¿Qué hay en un nombre?

(Romeo y Julieta, W. Shakespeare).

Para bien o para mal el nombre es la primera marca identitaria. Si no, preguntémosle a Romeo y Julieta. El nombre viene del otro. A la facultad de Filosofía y Letras la conocemos como “Puan”, el nombre que le pusieron sus estudiantes. Y Puan es el nombre de una película que condensa en cuatro letras nuestra identidad y la identidad del cine nacional, no sólo en la anécdota sino a través de una forma nuestra que se resiste a dejarse fagocitar por la estética de plataformas. Casi una misión imposible que Alché y Naishtat logran con frescura, inteligencia, detalle y amor, aún en estos tiempos desgraciados. Incluso el plano final confirma con creces y con lágrimas la importancia del nombre en la identidad, personal y nacional.

Una se imagina al público de festivales preguntarse por el nombre de la película. Primer logro incluso antes de empezar. Un sutil enigma que se resuelve rápido, sin perder la densidad del acto de enunciación y su sujeto de enunciación… argentino hasta el tuétano. Argentino en las antípodas de un chauvinismo maniqueo porque muestra en una comedia triste no sólo las luces sino también las miserias de la academia universitaria. En la sala de cine, un grupo de veinteañeros jocosos, apenas terminada la proyección, mientras mirábamos los créditos, lo primero que dijeron fue: es re argentina. Sí, es re argentina. En el plano estético, temático y ético.

Planteo: Ante la sorpresiva muerte del jefe de cátedra de Filosofía Política, Marcelo Pena (Marcelo Subiotto) -¡qué apellido Pena!-profesor que, respecto a sus antecedentes y trayectoria, sería el sucesor natural del muerto, tiene que concursar la titularidad con Rafael Sujarchuk (Leonardo Sbaraglia), también formado en Puan, pero recién llegado de Alemania, hablando en ese idioma, con pergaminos del exterior y «amigo» de los académicos glamorosos. Siguiendo a Stendhal, tenemos, por un lado, el alma sensible con su portafolio de cuero y, por el otro, el alma prosaica con su botellita sport ecológica sin plástico para no contaminar el planeta.

La densidad de este conflicto, planteado al inicio en tono de comedia ágil, suma calidad e identidad. Nos reconocemos en chistes y situaciones que retratan nuestra idiosincrasia. Y, a la vez, nos asomamos a un mundo global líquido en el que la corrección política y la buena onda más acá y más allá de la honestidad mueven más que mil Rousseaus. Un mundo en el que Marcelo da una clase y Rafael una «masterclass» fogoneada por las autoridades de la alta casa de estudios.

Marcelo, aturdido, hace varios duelos a la vez y se las rebusca para subsistir poniendo en escena recursos que parecen demodés; casi un inadaptado. Rafael, en cambio, sin ser un mal tipo del todo, sabe moverse con soltura, humor, corrección política y hasta cierta impunidad y desenfado prepotente en la fangosa rosca política universitaria, espejo de la rosca nacional, espejo de la rosca global. Un sonriente nudo en el estómago (casi siempre va todo junto en esta obra) se da por ejemplo en la florida clase magistral en la que, con palabras propias de un nefasto coach ontológico, arenga a los alumnos a la “alegría” citando -mientras banaliza- las pasiones alegres de Spinoza y las incorpora suavizadas al discurso mainstream. De este nivel de sutileza exquisita está hecha toda la película.

El filósofo Boris Groys dice en algún apartado de su libro Hacerse público que la práctica artística se entiende habitualmente como individual y personal, como aquello que es diferente a los demás, agregando que la identidad codificada socialmente nos resulta extraña. Groys agrega -gracias Boris- que eso sucedía en la Modernidad, época de un deseo de utopía en el que el proyecto artístico se volvía un proyecto revolucionario que buscaba la transformación de la realidad y la obliteración de las categorías existentes revelando el “verdadero yo” más allá de las imposiciones sociales. Pero hoy, en la Hipermodernidad, la búsqueda del verdadero yo se proclama obsoleta y la utopía – siempre hay utopías, no nos engañemos- es la disolución identitaria en el flujo de energía o juego de significantes. Por eso Puan es una obra moderna, casi romántica, como moderno y bastante romántico es Marcelo, su héroe. Héroe vapuleado que se debate entre su identidad y sus valores -ligados a un linaje y al legado del maestro-, por un lado, y la adaptación a los tiempos líquidos/cínicos que corren, por el otro.

Alegría y Cambio son significantes de moda. Una repetidamente escucha y lee que necesitamos cambiar, que nuestro objetivo -incluso en el arte- debería ser cambiar el statu quo. Pero el cambio es nuestro statu quo; el cambio permanente es nuestra única realidad. Y en la prisión del cambio permanente, cambiar el statu quo sería cambiar el cambio, escapar al cambio. De hecho cada utopía no es otra cosa que un intento de escapar del cambio histórico. Rafael es un fluido adaptado al cambio que -sin haber devenido canalla aún- sabe alivianar alegremente, con un estilo más cercano a un publicista que a un profesor, conceptos difíciles negando una crisis que entra por las ventanas y se derrama por las paredes de la facultad y los hogares de los personajes, hasta que la verdad se impone. La evolución y resolución del conflicto se va desgranando en el detalle de un gesto mínimo y a la vez poderoso, tanto en el plano subjetivo como político. En Marcelo y Rafael, la identidad también deviene gesto político. La escena de Marcelo y Rafael en un bar luego del concurso es una propuesta de salida a este atolladero.

Como dije al inicio, lo hermoso de Puan es cómo la historia no puede disociarse de la forma. Claramente lo autoral atraviesa todos los estadios de la obra. No podemos imaginar una mercancía fordista de trabajo alienado donde el guionista no sea el director y que la estética la defina una plataforma. En la fotografía (colores, luz y texturas) hay identidad, en el arte hay identidad, en los parlamentos hay identidad, en el código interpretativo -todo el elenco la descose- hay identidad. Sin por eso ser un rompecabezas para iniciados sino que trabaja la multicapa de la sencillez compleja de una obra de arte.

La historia no podría ocurrir en otro sitio que en Argentina. Argentina, país destacado por su movilidad social ascendente a través de la educación pública gratuita y de calidad en todos sus niveles -no sólo el universitario-, educación que, al menos desde los 90, está en retroceso, a veces con más prisa, pero siempre sin pausa, a partir de la indiscriminada hospitalidad que se le dio a empresas privadas educativas que fueron fortaleciéndose cada vez más hasta convertirse en opciones factibles para diversos tipos de presupuestos y que reciben como mano de obra barata y precarizada a los profesionales formados en un sistema público que, con todas sus fallas, sigue siendo el espacio más serio, plural y generoso.

Película para legos y para los “del palo”, película compleja y accesible como considero que son las grandes obras. Mis padres, octogenarios avanzados y educados en la UBA pujante de los 60, estaban emocionados por la calidad y tristes cuando comentamos la película. Yo, que tuve absolutamente toda mi formación en la educación pública y amo la transmisión y por eso soy profe, la quiero ir a ver de nuevo. Con mis hijos, tercera generación UBA de la familia.

Puan (Argentina/Italia/Francia/Alemania/Brasil, 2023). Dirección: María Alché y Benjamín Naishtat. Guion: María Alché y Benjamín Naishtat. Fotografía: Hélène Louvart. Edicón: Livia Serpa. Música: Santiago Dolan. Sonido: Fernando Ribero. Elenco: Marcelo Subioto, Leonardo Sbaraglia, Julieta Zylberberg, lejandra Flechner, Mara Bestelli, Cristina Banegas, Andrea Frigerio, Gaspar Offenhenden, Héctor Bidonde, Damián Dreizik y Camila Peralta. Duración: 107 minutos. 

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