
La decisión de encarar la realización de una película documental es, aunque no se lo piense conscientemente, una lucha contra lo efímero. Hay una potencia que el cine aún posee a pesar de las modificaciones tecnológicas que provocaron cambios en las formas y ámbitos de observación de las películas. La lucha desigual con la televisión y con internet tiene sus peculiaridades: puede llegar en principio a un público más acotado, pero por otro lado, al despegarse de la transmisión en vivo y la reproducción fragmentaria, brinda una persistencia temporal que los otros medios no consiguen. Esa misma característica es la que le permite construir un discurso que no se limita al hecho periodístico o noticioso en sentido estricto, para insertarlo en el contexto de un relato.
El resultado puede ser más o menos logrado, pero es inevitablemente persistente. Está allí, reproduciéndose una y otra vez –al menos en potencia-, como un texto al que siempre se puede volver. Es allí donde se revela el valor de un documental como Mocha. Porque su punto de partida puede pensarse como una suma de hechos que podrían encuadrar en la crónica periodística (la organización de un secundario para las personas trans; la historia y la muerte de Mocha Celis; la inauguración del edificio; la entrega de diplomas a los primeros egresados), pero que necesitan de una perspectiva, de una mirada menos ligada a la idea de novedad.
Entonces, la decisión tomada no solo implica la construcción de un relato que establece relaciones y motivos para esos hechos. Implica definir quién relata y desde qué lugar. Que sean l@s estudiantes y profesores los que construyen el documental involucra cuestiones que no son menores. La decisión de contarse a sí mismos, sin depender de la mirada del otro (de la cual ya hay un registro posible desde lo periodístico) es poderosa como exposición de la historia desde adentro, pero por sobre todo, la narración a partir de la alternancia de primeras personas permite hacer foco, antes que en la vivencia dentro de la escuela, en la importancia que reviste haber conseguido ese espacio. Los relatos personales, en ese contexto, dejan de ser tales, para estar en función de la implicancia de la educación como forma de quiebre de los estigmas e imposibilidades: los acosos y la violencia sufridos en el pasado, la antigua concepción de la persona trans igualada a la prostituta, la persecución y el maltrato policial, encuentran en ese espacio un modo de integración que responde a los modelos degradantes. Hay un detalle del documental que puede pasar desapercibido y sin embargo sirve para comprender las diferencias. Mientras los recuerdos de varios entrevistados aluden a los hoteles que solían ocupar las trans como una suerte de gueto, la escuela, aún especializada y dirigida a la comunidad, es vista como un refugio, un espacio que permita acceder a un estadio superior. La idea de la inclusión social subyace en la creación de la escuela: no se trata de la declamación de un derecho, sino de la puesta en marcha de mecanismos que lo efectivicen, que permitan que, como se señala en el documental, se les permita tener por primera vez en la vida un trabajo digno, una vivienda propia y salir de la estigmatización.

Lo que rescata Mocha es la forma en que ese espacio se valora y se establece como propio de un grupo social. Es esa misma concepción la que se transmite al documental, en tanto importa más el relato estricto de una experiencia que la forma de articularlo. La sensación es que en Mocha se consigue un equilibrio entre la estudiantina y el profesionalismo, entre el entusiasmo algo caótico del querer mostrar y la necesidad de dotar a los contenidos de una estructura. De allí que su formulación en pantalla se vea como una suerte de collage, como si se tratara de un proyecto que va buscando su forma, antes que con la idea de una película, con un formato predefinido. La alternancia entre lo estrictamente documental –imágenes de la inauguración del edificio, entrevistas a alumn@s y profesor@s-, la ficcionalización de situaciones representativas de lo que han tenido que padecer –entre ellas, una particularmente lograda, cifrada en una instancia de desalojo, con la trans cantando esa bella canción que es Entra a mi hogar– y el backstage de la realización, consiguen un efecto desacralizador del género cinematográfico. Es entonces que la narración personal consigue convertirse definitivamente en colectiva, empujando a la película hacia el efecto buscado de, más que contar una historia, romper con la ignorancia del entorno.
Mocha (Argentina, 2017). Dirección: Francisco Quiñones Casas y Rayan Hindi. Duración: 61 minutos.
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