En 1991 vi por primera vez una película de Alain Corneau. Todas las mañanas del mundo contaba los últimos años del violagambista Monseiur de Sainte Colombe (Jean-Pierre Marielle) a través de su mejor discípulo (Guillaume Depardieu de joven, su padre Gerard de viejo). La película transcurría en el Siglo XVII y oscilaba entre el mundo artificial de la corte y el retiro ascético de un compositor que, tras enviudar, se niega a ser el músico oficial de la corte pese a todas las presiones que recibe, para retirarse del mundanal ruido y emprender la búsqueda solitaria de una experiencia sublime a través de la composición. Aislado de todos, se ocupa cada vez menos de sus hijas, que se crían a la intemperie emocional de un padre abstraído, enajenado, riguroso y doliente. En su momento me causó tanta impresión que alquilé una videocasetera adicional para grabarla y hasta hice una fotocopia a color de la carátula, en tiempos en que no eran nada baratas, para lo cual tuve que dejar mi DNI en la única cadena de videoclubles que tenía la película y accedió a prestarme momentáneamente la caja. Desde entonces no volví a verla, pero siempre me acuerdo de ella junto a Camille Claudel, de Bruno Nuytten y La reina Margot, de Patrice Chéreau, tres películas de época fabulosas y apasionadas que nada tienen que ver con la pesadez de las producciones históricas y están más cerca de la novela romántica, el folletín y el melodrama, vale decir que se sirven de los géneros populares para narrar simple, bien y con ganas las mismas cuestiones imperecederas de siempre, sin por ello ignorar el contexto histórico en el que transcurren.
Veinte años después termino de ver mi segunda película del mismo director, después de haber intentado un par de veces terminar en vano un policial con Patrick Dewaere llamado Serie Noire. Porque antes de filmar Todas las mañanas del mundo durante la primera mitad de los 90, Corneau fue un realizador de policiales en los 70, entre ellos Police Python 357, título que alude a un famoso modelo Colt de revólver sobre el que se imprimen los títulos. Todo el inicio de la película gira alrededor de la pistola y de un macho pistola acaso un tanto sorprendente. Yves Montand venía del music hall y en sus personajes hubo siempre una vitalidad y un histrionismo que no parecían afines con las perturbaciones de los habitantes del polar, seres ensimismados, casi autómatas en el caso del samurai de Melville o perversos como el Max de Claude Sautet. No es exactamente eso lo que hay acá, en buena medida por la elección del actor, aunque sí cabría hablar de inestabilidad. Pero volvamos a ese principio en el que vemos la manufacturación de unas balas mientras pasan los títulos. En toda esa secuencia el encuadre en plano detalle no deja ver más que unas manos y una pistola. El potencial simbólico es contenido por la atención que el montaje atrae sobre un proceso artesanal que funciona como desplazamiento de la puesta en escena antes que como actividad de un personaje al que nunca se le ve la cara. Es la película misma y Corneau, como tantos realizadores europeos de películas de género, los que presentan su trabajo cómo anónimo.
Lo que sigue es un thriller psicológico en el que la psicología y el marco social en que está inscripta importan más que el thriller, vale decir que la acción, cuyo máximo paradigma francés debe ser el cine de Chabrol. Los thriller psicológicos son fundamentalmente películas de guión. Los ejemplares fallidos del género no presentan adecuadamente los hechos (pecan por omisión o por redundancia) y entonces terminan embarullando la percepción con acciones torpes. Las películas logradas diseñan caracteres sólidos detrás de los cuáles pueden rastrearse unos diagnósticos bastante precisos. Son estudios de conductas, de funcionamientos psíquicos, de formas de relacionarse consigo mismo, con el mundo y con los otros en los que se ponen en juego las nociones de salud y enfermedad, locura y cordura, ley y delito, cuando no también las de virtud y pecado. Police Python 357 hace eso con solidez y contundencia. Montand es un huérfano de 50 años, mala edad para seguir siéndolo, con ojos de hijo o de chivo expiatorio, policía soltero y solitario, acaso célibe, que pasa los domingos en la casa de campo de su jefe y su mujer (Simone Signoret, que era la suya en la vida real) y por las noches sale a cazar delincuentes por cuenta propia hasta que conoce a una mina de unos 30 años que trabaja en una casa de modas y lo da vueltas haciendo gala de una histeria elemental. Se hacen amantes, pero la mirada sacrificial de Montand, acaso compensada por una cachetada, no promete una relación pareja de pareja, si es que tal cosa puede realmente existir. Y si la mujer en cuestión es Stefania Sandrelli, cuyos personajes ya tenían claro el poder de su erotismo desde Seducida y abandonada, de Pietro Germi, las cartas parecen echadas desde el vamos para esa relación. O no, en tanto y en cuanto no aparezca un tercero en discordia que, a decir verdad, en seguida aparece y al principio es el propio Montand, aunque él no lo sepa o se obstine en ignorarlo. Esto que parece un hilo arduo de desenredar, lo es todavía más si el triángulo en cuestión involucra a otro representante de la ley, y se vuelve fatal si incluye a la esposa inválida de este último.
Hasta aquí, los hechos e hilachas de interpretaciones sugeridas por algún que otro adjetivo o giro verbal sobre el que construir silogismos sonoros, pero la frutilla del postre es el componente estético suplementario que los franceses le añaden a los géneros como un subtexto delicioso que, en los mejores casos, no enturbia el desenvolvimiento del relato, cuya limpidez y potencia aprendieron de la literatura realista estadounidense y de Hollywood, sino que lo enriquece y no pocas veces lo corroe hasta disolverlo aunque este no sea el caso (tampoco es el caso del Klimt de Raúl Ruiz, que navega sin anclas genéricas en la mente del artista y en la estética del movimiento). Ese código es el del simbolismo, evidente cuando los protagonistas se citan en el museo de Gustave Moreau sin que les interese, conozcan o hablen de pintura, y presente un par de veces más a través de unos de sus mejores cuadros. Júpiter y Sémele no es otra cosa que la historia de un triángulo amoroso que termina de forma trágica y que Police Python 357 toma como modelo mítico. Pero también la puesta en escena, funcional al género y trabajada bajo el imperio de cierto realismo, se deja contaminar por lo sombrío y hasta lo extravagante, introduciendo tópicos que no cuesta asociar con el gótico, el grand guignol, el decadentismo y los seriales franceses de Feuillade en un par de escenas y en algunas decisiones de iluminación. No escoge ninguna de esas coordenadas culturales como materia prima a la manera de Georges Franju, pero coquetea con ellas y en ocasiones les da lugar a costa de la homogeneidad normativa de los géneros. El resultado es una película de personajes apasionante, con actores a los que es imposible dejar de mirar siquiera un segundo, que no deja nunca de narrar e introduce lo artístico como desvío amenazante.
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