre a esta industria, consolidada durante los 50′ en la extraña cruza de funcionamiento capitalista -a imagen y semejanza de Hollywood- e ideología de izquierda, plasmada en apoyo y financiamiento por parte del Partido Comunista. De allí que la rateada del colegio que lleva a cabo el protagonista más o menos a la media hora de película, funcione como muestrario de la pobreza general y hasta coqueteo con la muerte no ya solo del personaje, sino también del niño que lo encarna, quien cruza el tránsito caótico de una avenida céntrica con escasos resguardos para su integridad física.
Aamir Khan es una de las más grandes estrellas de Bollywood, así como también uno de los que menos películas filma. Fue quizá el primero de los actores que se iniciaron a principios de los 90′ en tener reconocimiento occidental, fuera de los círculos de inmigrantes indios, gracias al papel protagónico en Lagaan: Erase una vez en la India, candidata al Oscar y editada en nuestro país. Esta película de 2007 es su ópera prima, y única experiencia como director hasta el momento. Además de producirla, es el protagonista de la segunda mitad, momento en el que aparece como maestro de escuela para tomar la posta de un relato que hasta entonces se había concentrado en la situación de ese nene dotado extraordinariamente para la plástica pero incapaz de leer y escribir. Acompañando el punto de vista del chico, Taare Zameen Par incorpora secuencias animadas y primerísimos primeros planos detalle casi microscópicos que abstraen determinados motivos visuales de su entorno, reflejando el ensimismamiento incomprendido del personaje y dotando a la película de su misma forma concentrada de mirar el mundo.
La aparición de la estrella es una de las instancias fundamentales del ritualismo bollywoodeano, y Aamir Khan se toma 1 hora 20 minutos, exactamente media película, en hacer su entrada. Vestido de payaso y con prótesis inspiradas en algunas deidades hindúes caricaturizadas, lleva adelante un número de clown, mímica, canto y baile pensado para los alumnos de entre 8 y 9 años ante los que se presenta por primera vez. Entre ellos, están el protagonista deprimido por la incomprensión y lejanía familiar, y su compañero de banco, siempre cargando con unas muletas. No cuesta darse cuenta de que el espectador proyecta en el baile la posibilidad de fugarse de esas inmovilidades físicas y emotivas de los personajes, no tan lejano reflejo de las propias a la hora de ver una película de modo más o menos convencional, asistente usual a unas salas en las que los protocolos expectatoriales varían entre la atención reverente, el consumo oral compulsivo, o la atención dividida que el uso ininterrumpido de los celulares impone. Si las películas de Bollywood se estrenaran, tendríamos una cuarta variante, aquella que incluiría el despliegue del cuerpo al bailar, la ocupación de espacios de tránsito como el de los pasillos, la distracción regular del relato, y la puesta entre paréntesis del sentido. Esperemos que alguno de los festivales de cine de este país nos permitan abrirnos a esa experiencia.
Taare Zameen Par (India, 2007), de Aamir Khan, c/Aamir Khan, Darsheel Safary, Tanay Chheda, Sachet Engineer, Tisca Chopra, 165′.
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