Lo extraño en los primeros momentos de El espanto es el camino que debe atravesar una ambulancia para llegar a la casa donde los médicos deben atender a una mujer. Pero alcanza con que la ambulancia desaparezca del lugar para que la perspectiva cambie, se amplíe: para los habitantes de El Dorado, un pueblo del noroeste bonaerense, la ambulancia es un objeto extraño, un registro invasivo de la comunidad –lo cual se explicita aún más en la reacción y la mirada de los habitantes cuando se produce la segunda visita-. “Entre nosotros nos calmamos el dolor” dice uno de ellos como resumen del espíritu de una comunidad que se percibe a sí misma como autosuficiente. Los habitantes del pueblo se van revelando como curanderos, hombres y mujeres que con técnicas distintas pueden aliviar y curar dolencias. “A esa no la van a curar los médicos”, agrega otro, ya refiriéndose a la mujer enferma y estableciendo una diferencia insalvable entre la medicina institucionalizada y las prácticas tradicionales. Una distancia que se simboliza en el dinero que cobran los médicos, pero también en las formas: “Le pueden dar alguna pastilla que le calme un poco el dolor, pero los médicos nunca curan a nadie”.
Es curioso que la construcción de la película parece buscar su influencia en los documentales de Néstor Frenkel, en especial en la primera parte: planos fijos y frontales en las entrevistas, personajes peculiares que habitan el pueblo, observados en un delicado equilibrio que evita el juicio de valor externo, sin esquivar un efecto al borde de lo humorístico en la selección y el entramado que practica el montaje. A medida que avanza el relato, una cierta ambivalencia empieza a surgir bajo la forma exacerbada del repliegue sobre sí misma de la comunidad: para los habitantes de El Dorado, todo lo que no sea del pueblo es un elemento invasor.
Ese cerramiento, nunca explícito –allí hay un manejo sutil del documental- se manifiesta, sin embargo, en la carencia, en lo que el pueblo no puede resolver. Y lo que no puede resolver, ni siquiera la fuerza conjunta de todos los curanderos, es la enfermedad de otros, la que viene de afuera. El espanto. Hay que entender por espanto al sorprendimiento, al susto provocado en mujeres por la visión de alguno de los mitos del campo –La Viuda Blanca, La Chancha de Lata, La Luz Mala- que deriva en depresión, dolores constantes de cabeza y cambios en la expresión facial. Nadie lo cura en el pueblo. Salvo uno. Y el contraste con ese uno es el que deriva en una construcción diferente del pueblo a la que hemos visto hasta allí.
El que “cura” el espanto es Jorge, un hombre que vive en una casa modesta y pequeña en las afueras del pueblo. Las primeras veces que la gente del pueblo se refiere a él, no parece haber nada extraño: es un hombre “normal, no le encuentro nada raro” dice el almacenero. Pero en tanto se intenta hablar de la forma de curar, empieza un relato diferente no exento de contradicciones. ¿Por qué la gente del pueblo “sugiere” cuál es la forma de la cura de Jorge cuando antes han señalado que no pueden revelar los secretos de sus formas de curar porque perderían fuerza? ¿Cómo es que saben cuál es el método si todos aseguran que nadie del pueblo fue a “curarse” con Jorge?
Lo que aparece allí es la utilización del rumor –establecido como certeza- como forma de construcción de un relato: “yo, si tengo una mujer, no la mandaría con él” dice uno de ellos; “la cura que hace es por lo satisfactorio” dice otra mujer y su marido le dice que no dé detalles. En ese punto hay que desechar definitivamente la idea que señaló una parte de la crítica respecto del carácter “observacional” del documental: que las preguntas no hayan quedado en la banda sonora no implica que no existan, sino que las respuestas las contienen tácitamente, como evidencia de una búsqueda que está alejada de la neutralidad (el momento en que se hace más explícito es cuando Jorge les dice que no lo filmen más y se busca una respuesta al hecho consultando a la gente del pueblo). Esa construcción basada en indicios que se fueron anudando unos con otros con el paso del tiempo son los que, a la vez que construyen a Jorge como personaje, muestran también el lado oscuro del pueblo.
La habilidad del documental consiste en no acortar las distancias con Jorge. La cámara no lo invade ni lo toma frontalmente. Se coloca a cierta distancia cuando filma la casa y a Jorge cuando está sentado en la puerta y a los autos que llegan por la noche (hay que hacer notar que además del grado de cercanía, se diferencia de la gente del pueblo en tanto estos parecen relajarse cuando se instalan en las puertas de sus casas y Jorge parece estar siempre a la espera de algo). Lo filma de lejos y mayormente de espaldas cuando va al pueblo a retirar los alimentos al almacén (y casi siempre hay alguien del pueblo que lo observa cuando pasa). Esa distancia se quiebra solamente en el único momento en que lo filman en su casa. Y allí, cuando el rumor podría llegar a confirmarse como cierto, se elige mantenerse en el espacio de lo sugerido y sostener al espectador en la misma perspectiva de los habitantes del pueblo. Aunque Jorge admite que cura el espanto y que la cura es en una cama de una habitación, resulta imposible –o quizás no importe- revelar el secreto. ¿O acaso se podía pensar que Jorge iba a revelar su truco?
El rumor, entonces, permanece como construcción aceptada, carente de pruebas y testigos, revelando la magnitud de la forma en que el pueblo se repliega, pero por sobre todo, cómo se convive con lo que nos resulta ajeno. Más que resistencia, lo que ejecutan los habitantes de El Dorado es una forma sutil de desplazamiento de lo indeseable y lo conflictivo hacia las márgenes (no es casual que para llegar a la casa de Jorge haya que utilizar un puente que cruza un arroyo, una suerte de frontera que lo distancia del pueblo). Y en ese recorrido, lo que el documental consigue es demostrar la forma en que el pueblo construye su propio espanto. Jorge es el espanto de El Dorado, es el espanto de lo no reconocido y lo no dicho. Un espanto moral corporizado en un hombre al que nadie ha visto cometer un acto inmoral.
Que la película termine con el casamiento de una joven pareja del pueblo no es casual, no solo porque la historia atraviesa todo el trayecto –vemos a la chica yendo a la peluquera y a la modista, ambas curanderas-. Es que allí se revela la naturaleza del pueblo. Todos están en la parroquia y en la fiesta posterior, dejando la sensación de que están solo para confirmar que allí hay otra mujer del pueblo a la que nunca se le permitirá ser llevada ante el propio espanto.
El espanto (Argentina, 2018). Dirección: Martín Benchimol, Pablo Aparo. Guion: Martín Bechimol, Pablo Aparo. Fotografía: Martín Benchimol y Fernando Lorenzale. Edición: Anita Remón. Duración: 65 minutos.
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