
Hay algo en ese primer gesto que se narra al comienzo de Un cuerpo estalló en mil pedazos que es un preanuncio de lo que desarrollará el documental. Se nos cuenta, sin mencionar nombres, la historia del hombre que estaba en un hospital siquiátrico y que un día le comenta a su médico que ya no da más. El médico se propone sacarlo de allí, pero antes que pueda hacerlo, el hombre se tira por el hueco de la escalera. Sobrevive, pero tiene el cráneo hundido y sigue repitiendo que ya no tiene más para vivir. El médico insiste, consigue una cama, pide una ambulancia. La ambulancia no llega nunca. El hombre finalmente muere.
La voluntad de ese hombre se vuelve una forma de resistencia ante la insistencia del médico que intenta salvarlo. Para aquel ya no hay más que decir, no hay más que hacer, mientras este sostiene la necesidad de seguir. La forma que la película adopta para reconstruir la historia de ese hombre recupera ese momento no solo para enmarcarlo como su final, sino para comprender que su intento por narrar la historia de esa persona encontrará, una y otra vez, la resistencia que la vida de esa persona ha impuesto. No es casual la referencia a que Bonino, ya que de él se habla, ha ido borrando todas sus huellas: esa es la resistencia a convertirse en imagen, en relato.
Para Un cuerpo estalló en mil pedazos, la historia de Bonino es la constatación permanente de la ausencia. Como si, como lo señala su título, se hubiera desintegrado en tantas partes que resultara imposible recuperar siquiera una imagen fragmentada. La persistencia lleva al relato desde el espacio de lo documental a un ensayo al borde de lo experimental. Que, sin embargo, mantiene un permanente hilo conductor que se sitúa en una cronología que intenta recuperar.
Pero narrar la vida de Bonino es enfrentarse al abismo de no poder documentar a Bonino. Esa imposibilidad abre el frente a otro tipo de recuperación. Si el punto de partida es la necesidad personal de esa voz en off, que parte del recuerdo del último encuentro en el Rosedal, poco antes de la muerte, lo que le queda es seguir los rastros, los escasos elementos que dan cuenta de su existencia. El mérito de esa trasposición de lo documental a lo ensayístico es que reviste a todo el trabajo de un matiz especulativo: lo único que se tiene es la ausencia de certezas, una imposibilidad absoluta de confirmar cualquier elemento que surja como posible evidencia.

Pero más que en una niebla del olvido, el reflejo de Bonino en la película proviene de un cruce de materiales que no despejan ninguna de esas dudas; en todo caso, funcionan para que su corporización relativa se vuelva desde diferentes perfiles que parecen contradecirse de manera consecuente. En primer lugar, un nivel de la voz en off que implica la referencialidad cercana, establecida por quienes lo conocieron o se cruzaron con él. La decisión de no poner nombres e imágenes a esas voces más que a establecer un aura misteriosa tiende a difuminar el posible peso que pueda tener alguna sobre otra. Voces diferentes pero puestas en una situación de similitud: sus relatos son anecdóticos, refieren a momentos específicos pero permiten restablecer algunos elementos parciales que definen al personaje (tal vez los más interesantes son los que refieren al impacto que producían sus obras de teatro o el que refleja su conferencia sobre arquitectura latinoamericana en la España franquista).
En segundo lugar, otro nivel de voz en off que funciona como narración guía alrededor de la cual parecen ir articulándose todos los relatos. Sin embargo es justamente esta voz la que entabla la disonancia, la que pone en primer plano la resistencia a la comprobación. Como si se tratara de una voz que recopila relatos orales trasvasados a lo largo de los años, su construcción de Bonino no es propia: son fragmentos de relatos de otros de los que no puede y no quiere apropiarse. La voz funciona como puesta de un relato en duda. La fórmula con la que avanza en el relato es la estrategia de un condicional que proviene del otro: “Dicen que…”. Una historia que funciona como si cada uno de esos detalles incomprobables fuera uno de los pedazos en los que estalló finalmente aquel cuerpo.
Hay un tercer nivel de voz en off que toma para sí la voz de Jorge Bonino. La recupera desde un puñado de textos escritos que recalan solo en lo anecdótico, casi en lo banal. Algunos de ellos son apenas los breves relatos que caben en una postal enviada a sus amigos argentinos o madrileños desde Hamburgo, Colonia o Edimburgo. Otros provienen de cartas personales escritas desde el interior del hospital siquiátrico. Y además hay ocho o nueve notas en las que Bonino parece sumergirse en el juego propuesto por Georges Perec y Joe Brainard donde el escrito es una sucesión de breves frases que no logran configurar una narración articuladas alrededor del “me acuerdo”.

Pero si ese Bonino que se construye desde las diferentes voces parece escurrirse una y otra vez de cualquier noción de certidumbre –lo más notable, en ese sentido, son las diferentes versiones sobre el momento en que se tira al río Sena en París-, las imágenes logran establecer una dimensión en la que la ausencia se vuelve central. La cámara registra los espacios por los que ha pasado Bonino a lo largo de su vida, en consonancia con el relato que hacen las voces. Pero en ninguna de esas imágenes aparece Bonino. Están los lugares, pero no hay ningún rastro que lo recuerde. Es como si, en ese proceso, la mirada que impone la cámara descubriera una y otra vez que ha llegado tarde, que esos espacios que surcó el personaje ya han sido abandonados, desprovistos de su presencia que le daría sentido.
Jorge Bonino permanece a lo largo del ensayo como una ausencia que solo puede reponerse fragmentariamente. En el camino de la búsqueda, solo persisten los testimonios, las anotaciones, las cartas, su voz en una película de Torre Nilsson, algunos programas de mano de sus obras y un par de audios que garantizan como certeza aquello de que en el teatro hablaba un idioma inventado. Entre lo borrado y la memoria recuperada, más que la historia afirma el mito de lo que dicen los demás. La sucesión de fotos y un par de videos en los que se lo ve corriendo por un parque que solo aparecen en la secuencia de títulos finales, solo es eso: una ilustración que no dice más del personaje que sus rasgos a lo largo del tiempo. Lo importante, la vida, es como las obras de teatro que protagonizaba: repeticiones irrepetibles, días que se sucedieron unos a otros sin guión escrito, sin testimonio que dejar más que a merced de los tiempos.
Calificación: 8/10
Un cuerpo estalló en mil pedazos (Argentina, 2020). Guion y dirección: Martín Sappia. Fotografía: Ezequiel Salinas, Carlos Vásquez Méndez, María Aparicio. Sonido: Atilio Sánchez, Federico Disandro. Montaje: Martín Sappia. Voz en OFF: Eugenia Almeida. Entrevistas: Demian Orosz. Duración: 91 minutos.
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