Coqueteemos un poco con el humor macabro: a esta altura del partido, cualquier película protagonizada por Jeanne Moreau podría ser la última. Los productores, el director de reparto o quien sea que se encargue del elenco ha de saber perfectamente que corre un riesgo controlado, algo así como contratar a un enfermo terminal; y si lo hace es porque Moreau tiene, entre otros muchos méritos, la cualidad de ser una leyenda viviente del cine, de las pocas que aún quedan, y con su mera presencia legitima el proyecto cinematográfico que sea. Y es que con sus muy bien llevados noventa y pico de años (casi luce ochenta), Madame Moreau ha sabido involucrarse consistentemente en películas en las cuales lo comercial jamás opacó lo artístico.
No sé si la registran de jovencita -en clásicos como Jules y Jim, Los amantes o La noche- durante esa primavera del siglo XX que fueron los sesentas, pero su presencia irradiaba una sensualidad muy particular. Sin ninguna duda, podría haber sido una sex-symbol y, en cierto sentido, lo fue, pero no en la modalidad comehombres de Bardot, por ejemplo, quien sabiamente optó por retirarse de la pantalla grande al corroborar la caída de sus principales activos y atractivos. El caso de Madame Moreau, con su elegancia, su sentido de la ironía y su incuestionable talento actoral, fue muy otro. No dependiendo de una piel tersa o de gestos felinos, sus encantos pudieron sobrellevar con altura el paso del tiempo y en Una dama en París (Une Estonienne à Paris) la actriz demuestra que, a pesar de su avanzada edad, no ha perdido la destreza para esgrimir, si la ocasión lo amerita, las sutiles armas de la seducción y la provocación.
Desde lo argumental, Una dama en París narra el vínculo entre Frida (Moreau), una inmigrante estoniana mayor y acomodada, que vive en Francia desde hace muchos años, y Anne (Laine Mägi), la señora que debe atenderla, traída expresamente de Estonia con ese propósito. Por si no lo saben (y yo no lo sabía), Estonia es un país chiquito ubicado a orillas del Báltico que al finalizar la Segunda Guerra pasó a convertirse en uno más de los satélites soviéticos, provocando un éxodo bastante importante de personas hacia el Oeste durante esa etapa de transición. Generacionalmente, el personaje de Frida entraría dentro de esta franja pero, a diferencia del resto de sus compatriotas, ella no es la clase de mujer que sufra ningún tipo de nostalgia del pago. Antes que una expatriada, es una apátrida que se resiste tozudamente (en un arreglo de guión sospechosamente conveniente) a utilizar su lengua materna para comunicarse. La vida parisina, liberal y cosmopolita, ha sido generosa con ella, permitiéndole ascender socialmente, casarse con un hombre rico, mantener a sus amantes y amasar una pequeña fortuna. Así sea por adopción, Frida se siente más francesa que estoniana y por qué una francesa habría de echar de menos, después de medio siglo de ausencia, una planicie fría y desolada en la retaguardia de Europa con la que la conecta únicamente el accidente histórico de haber nacido allí.
Sin embargo, el problema de la edad -y un intento de suicidio del que el espectador se entera a los pocos minutos de arrancar la película- hace necesario colocarle a Frida una mujer que la asista. Ahí es donde Anne entra en escena. A simple vista, las diferencias entre ambas mujeres no podrían ser más numerosas y sustanciales. Frida es una señora de la alta sociedad y Anne, su servicio doméstico. Donde Frida se muestra altiva, elegante y cáustica hasta bordear lo agresivo (un rol que a Moreau le sienta de maravillas, dicho sea de paso), Anne actúa de manera resignada, paciente y profundamente literal. Anne es el arquetipo del inmigrante pobre, trabajador, recién venido, aquel que en nuestro folklore suele decirse que llega con una mano atrás y otra adelante. Frida, mientras tanto, sin ser asimilable a un Franco Macri, despliega la soberbia y la actitud displicente del inmigrante próspero, de aquel que se ha identificado con los signos y los valores de su nueva sociedad. Este “choque de opuestos” constituye el principal combustible narrativo de una película cuya trama fluye con lentitud incluso para los parámetros del cine europeo, y tiende al estancamiento en más de un momento.
Por supuesto, el espectador advierte enseguida que la primera impresión engaña y, por fortuna, los personajes tampoco están delineados de una manera tan mecánica. En cierto modo, Frida también podría describirse como una exiliada, sólo que su patria no figura en ninguna geografía. Lo que ella echa de menos es su propia juventud, representada en el contexto de la película por la figura de un viejo amante, Stephane (Patrick Pinneau), quien por una mezcla de lástima, gratitud y probablemente alguna forma desplazada de devoción filial, va a visitarla cada tanto, la consiente, e incluso flirtea un poco con ella. Stephane es un cincuentón al que Frida, algunos años atrás, le compró un restaurante en retribución por sus favores amorosos, rescatándolo así de su vida anterior de camarero. Perfectamente conciente de que Frida, a pesar de toda su fortuna y su posición, no tiene a nadie más en el mundo −ni amigos, ni familiares, ni amantes, ni patria− Stephane decide traer a Anne de Estonia para ponerla al servicio de la dama, cerrando así los vértices del triángulo amoroso sobre el que está montada la estructura argumental de la película y que jamás termina por explicitarse del todo.
Quisiera comentarles nada más que una breve escena, como para ilustrar la tónica general de Una dama en París. Frida y Stephane se encuentran tirados en la cama. Ella, con su pijama de seda, él, vestido de traje, haciéndole compañía, aguardando a que se duerma. En un momento ella, de una manera muy casual, lo abraza y lleva una mano hasta su entrepierna. Él la mira como si le reprochara “¿en serio?, ¿a esta altura?” y, entonces, Frida suelta un largo suspiro y dice: “perdón, son los recuerdos…”.
Una dama en París (Une Estonienne à Paris, Francia/ Estonia/Bélgica, 2013), de Ilmar Raag, c/Jeanne Moreau, Laine Mägi, Patrick Pineau, 94′.
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