Como pasa con buena parte del cine de terror, Terror en Chernobyl funciona muy bien al principio. Ese principio puede extenderse incluso hasta la mitad de la película y un poco más en este caso. Esa es la instancia en la que los personajes – y nosotros junto a ellos debido a la cámara en mano – van adentrándose en lo desconocido, donde el mal se adivina sin manifestarse más que parcialmente, en ocasiones adquiriendo forma de milagro, como la fabulosa aparición zoológica que irrumpe en un departamento abandonado. Eso que llamamos mal varía según el género y la película, pero es algún tipo de objetivación que suele disolver la atmósfera inicial y delatar la inconsistencia conceptual, simbólica y dramática del grueso de los guiones. Aquí en parte sucede eso, pero sucede relativamente cerca del final y no del todo, lo que permite seguirla incluso cuando ya no la disfrutamos como al principio. A ese Mal que aquí no definiremos vamos a llamarlo provisoriamente «fantasma». Lo impresionante de esta película es que el gran «fantasma» que la ronda y la justifica es el de la vida cotidiana en la ex URSS, y no el de la devastación mentada por Chernobyl, o el de la vida cotidiana cosificada si extendemos la interpretación un poco – pero no mucho – más allá de lo debido. Tres parejas estadounidenses aceptan hacer turismo aventura en un barrio abandonado de la periferia de la central nuclear y con ellos accedemos a una ciudad abandonada, una zona cercada y en apariencia vacía como la de la película de Tarkovski. Las ambiciones estéticas y metafísicas de esta son bastante menores que las de aquella, pero ambas se ocupan de espacios apartados y perturbadores que funcionan como un envase abierto para que el espectador deposite en él sus inquietudes. Hace tiempo que el paisaje – geográfico, político, social, (anti) estético – de la ex URSS se alza en el cine como un territorio monstruoso y resonante, como una pregunta sin clausura. Si más o menos el último tercio consiste en una fuga un poco programática a través de túneles y pasillos, ese recurso tan usual de estas películas cámara en mano en las que todo o casi todo es fuera de campo salvo la cámara que lo sigue, no subjetiva en este caso, deriva en el descubrimiento casi siempre parcial de un espacio inconmensurable, de una ruina sublime: el reactor como corazón subterráneo de una sociedad que vivió y murió al compás de su latido. Se suele decir que el marxismo de las películas de Straub-Huillet residía en la ausencia del pueblo, que de ese modo se hacía presente como colectivo desaparecido. Aquí los antiguos ciudadanos aparecen transformados en criaturas que casi no vemos, cuya apariencia cuesta distinguir pero se adivina mutante, cercana a la del zombi, esa figura individual informe de la masa obtusa. Salvo en un final que coagula en parte el flujo significante de lo visto, el que no aparece es el poder, mayormente diluido entre las partes de transacciones tan inocentes como se suponen las turísticas.

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