La nueva película de Bigelow tiene mucha menos tensión psicológica, acción física y desesperación existencial que Vivir al límite (The Hurt Locker), en parte porque si bien hay una protagonista bastante fuerte, ella encarna un funcionamiento institucional que le quita mucho del peso que cargaba el soldado de la película anterior, así como tampoco padece los mismos dilemas de aquel. Cuando Bigelow pasa de un personaje que importa por sí mismo a otro que se adapta mejor al mecanismo institucional como este, la posibilidad de identificarse decrece en relación directamente proporcional a la falta de humanidad del aparato burocrático en el que se halla inscrito a gusto. El personaje de Chastain, además, es un personaje desagradable porque es una burócrata, una de esas que mata a distancia y no se involucra directamente en la acción, por más que algunos indicios nos permiten suponer que le gustaría hacerlo y sabría cómo.
 
Me dirán que asiste a las sesiones de tortura, pero la tortura de esta película es una tortura que no se padece ni física (hubiera necesitado una dosis de incorrección política mayor para trabajar con los códigos del cine de explotación) ni simbólicamente (al modo en que la frialdad mecanicista de Garage Olimpo, de Marco Bechis, nos hacía comprender la dimensión sistemática de la tortura organizada durante la última dictadura en nuestro país). Nadie sufre las consecuencias psicológicas que deterioraban al personaje de Renner en Vivir al límite, y, a diferencia de aquel, la protagonista tampoco manifiesta signos externos ostensibles de inestabilidad ni debe poner a prueba su vida constantemente para soportarse a sí misma. De la actitud suicida de aquel pasamos a la adicción laboral de esta, lo cual vuelve menos atractivos a personaje y película, más tediosos incluso en su cometido de representar con menos autocrítica que suficiencia  la fría cultura de la eficacia que los cobija y el funcionamiento de la administración política, militar y financiera. Administrar es la palabra aséptica clave que se extiende a la puesta en escena de la película, que siembra el metraje de signos lo suficientemente contradictorios como para aparentar una objetividad que está viciada de nulidad desde el vamos. El comienzo con la pantalla en negro sobre la que escuchamos las llamadas telefónicas de las víctimas del atentado a las Torres Gemelas funciona como justificación moral de las acciones militares posteriores, en una variante política del chantaje sentimental borgeano. En una película que casi no cede a la representación de emociones, ese inicio es un golpe bajo que, además, fecha al 11 de septiembre de 2001 como punto de partida del conflicto y a los terroristas islámicos como responsables de este, cuando la realidad es mucho más compleja y menos complaciente con la postura oficial estadounidense.
 
Si en Vivir al límiteasistíamos al drama estimulante –porque Bigelow siempre exhibe la excitación inherente a toda acción física peligrosa– de la alienación de un individuo como tara psicológica que habilitaba una lectura política sobre los efectos patológicos del militarismo, por más que se viera tentada a presentar al protagonista como héroe mesiánico en el confuso episodio del nene bomba, aquí asistimos al ensimismamiento de todo un sistema y de toda una política, pero no expresado como crítica, ya que la eficacia colectiva termina triunfando por sobre la desesperación individual. En ese sentido, La noche más oscura, por más falencias circunstanciales que intercala en el proceso, elogia el triunfo de la maquinaria y el valor de sus engranajes. El final es triunfante en más de un sentido. Lo es para la protagonista, por más que llore en el avión un rato después por la misma razón por la que debió lagrimear Dante después de escribir la Comedia. Lo es para la administración demócrata o república de turno, que lo hará presentar como una victoria, y lo es para la propia película, que alcanza su mayor intensidad en ese tramo. Antes de analizarlo conviene aclarar, sin embargo, que esto que llamo triunfo tiene la delicadeza de darse sin fanfarria, en buena medida porque la política militar estadounidense en Oriente Medio es un despropósito que vuelve pírrica cualquier victoria, y porque hoy en día es políticamente incorrecto festejar una acción bélica.
 
 
Había un momento de Vivir al límite en el que su protagonista y algunos soldados más, se internaban de noche en las calles de Bagdad y, por un instante, accedíamos a una película de terror en la que primaba el miedo (estadounidense) a lo otro, cuya entidad se ignora o subestima sistemáticamente, resuelto en agresión. Esa escena, filmada desde el punto de vista de un soldado con alto nivel de entrenamiento, pero soldado de infantería al fin y al cabo, y no desde el de la oficialidad, revelaba acaso involuntariamente el horror de la acción militar de EE.UU. con mucha más fuerza que toda esta película. El final de La noche más oscura tiene bastante que ver con aquel momento, porque consiste en el ataque nocturno al búnker de Osama Bin Laden y la subjetiva pasa a ser de nuevo una herramienta fundamental de la puesta en escena. Los soldados avanzando en la oscuridad con esos cascos pertrechados de cuatro ojos tecnológicos nos instalan por un momento junto a los vampiros de Near Dark, western con chupa sangres filmado por Bigelow hace ya 25 años. Pero aquella película no jugaba sus cartas genéricas en el contexto histórica y políticamente realista en que lo hace esta. Y el ataque al búnker de Bin Laden en La noche más oscura tampoco responde a las mismas coordenadas que tuvo la iniciativa urbana desesperada de un soldado medio loco en Vivir al límite. Si hay una dimensión crítica, no alcanza nunca la intensidad física ni simbólica de su película anterior. Si no la hay, solamente la última media hora justifica estéticamente el marco político de derecha global en el que se inscribe. Redacted, de Brian De Palma, sigue irguiéndose como la más radical película filmada hasta el momento sobre la guerra de Irak y el manejo político de la información.

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