Una de las tantas cosas que los últimos 20 años nos arrebataron del cine que nos gusta son la alegría y la emoción. Las películas eran, en muchos casos, un refugio del mundo real. Cuando uno entraba a una sala, entraba a un túnel que, a la salida, tenía una aventura maravillosa, fantástica, irreal, lo que sea. Y cuando dejaba la sala, en el mejor de los casos, había sido testigo de una historia inolvidable, única e irrepetible. Esas películas, que Hollywood siempre hizo mejor que nadie durante toda su historia -y que encontraron el summum después de la posguerra y, más específicamente, desde mediados de los ‘70 a fines del siglo pasado-, siempre tuvieron sus protagonistas.
Ya en los ‘80, estos héroes se podían dividir en tipos de tipos. Estaban los musculosos como Arnold o Sly, que eran capaces de salir victoriosos ante ejércitos enteros; los artistas marciales como Seagal o Van Damme, en general hombres de familia que, a base de movimientos rápidos, rescataban a su hija o a su esposa de algún malviviente; los hombres comunes como Bruce o Chuck, casi siempre hombres de la ley o por ahí, que tenían que ir más allá del cumplimiento del deber para que, una vez más, prevalezca el bien; y los sacados, los imprevisibles, tipos que quizás estaban del otro lado de la ley o de este, pero al límite, y que una situación no buscada los encontraba en una posición que no podían esquivar, como los Cage o los Gibson.
Pero después algo pasó y descubrimos que esas películas estaban mal y nosotros estábamos mal y todo el maldito sistema estaba mal. Y esas películas desaparecieron y fueron reemplazadas por otras, todas llenas de diversidades sospechosamente iguales, como salidas de algún laboratorio de ingeniería social, que nos hacen sentir como el culo y nos explican que el mundo era una mierda obviamente por culpa nuestra, porque somos una porquería, pero que, por suerte, acá están ellos, que son mejores, para arreglar el desastre que dejamos.
Y entonces resulta que esos héroes no eran héroes, sino hijos sanos del patriarcado que usaban su masculinidad tóxica para oprimir a, bueno, todos. Algunos sobrevivieron, por suerte, como Tom, que sigue levantando esa bandera; y otros llegaron, como Liam, que se autopercibió héroe de acción y mete uno o dos goles por año, alguno de chilena al ángulo y otro de rebote en el último minuto, pero todas entran. Los hay nuevos también, yo les digo “los pelados”, como Vin o Dwayne o Jason, pero casi siempre están contenidos por un producto multiprocesado por multiprocesos, encorsetados en un camino del que hoy es imposible descarrilar. Y esta gente, si no descarrila, se muere porque se alimenta de los descarrilamientos. Finalmente, los veteranos, por diferentes motivos, fueron relegados a lo que eran las películas directo a video o tele y hoy son las plataformas de segunda o tercera categoría.
Bruce, por ejemplo, que ahora sabemos que está enfermo, desde hace 15 años actúa en 5 o 6 películas por año, casi siempre como secundario o menos que eso. Mel, que se mandó un par y fue desterrado durante largo tiempo, volvió con la espectacular Hacksaw Ridge como director y la increíble Dragged Across Concrete que funciona -junto a la más pop Los Indestructibles- como el homenaje a esos años y a esos monstruos, además de varias más, pequeñas casi todas, en papeles de reparto, pero siempre derramando un encanto que hoy no se consigue en ningún focus group de sensibilidad (basta ver Dangerous,que Netflix acaba de subir como Instinto Peligroso,y las escenas del psicólogo del ahora siempre barbudo Gibson). Por último Nick, que vuelve a estrenar una película en Argentina después de muchos años (no investigué, pero deben ser varios) y que pudo sostenerse un poco más entrado el nuevo milenio -al menos en lo que a taquilla se refiere- pero que también, en la última década, se dedicó a filmar todo lo que le cayera en las manos.
Nick, que es sobrino de un tal Francis Ford Coppola y que trabajó con Scorsese, Lynch, los Coen, Herzog, De Palma, Kaufman, Jewison y más, parece que tuvo o tiene algún problema con el fisco y por eso no puede decir que no a nada. Y ese es el puntapié inicial de El peso del talento, título local para el más acertado The Unbearable Weight of Massive Talent, que conserva el fundamental “unbearable” (inaguantable) y el también fundamental “massive”.
Esta vez Nick Cage no es otro que Nick Cage, una ex estrella de Hollywood que, mientras espera ese papel que lo devuelva al estrellato -y que, según una versión joven y más sacada de él mismo con la que interactúa, merece con creces-, debe lidiar con una familia que no lo aguanta y papeles intrascendentes que no le hacen justicia. En esa está cuando le llega una invitación al cumpleaños de un empresario español fanático enfermo del actor, por la que va a cobrar un palo verde. Poca cosa en principio; pero cuando no es elegido para el papel que deseaba, no le queda otra que decir que sí y, sin muchas ganas, se va para Mallorca.
Pedro Pascal es Javi, la otra mitad de esta buddy movie descontrolada y el corazón de la película, porque Nick Cage hay uno solo, pero Javi somos todos los demás que veíamos o vemos a esta gente darlo todo para que seamos felices, al menos por una hora y media. Lo que viene después, como en las películas de antes, no importa mucho en realidad ni tiene mucho sentido. Hay un secuestro, persecuciones, drogas, un par de agentes de la CIA, Paddington 2, Caligari, muchos chistes, (auto)referencias a clásicos de Cage (“La mandolina del Capitán Corelli está infravalorada”) y un museo con objetos icónicos del hombre de los 1000 peinados.
El mayor acierto de Tom Gormican (también coautor del guión) es hacer pasar la acción, todo el tiempo, por Javi/Pascal y sus ojos chorreantes de amor por su estrella de cine preferida. Y eso es todo lo que estas películas exigen de nosotros. No nos piden que contemos cuántos colores o letras o géneros hay en pantalla, ni cómo está representada tal o cual minoría. Solamente nos cobran una entrada para un viaje espectacular. Y por eso, ese primer final metametacinematográfico es el único posible. Somos nosotros, que somos Javi, que somos la razón de que exista el cine, y por eso le volvemos a abrir las puertas con una ovación de pie. Y después el segundo final, necesario, con Keep me in your heart, despedida de Warren Zevon de este mundo y, al mismo tiempo, nueva bienvenida a su familia.
Sabemos que no va a pasar, que ya no van a volver, porque ellos ya no tienen lugar en este cine diverso de probeta, aleccionador, calculado y testeado; sabemos que (más que nunca) es una ficción porque viene de un mundo que ya no existe, que era mejor (aunque se empecinen en hacernos creer lo contrario), así que, por un rato, volvemos a estar todos juntos y, como antes, no importa más nada.
El peso del talento (The Unbearable Weight of Massive Talent, Estados Unidos, 2022). Dirección: Tom Gormican. Guion: Kevin Etten y Tom Gormican. Fotografía: Nigel Bluck. Música: Mark Isham. Reparto: Nicolas Cage, Pedro Pascal, Tiffany Haddish, Neil Patrick Harris, Demi Moore, Sharon Horgan, Jacob Scipio, Alessandra Mastronardi, Paco León, Nick Wittman. Duración: 105 minutos.
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